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Selva artificial




Abro los ojos, y lo primero que veo es un rayo de sol que me anuncia la llegada de un nuevo día. El calor que emana del astro rey se escabulle entre mis plumas, reconfortando mis cansadas alas, aliviando la tensión en mis huesos, disipando el frío que dejó la noche tras su amargo paso.
Frente a mí se alzan enormes y frondosos árboles, de inmensas copas y ramas tupidas. Mis compañeros revolotean entre sus hojas, apareciendo y desapareciendo en tan solo un instante, celebrando la alegría de estar vivo, la fortuna de vivir libres…
Embargado por la felicidad, emprendo el vuelo de cara al sol, y entonces el brillante rey de los cielos se mueve de lugar, primero a la izquierda, y luego a la derecha. Después desaparece, y las ramas frondosas de los árboles se van con él. El chirrido de mis semejantes se disipa poco a poco del ambiente, y el olor a madera fresca se esfuma en un suspiro, dando paso a un aroma seco  y polvoso, igual al de los árboles que llevan mucho tiempo muertos.
Abro los ojos, esta vez de verdad, y me doy cuenta de que el sol nunca estuvo ahí; la luz que bañó mi plumaje jamás estuvo en el cielo, sino anclada a un soporte parduzco que está hecho de materiales que solo los humanos conocen. Es una esfera incandescente que solo finge ser sol, cuando en realidad únicamente se trata de una bola vidriosa que los humanos se empeñan en llamar “foco”. Yo no la llamo así, yo le digo “fraude”…
Los sonidos que parecían venir de otros agapornis como yo tampoco eran reales; solo eran “ruido ambiental”, graznidos pregrabados por mis custodios para intentar engañarme, haciéndome creer que nunca estoy solo.
¿Y los árboles? También eran una mentira. Solo son exóticos cromos de papel que emulan pobremente la belleza de una selva verdadera. Papel, vil y burdo residuo de quién sabe qué, mentira de cara aplanada que solo sirve para recordarme lo miserable que es mi vida, lo triste que es mi existencia, y lo inútil que es seguir creyendo que todo esto se terminará algún día.
Contrariado, vuelo hacia la percha más alta de lo que los humanos que me cuidan llaman “hábitat”. Miro alrededor y con tan solo un vistazo me bebo de un tirón mi “dosis de realidad”. A mi izquierda se encuentra una especie de contenedor de almacenaje con muchas bolsas de alimento para ave; a la derecha hay otro “hábitat”, pero este se encuentra lleno de canarios y finches, los cuales han decidido dejar de pensar y solo revolotear sin sentido de un lado a otro de su jaula. Atrás de mí tengo una pared llena de “juguetes” que se supone deberían divertirnos a nosotros los emplumados, y finalmente, al frente, se alza un estante con “hábitats” más pequeños de delgadísimos barrotes, con balancines opacos y pequeños comederos que en teoría deberían de mantenernos contentos.
Suspiro. Cierro los ojos y aprieto el pico esperando lastimarme. Tal vez si me hiero lo suficiente a mi mismo no tengan otra opción que dejarme ir, y así no tendré que sufrir el destino de ser intercambiado por insulsas piezas metálicas o papeles arrugados con dibujos de héroes humanos.
Mi sol de mentiras vuelve a cambiar de posición: esta vez un par de manos enormes se introducen en mi hogar. Vuelo lejos de ellas para no ser atrapado, pero estas ni siquiera me prestan atención; solo rellenan mis contenedores de agua y alimento, y vuelven a desaparecer con la misma velocidad con la que aparecieron.
Aunque respiro aliviado, no puedo evitar el sentir ligeros escalofríos entre mis alas. Quisiera contarle a otro agaporni todo lo que pasa por mi mente, pero hace tiempo ya que soy el único huésped de esta distinguida jaula. Los otros “inseparables” han partido ya. Han abandonado este sitio que los humanos llaman “tienda” en sendas cajitas de cartón, donde algunos aguieros se dejan ver en la parte superior, los cuales, presumiblemente, están ahí para otorgarnos una falsa sensación de armonía y tranquilidad, haciéndonos creer que el sol y el aire siguen allá afuera, esperando por nosotros, aguardando por nuestro mágico vuelo.
Cambio de percha otra vez. En esta ocasión, viajo hasta la que está prácticamente pegada  a una de las paredes, esa que tiene los cromos de papel con dibujos de la selva. Sé que no es real, que en verdad ni siquiera está ahí, pero no puedo evitar sentirme atraído por esa falsa maleza, y sin pensar en nada más dejo que mi cabeza se acomode en ella. Las plumas de mi frente chocan con la inevitable realidad: el tacto insustancial y soso del papel me recuerdan de inmediato que ese mundo que tanto anhelo (y que jamás he conocido) no está ahí; solo existe en mi mente, en recuerdos que vivieron los padres de mis padres, en memorias que por alguna razón se han transmitido de generación en generación, en sueños rotos que nunca jamás habrán de ser reparados.
Agobiado por tal cantidad de emociones, cierro los ojos y emprendo el vuelo hacia uno de mis “juguetes”: un balancín con un espejo que se ha encargado de mantenerme cuerdo en este mundo de locos. Me observo con atención, y veo que en mis ojos se ha formado una capa cristalina apenas perceptible. ¿Tristeza? Sí, debe serlo. Esas gotas de agua que amenazan con escapar de mis pupilas deben de ser una de las formas en que se manifiesta la tristeza.
La campanilla de la “tienda” suena de repente. Eso solo significa una cosa: tenemos visitantes. Humanos ajenos a mi minúsculo mundo, los cuales, por alguna extraña razón, se sienten fascinados en poseer a uno de nosotros, como si fuéramos cualquier clase de objeto de esos que pueden comprar con sus círculos de metal y sus papeles arrugados.
Intento verlos de cerca, aunque no sé si lo hago por morbo o por puro instinto de preservación. Salto de percha en percha buscando hacerme con una vista completa de ellos, y finalmente descubro que se trata de un adulto y uno de sus crías. El pequeño humano tiene un gesto muy animado, y señala con insistencia los diferentes “hábitats” en los que mis hermanos pájaros y yo nos encontramos.
De repente, su pequeño dedo apunta hacia mí. Da un par de brinquitos sobre su lugar y sonríe como si este asunto de mi amarga existencia fuera un simple y burdo juego. Uno de los humanos custodios corresponde a su sonrisa y saca del bolsillo de su camisa una de esas cosas que llaman “llave”. Puedo reconocerla perfectamente porque con ella abren mi “hogar” cuando es necesario limpiarlo o cambiar los contenedores de agua y alimento.
Con pasos firmes y decididos, el “guardián de la tienda” se aproxima hasta mi encierro, donde sin saber por qué, he decido guarecerme en el rincón más alejado y solitario del mismo, temeroso de que alguien decida sujetarme entre sus manos, para luego encerrarme en una casa con barrotes y mostrarme ante los demás como un miserable trofeo.
Confundido ante mi actitud, mi custodio mantiene la sonrisa en el rostro y con movimientos veloces y un tanto malintencionados intenta sujetarme para convertirme en el objeto de insulsa admiración del pequeño visitante humano.
Sorteo como puedo el insistente empeño que pone mi cuidador en atraparme, hasta que finalmente logro desesperarlo y se da la vuelta para buscar la “red”: una malla enorme capaz de doblegar hasta al más ágil de nosotros.
Sin embargo, esta vez ha cometido un error: ha dejado abierta la puerta del hábitat, y a diferencia de él, yo no voy a desaprovechar mi oportunidad…
Sin dar ocasión a nada, y con la determinación abarrotando mis diminutos pulmones, vuelo en línea recta hasta el exterior del hábitat, allá donde me aguarda la tan ansiada (y merecida) libertad. Mi huida es veloz e inesperada: cruzo como un autentico silbido la primera mitad de la “tienda”, y eludo un par de veces los intentos desesperados de atraparme por parte del otro de mis custodios.
La “red” hace su aparición, y con un poderoso movimiento descendente pretende cortar de tajo mis deseos de independencia. Pero soy más veloz, y con un bien estudiado giro hacia la izquierda logró evadir la intentona de captura.
Sin embargo, estoy desorientado: no sé cuál es el exterior, ni tampoco hacia donde sopla el aire, y mucho menos en qué punto se encuentra mí tan soñado sol. Sin querer me encuentro volando en círculos, evitando con maestría cuanto intento de apresarme llevan a cabo mis antiguos cuidadores, aunque gastando con cada escape una considerable parte de mi energía.
Si sigo así, pronto caeré desfallecido, y en menos de lo que dura un suspiro estaré de vuelta en el interior de mi hábitat, cautivo nuevamente.
Para mi fortuna, la campanilla de la “tienda” vuelve a sonar. Alguien está entrando al lugar, lo cual significa que tengo una pequeñísima oportunidad de huir. ¿A dónde? ¡Quién sabe! No lo sé, y tampoco me preocupa saberlo, a mí lo único que importa es conseguir la tan preciada libertad.
Entonces emprendo el vuelo; me elevo por entre los desesperados humanos, y cuando estoy en el punto más alto de lo que una vez fue el exterior de mi hogar, extiendo mis alas e inicio la carrera en línea recta. La puerta está a solo un palmo de mi nariz, y los que una vez fueron mis custodios me miran extrañados, con una mezcla de confusión y resignación en sus rostros.
¡Libertad! ¡Estoy a punto de lograrlo!
Por razones que desconozco, volteo y miro de reojo al pequeño humano que pretendía capturarme para convertirme en una de sus posesiones. Nuestras miradas se cruzan durante un segundo fugaz y algo en mi interior se rompe en decenas de pedazos; el chiquillo tiene agua en los ojos, igual que yo cuando me miré al espejo. Su gesto fruncido y la forma en que muerde sus labios me hacen pensar que está intentando contener la tristeza, aun y cuando sabe que no podrá conseguirlo.
De pronto sus labios se abren y murmura una palabra, uno de los pocos vocablos humanos que conozco: “Adiós”.
¿Adiós? ¿Se está despidiendo de mí? ¿Del ave que consiguió burlarlo?
Cierro los ojos y me maldigo por lo que estoy a punto de hacer. A tan solo un pico de la puerta, doy la vuelta y modifico mi ruta de vuelo. Aleteo lentamente y planeo con suavidad hasta el delgaducho humano. Sin saber exactamente por qué decido posarme en su hombro.
Él no se mueve. Solo sonríe, aunque la tristeza liquida sigue en sus ojos. Uno de los cuidadores de la “tienda” intenta atraparme con un viejo trapo, pero el niño lo detiene, y le dice con firmeza la otra palabra humana que entiendo: “NO”.
El silencio se apodera del lugar. El padre del pequeño humano y mis cuidadores tienen los rostros desencajados. No son capaces de entender lo que está pasando. A decir verdad, yo tampoco comprendo nada, solo siento algo que jamás había sentido, y por primera vez, mis ansias de amistad superan a mis ganas de libertad.
“Inseparables” dice el chiquillo, mientras nos señala a ambos con uno de sus dedos. Cierro los ojos y me dejo acariciar la cabeza. No tengo idea de que sucede, pero tampoco me interesa saberlo. Tal vez ser libre no se trata de volar y volar hacia donde quieras, sino más bien significa poder elegir lo que deseas hacer.
El pequeño le sonríe a los adultos y sale de la tienda conmigo posado en su hombro. Su padre se queda atrás, hablando con los que en algún momento se encargaban de “cuidarme”
Ya no los necesito, porque ahora ya puedo ver el sol; es tan brillante y cálido como lo imagine. Los arboles son iguales a los que soñé, y aunque los chirridos de mis semejantes no están presentes en esta curiosa selva artificial de los humanos, puedo decir con seguridad que no me hacen falta.
Ya tengo un amigo, y aun a riesgo de equivocarme, me atrevería a decir que él y yo siempre seremos inseparables.


Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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