Mi primer recuerdo aunque confuso, es el que permanece
más completo en mi memoria hasta el día de hoy.
Es curioso, ni siquiera había nacido aún.
Todo era calor y comodidad en aquel entonces. Vivía en
una bolsita dentro de mi madre. No me preocupa por qué comer, ni por salir a
caminar, ni mucho menos por jugar o no hacerlo. Solo flotaba por ahí, como en
un limbo de nubes, yendo de un lugar a otro sin pensar en nada más.
Aquel día creí que sería otro como tantos, sin
exabruptos y pura felicidad. Andaba por ahí, con mis ojos bien cerrados,
disfrutando de la paz que me ofrecía mamá, cuando una voz ronca hizo eco en mis
pensamientos y me asustó.
Al principio no lo comprendí bien. Después empecé a
captar algunas palabras, luego hilé algunas frases y al final podía decir que
casi lo comprendía todo.
–Cachorro, ¿Puedes escucharme? ¡Cachorro! ¡respóndeme!
–Sí… sí… entiendo… ¿Quién eres? ¿O que eres? ¡no puedo
verte!
–Tranquilo. Me manifestaré ante ti, y podrás
conocerme. También serás capaz de verte. Te conocerás a tu mismo
–¿De qué hablas? Ya me conozco. Lo sé todo sobre mi
bolsita. Me gusta mucho la vida aquí.
–Eres gracioso – rio el dueño de la voz –, no tienes
idea de nada. Hoy vives en el interior de tu madre, pero mañana estarás allá
afuera, en el mundo de verdad.
–¿El mundo de verdad? – pregunté – ¡No entiendo nada!
Un silencio abrumador apagó mi grito y mi mundo se
llenó con un vacío completamente negro e infinito. De pronto estaba ahí, en la
gran nada. Solo, alejado de mi madre y mis hermanos. Temblando de frío y sin
comprender nada de lo que estaba pasando.
Un zumbido débil irrumpió en el lugar. Hoy sé que era
un rastro de velocidad. Alguien ahí se estaba moviendo, y venía hacia mí.
Temblé y di un par de pasos atrás. Mire hacía lo que parecía ser el suelo y vi
dos patas blancas cubiertas de pelo. Eso me asustó aún más y seguí
retrocediendo, aunque las patas no dejaban de seguirme, siempre corriendo a la
velocidad que yo avanzaba. Al final me cansé y me detuve. Miré al suelo
nuevamente y las vi. Las patas peludas seguían ahí. Eran mías…
Sin saber qué sensación estaba experimentando, cerré
los ojos y rogué porque nadie me estuviera viendo. Estaba avergonzado. Había
sido perseguido y asustado por un ser que no era otro más que yo mismo.
–No debes sentirte apenado – dijo la voz – Estás
descubriendo el mundo. Esto es solo el comienzo. Estas empezando a vivir…
–¿Vivir?
–Si, vivir. Mañana, cuando amanezca, te darás cuenta
del maravilloso mundo que te espera, y de todo lo que podrás hacer y
experimentar en él.
–No quiero dejar a mi madre. Tampoco a mis hermanos.
–No te asustes. No pasará nada malo. Dejar a nuestra
familia biológica es parte de nuestro destino. Es parte de ser un perro.
–¿Perro? ¿Soy un perro? ¿Qué es un perro?
–Es algo como esto – respondió la voz mientras su
dueño avanzaba hacia mí.
Y entonces lo vi. Era un ser pequeño, cubierto por
completo de pelo, de patas cortas y orejas caídas. Una nariz que siempre
parecía apuntar hacía algo, y una boca llena de dientes, que aunque lucía
amistosa, anunciaba a la vez que también podría tornarse peligrosa.
Ahora lo entendía. Él era como yo. Yo era como él.
–Un perro… – dije entre dientes.
–Así es. Un perro. Por eso te digo que tu destino es
separarte eventualmente de tu familia biológica. Nosotros, los perros, somos
los mejores amigos de otra especie; los humanos.
–¿Por qué ser amigo de un “humano”? ¿Qué tiene de malo
estar con los demás perros?
–No hay nada malo en estar con otros perros. Es una de
las cosas que más disfruta nuestra especie, el convivir con otros iguales que
nosotros.
–¿Entonces?
–Bueno, lo que sucede es que los humanos nos
necesitan.
–No entiendo...
–Bien. Te contaré como empezó todo para mí. Al igual
que tú, me negaba a abandonar a mi familia. Me gustaba tomar leche de los
pechos de mi madre, empujar a mis hermanos, correr tras ellos, derribarlos con
un tope y dormir prácticamente todo el día. Un día, mi universo completo
cambió. Un olor muy peculiar llegó a mi nariz. Era un aroma agradable, así que
me acerqué para investigar más a fondo. Aún no abría los ojos, así que todo lo
que hacía, lo hacía a tientas. De pronto, choqué contra unas patas más grandes
que las mías. Con una forma extraña y sin un vestigio de pelo. Me dio más
curiosidad, trepé en ellas y en un segundo había sido elevado por los aires. No
de forma agresiva, sino con suavidad. En un instante un mar de caricias me
cubrió por completo. Me sentí bien. Decidí que era momento de abrir los ojos y
descubrir qué extraña criatura me había sujetado…
–¿Era un humano? – pregunté.
–Sí. Lo era. Nos miramos a los ojos y te puedo jurar
que en ese momento mi vida cambió para siempre. Y también la suya. Me abrazó y
yo lo dejé. Me gustó sentir el calor de su piel lampiña y el roce de sus labios
en mi cabeza. Era un humano muy joven, pero no era un cachorro. Me sostuvo
entre sus manos un poco más, y luego me depositó en el suelo junto a mis
hermanos. Dijo algunas palabras que no alcancé a entender y se fue.
–¿Te abandonó? ¡Dijiste que tu vida había cambiado!
¿No te llevo con él?
–No. No en ese momento. Volvió unos días después, y
antes de que se acercará a nosotros, yo pude percibir su olor, y como pude,
salí a su encuentro. Avance a trompicones, choqué con sus patas otra vez, y me
saludó… por primera vez en mi existencia, había recibido un nombre. El humano
me había dado un nombre, para un perro, un nombre es uno de los regalos más
preciados.
–¿Cuál fue ese nombre?
–Eso no importa en estos momentos. Lo que importa es
saber que ese humano me necesitaba. Necesitaba dar y recibir amor. Requería con
urgencia tener a su lado una clase diferente de compañía, una que amará sin
reservas ni condiciones, una que fuera capaz de entenderlo todo sin necesidad
de comprender nada.
–¿Y te llevo con él?
–Sí.
–¿No comenzaste a extrañar a tu familia de inmediato?
–Por supuesto. De hecho se lo expliqué. Le dije que no
quería abandonar a mi manada. Y entonces él respondió que no me preocupara, que
a partir de ese instante, él y su familia serían mi manada. Su hermano sería mi
hermano, su padre sería también el mío, y su madre se convertiría también en mi
madre.
–Así que, ¿te aceptó su manada?
–Sí. Me recibieron con los brazos abiertos. Así se
llaman sus patas delanteras, brazos. Las primeras noches fueron difíciles. No
dejaba de extrañar a los míos. Tenía hambre a cada segundo, y la comida que me
daban era tan extraña que ni siquiera entendía cómo debía tragarla. Pero tuve
paciencia. Y ellos me la tuvieron a mí. Si yo no dormía, ellos no dormían. Si
lloraba, ellos se preocupaban y me consolaban. Si tenía hambre, se desvivían
por alimentarme.
–Suena feo. No me quiero sentir así.
–¿No te quieres sentir amado?
–Bueno si, pero no quiero pasar desvelos y hambre.
–Eso es parte de
crecer. Incluso le sucede también a los humanos. Lo importante es que
esos momentos no los pases solo, sino al lado de aquellos que te aman.
–¿Duró mucho eso? ¿Esa tristeza?
–Yo no lo llamaría tristeza. Más bien, aprendizaje.
Ahí fue cuando supe que podía confiar en aquellos humanos.
–Entiendo, se preocuparon por ti, pero, ¿Cómo es que
te necesitaban?
–Debes entender cachorro, que un perro es muchas
cosas. Un compañero de juegos, un guardián, una niñera, un ayudante, pero por
sobre todas las cosas, un amigo. Los humanos necesitan amigos. Y un perro es el
amigo más leal que podrían encontrar.
–Empiezo a entender, pero quiero saber más…
–Lo sé. Aunque no debo contártelo todo, ¡Se supone que
debes vivirlo!
–Podrías enseñarme algunas cosas…
–Está bien. Compartiré contigo también algunas cosas
que se avecinan. Tendrás que aprender que no todo debe morderse. Que tus
dientes son poderosos, y por eso mismo deben ser prudentes. Que en comparación,
los humanos son más débiles que nosotros. Que aunque inteligentes, su potencia
física en ataque y resistencia es menor a la nuestra. Que debes cuidarlos.
Protegerlos. A veces incluso de ellos mismos. Y que ni siquiera jugando debes
prensarlos con tus dientes. Ni su piel ni su mente lo soportarían.
–¿No morder? No parece tan difícil
–Pero lo es. Nuestra nariz y boca son las herramientas
que tenemos para conocer el mundo. Y a veces la boca nos juega malas pasadas.
Debes recordar que si quieres que el humano te respete, debes también
respetarlo tú. Es tu amigo, tu familia, alguien a quien jamás lastimarías.
–Puedo recordar eso, ¿Qué más?
–Debes recordar que aunque para nosotros es natural
compartir, para los humanos no lo es. No está en sus genes, no está en su
instinto. Solo está en su virtud. Compartir para nosotros es tan natural como
respirar, pero para los humanos el compartir es un símbolo inequívoco de
bondad. Ellos aman sus posesiones, porque para ellos cada una de estas es el
resultado de un esfuerzo. Es por eso que debes comprender porque las cuidan
tanto. Si ellos no desean que toques algo, no lo hagas. Seguramente esa cosa
tiene un significado especial para ellos, aunque para ti solo sea un pedazo
inútil de plástico, madera o metal.
–Yo compartiría todo lo que tuviera.
–Lo sé. Pero un humano no. Ellos querrán guardar
algunas cosas para si mismos, y tú, como su amigo, tendrás que respetar su
deseo.
–Me parece que eso es ser egoísta…
–Quizás, quizá no, tal vez solo es miedo de perder el
fruto de un esfuerzo, puede ser que ellos piensen que tras irse lo tangible ya
no queda nada… eso no lo sabemos. De lo que si tenemos conocimiento, es de que
una vez que los humanos se deciden a compartir, es porque han aprendido a amar
de verdad.
–Entonces, si un humano comparte sus posesiones
conmigo…
–Es porque te ama…
–Entiendo… parece algo muy complicado…
–No, no lo es tanto. Tú sabrás cuando ese momento
llegué. Y ese será uno de los días que más alegrará tu existencia.
Cerré los ojos y suspiré. Me sorprendió el sonido. Era
como si estuviera molesto. Pero no lo estaba. Solo estaba curioso, y algo
confundido. El otro sujeto me miró pacientemente mientras yo daba algunas
vueltas sobre mi lugar. No sé porque lo estaba haciendo, solo que era algo que
no me parecía tan mal…
–No te compliques, cachorro. Solo vive, no hay mayor
secreto que ese.
–Los humanos son los que parecen complicados
–¡Y lo son! Es por eso que nos necesitan. Necesitan
apoyarse en nosotros cuando están tristes, vernos sentados a su lado cuando las
cosas no van bien. Acariciarnos cuando la duda invade sus corazones, y salir a
caminar con nosotros para despejar su mente de pensamientos negativos.
–Parecen seres sombríos…
–A veces lo son. Pero la mayor parte del tiempo, te
necesitan de otras maneras
–¿Cuáles?
–Para jugar. A los humanos les encanta reír y jugar.
Cuando juegan, descubres que los humanos no son tan diferentes a nosotros.
Corren solo por diversión, lanzan y patean pelotas sin motivo alguno, se tiran
en el suelo contigo y dejan que les lengüetees la cara, te rascan la barriga y
no tienen problemas en que les caigas encima
–Eso no suena tan mal…
–No suena mal en lo absoluto… porque son esos momentos
los que fortalecen ese lazo invisible entre los humanos y tú. Ese lazo
indestructible lleno de confianza y amor
–¿Así que solo tengo que jugar para fortalecer ese
lazo?
–No. Jugar es una de las tantas maneras de hacerlo.
También debes de ganarte su confianza, integrándote a la manada, siguiendo sus
reglas, evitando los problemas.
–¿Reglas?
–Los humanos son seres rutinarios. Todo lo que hacen
tiene un sentido práctico y una serie de pasos a seguir. No debes olvidarlo
cuando te deshagas de lo que tu cuerpo desecha.
–¿Mi cuerpo tira cosas?
–Sí. Líquidos y masas. Y los humanos siempre las
desechan en el mismo lugar. Así debes ser tú también. Consistente,
disciplinado, limpio. Ellos apreciaran eso.
–La verdad es que eso parece bastante simple.
–Pero no lo es. A todos nosotros nos cuesta trabajo
aprender a controlar ese impulso natural de marcar todo lo que podamos. Cuando
estamos allá en la tierra, el llamado de la naturaleza es tan común y tan
frecuente que nos olvidamos de fijarnos en donde desechamos lo que ya no nos
sirve. Recuérdalo bien cachorro, si la regla de la manada dice que solo hagas
lo tuyo en un lugar, solo hazlo ahí
–Está bien, está bien… lo tendré en mente… la verdad
es que, estoy ansioso por llegar… ¿hay alguna cosa más que deba recordar?
–Sí. La más importante de todas. Los humanos también
tienen cachorros, y a diferencia de nosotros, estos no se separan de sus padres
hasta que han crecido bastante. Si los humanos regulares son débiles, sus
cachorros lo son más. Cuando nacen, son completamente indefensos, solo lloran,
comen y desechan. Conforme crecen aprenden a arrastrarse por el suelo y luego a
caminar. Ríen y juegan mucho, corren con sus pequeñas piernas por todas partes,
se vuelven más curiosos que nosotros, y descubren el mundo a base de tropezones
y caídas. Son el tesoro de un hogar humano, un verdadero pedazo de cielo en el
mundo terrenal.
–Parecen divertidos. Pero, ¿Por qué me estás contando
todo eso?
–Porque al llegar a tu hogar, te toparas con un
cachorro humano. De hecho, es una pequeña humana, una niña. Tú crecerás con
ella, y ella crecerá contigo. Compartirán la vida entera; juegos, carreras,
asientos en los muebles, comidas, problemas, travesuras, tristezas… en fin,
vivirán juntos una inmensa cantidad de momentos. Y será tu deber cuidarla.
Vigilar sus pasos, cuidar que no tome cosas que puedan lastimarla, no permitir
que se le acerque ningún desconocido, avisar cuando algo malo le haya pasado,
velar su sueño… Ella te necesitará tal como mi humano me necesito a mí.
–Es una gran responsabilidad, ¿Por qué crees que puedo
asumirla? ¿Cómo estás seguro de que seré capaz de cumplir con todo eso?
–Solo lo sé. Solo lo sé…
Un extraño líquido comenzó a salir de los ojos de
aquel perro. Fluía lento y pesado, como si estuviera siendo contenido de alguna
forma, aunque sin éxito alguno, porque era tanta la fuerza de aquel torrente
que se lograba colar por la más pequeña hendidura.
Aunque no sabía a ciencia cierta que era, detecté que
era la tristeza de la que me había hablado antes. Me acerqué y pregunté casi
susurrando:
–Eso que sale de tus ojos, ¿Es tristeza?
–Sí. Se llama llanto.
–¿Y qué te hace soltar ese llanto?
–Que esa pequeña, esa cachorro humana que vas cuidar,
fue mi amiga antes de venir aquí. Estuve con ella momentos antes de llegar a
este lugar. Entre mis últimos recuerdos esta su abrazo, mi lengua
acariciando sus manos, mis ojos fijos en los suyos, diciendo un adiós
definitivo, una despedida que ella no entendía, pero que sé que sentía…
–Entonces, los humanos con los que voy, ¿son tus
humanos?
–Eran mis humanos…
–Eran… Quieres decir que… ¿Tú ya no existes en la
tierra?
–Sí, eso estoy diciendo. La razón por la que vine es
para decirte que te entrego mi legado. Te regalo 15 años de amor incondicional
y amistad inquebrantable. Te cedo a mis humanos para que tú escribas tu propia
historia. Te obsequio una vida junto a esa niña que vi recién nacida. Te doy la
gran oportunidad de que juegues con ella. De que corran juntos tras una pelota
una y otra vez. De que atrapes en el aire un disco cuando ella te lo lance. De
que se abracen cuando haga frio o se sientan contentos por algo. De que hagan
travesuras juntos y luego reciban el regaño a partes iguales. Te doy esa vida
que yo ya no pude continuar… esa vida que se me escapó poco a poco y que hoy,
tú tienes a patas llenas… te doy a mi familia…
–Yo… no sé si pueda llenar el hueco que estás dejando…
–No lo harás. No hay necesidad de hacerlo. Porque
cuando llegues, tú llenarás tu propio hueco, tú escribirás tu propia crónica.
–Siento que te robo algo…
–Al contrario. Me estás dando la oportunidad de
continuar cuidándolos. Sé que al estar con ellos, estarán en buenas patas…
–No te defraudaré.
–Lo sé…
–Pero, ¿Cómo sabrán ellos que yo soy su perro? ¿Cómo
me elegirán a mí y no a otro? ¿Por qué me tomarían a mí entre sus brazos sin
necesidad de preguntar nada?
–Ah, ellos preguntarán, Créeme, lo harán. Dirán algo
sin hablar. Te mirarán a los ojos y dirán: ¿De dónde vienes?
–¿Y qué debo responder?
–Deberás decir: Me envió Aníbal…
Y no recuerdo más. Días después, nací en la tierra. Mi
madre dio a luz a 5 hermanos y a mí. Fueron horas de angustia, pero al fin
logramos salir todos. Mamá nos limpió a todos y comenzamos a andar a oscuras.
No sé si el mundo no tenía luz o eran nuestros ojos que no se abrían. Un buen
día, desperté y ya podía ver. Estaba feliz, quería recorrer el mundo entero.
Correr a grandes zancadas por ahí y comerme completo el paisaje de la tierra.
Pero mis patas eran torpes y lentas. Caminaba unos pasos inciertos y me
tropezaba. No podía alejarme mucho de mis hermanos sin sentir una tremenda
necesidad de alimentarme nuevamente. Si quería comerme el mundo, tendría que
esperar.
Los días siguieron corriendo, y conforme nuevas lunas
nuevas se iban sucediendo, mi cuerpo se fortalecía un poco. También mi mente.
Un día, de la nada, la lección de aquel perro que
conocí en el vacío llenó cada confín de mi cerebro. Era demasiada información,
y un día entero estuve triste y confundido. Cuando desperté con el siguiente
sol, un olor lejano y familiar entró en mi nariz. No supe porque, pero mi cola
comenzó a moverse. La humana que cuidaba a mi madre se acercó a la puerta, y
sin chistar me puse en alerta. Oí algunas voces, y luego la señora humana
regresó hacía donde estábamos nosotros. Nos cargó y nos presentó ante otros
humanos.
Ahí estaba ella. La cachorro humana de la que me habló
mi maestro. Me acercó la mano y le di un beso. Sonrió. Fue entonces cuando ese
olor familiar volvió a entrar en escena. Era el humano de mi maestro. Cerré los
ojos, simplemente me dejé llevar, y
cuando me di cuenta, estaba suspendido por los aires. Abrí los ojos y lo miré.
Fijó sus ojos en mí y arqueó las cejas. No dijo nada.
Nada que pudiera oírse al menos. Pero supe que estaba pensando… entendí que
trataba de decirme…
–¿De dónde vienes?
Lo miré…
Ladré y le dije:
–Me envió Aníbal…
Comentarios
Publicar un comentario