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Teyolîtectiliztli



Hoy no veo poesía a mi alrededor. No me enerva el perfume de las flores ni me maravilla el canto del cenzontle. No me atrae la belleza del amanecer. Tampoco generan emoción en mí la risa de los niños o las dulces voces de las doncellas.

Hoy no veo poesía en ninguna parte. Quizá todas las flores se han marchitado. Tal vez todos los sueños se hicieron polvo y volvieron a la tierra suelta. ¡No sé! Y me enfurece no saber. ¿A dónde han ido los colores y las canciones? ¿Por qué han dejado de pasear las estrellas por el firmamento? ¿Es que el mundo se ha vuelto loco? ¿O seré yo quién ha perdido la razón?

Echo a andar por el palacio y no veo nada que me devuelva la inspiración. Solo me rodea la arrogancia del hombre, que se envanece transformando la piedra vulgar en escultura ejemplar.  Sin importar a donde mire, la influencia terrenal domina la escena, recordándome – muy a mi pesar– que vivo y moriré en un burdo mundo material.

¿Dónde están los dioses que dieron forma al mundo? ¿Dónde se refugia aquel que una vez decidió arrojarse al fuego para volverse sol? ¿Dónde habita la serpiente emplumada que prometió volver y ya nunca más se dejó ver? ¿Dónde? Aquí no…

Y desciendo por brillantes escaleras de pulida cantera, buscando entre los rostros algo que me devuelva las ganas de pintar palabras que luego se puedan recitar. Nada encuentro, y me derrumbo. Fallezco dos, tres veces, y el vasto lago de Texcoco que envuelve a la nación acolhua me devora igual numero de ocasiones.

“¡Vete, coyote!” Le escuchó decir, y vuelvo a la orilla de sus aguas, abatido, con el cabello empapado y el corazón ahogado.

Hoy no veo poesía a mi alrededor. Solo vanidad, naturaleza corrompida y arrogancia.

De pronto, en el cielo, se forma una hilera de nubes que me recuerda a las filas de guerreros tecpanecas que enfrenté hace algunas primaveras. Marchan unidas, al son de un mismo compás. Forman una línea clara y bien definida, carente de defectos, pero llena de emociones.

Luego, sin siquiera la ayuda del viento, tuercen su camino y se apilan unas sobre otras, formando sin querer una serie de acolchados escalones. El mundo se detiene y solo yo conservo el movimiento. Mis ojos, antes hastiados, se embriagan con los destellos de la bella escalinata. En la cima de la curiosa construcción se puede apreciar a un danzante envuelto en llamas de sol. Extraños artilugios metálicos con forma de disco cubren sus manos, y numerosos cascabeles ciñen sus pies.

El cielo se tiñe de purpura y entonces el bailarín se percata de mi presencia. Sus ojos, lejanos, hacen blanco en los míos, y aunque miles de carreras largas nos separan, puedo ver su rostro y él puede ver el mío. Nos miramos durante un largo rato, y las estrellas aparecen y desaparecen varias veces durante el insólito ritual.

Aunque no alcanzo a comprender sus rasgos más elementales, me limito a admirarlo y dejar atrás mis tontos prejuicios. Repaso cuantiosas ocasiones la forma de sus puntiagudas orejas. Examino a detalle cada hebra de su espeso pelaje, y me pierdo en el inútil recuento de sus infinitos y afilados dientes. Es un coyote, como yo. No, más viejo que yo. Más sabio que yo. Más divino que yo…

A su lado, no soy nada. Vuelvo a ser el felino de la montaña que abandonó Texcoco de la mano de su padre. Me convierto otra vez en el niño lagrimoso que se ocultó en las ramas de un árbol para salvar una vida que tal vez no ha sido bien vivida. No soy nada más que un instante. Él sonríe. Él ya lo sabe…

Y con paso alegre, desciende los nubosos escalones, danzando con brío y euforia desmedida. Deja tras de si una estela multicolor que evoca a la vez tristes recuerdos y felices memorias, sombras difusas de un tiempo que ya pasó y sin embargo se niega a morir.

Le acompañan centenas de bellas doncellas vestidas de flores. Sobre sus cabezas se pueden ver penachos luminosos fabricados con pedazos de cielo y rayos de sol. Envuelve la marcha una música que no se puede oír, pero sí se puede ver; las notas vuelan cual colibríes, y penetran en el alma, aunque uno mantenga los ojos cerrados.

Cuando la extraordinaria comitiva alcanza el suelo por fin, el Lago de Texcoco se pinta de rosa y los peces brincan de un lado a otro con singular devoción. Las viejas barcazas son dotadas de alas, y en lugar de navegar por las aguas, surcan el cielo que las cubre. Todo parece magia. Todo ha cobrado sentido. Al fin el mundo se ha llenado de poesía, y yo soy el afortunado testigo de tan mágica transformación.

El dios con cabeza de coyote sale a mi encuentro, y sonríe al observar mi gesto, lleno de maravilla, curiosidad y confusión. Le hago una reverencia, y él menea la cabeza para mostrar ligera desaprobación.

“Los dioses no queremos súbditos, deseamos amigos.”
Dice sin hablar, con palabras que llegan directo a lo más profundo de mi ser.

Entonces danzo con él. Alzamos un pie, luego otro, damos un salto y después giramos hasta volver a nuestra posición original. Un talón atrás, una rodilla adelante; el rostro mirando al sol y al final una pirueta que pone al mundo de cabeza. Nos tomamos de la mano con las bellas doncellas que completan su séquito. Giramos hasta el cansancio y luego dejamos que nuestros fatigados cuerpos se hagan uno con las nubes.

Cuando alcanzamos el cielo, el maravilloso dios-coyote me urge a mirar por el borde una nube, y descubro que allá abajo el mundo sigue lleno de color. Enormes banderines blancos se mueven de un lado a otro por encima del lago. Es un espectáculo maravilloso, jamás visto en esta tierra, ni tampoco en las otras que uno conoce después de transcurrida la vida.

No muy lejos, en la tierra que rodea las aguas, los campos se llenan de rosa, amarillo, verde y azul. Cuantiosos lunares de bellos matices se asoman por doquier, y una estampida de dulces voces salen en pos de ellos, acompañando la mágica escena con una hermosa canción.

Y al fondo de la nación acolhua, un enorme pilar de piedra pintada muestra escenas de la vida cotidiana; la vida, la muerte, la guerra y el arte. Todas ellas tomadas de la mano, felices de coexistir en un mundo del que, por alguna razón, nadie quiere partir.

Y surgen bellos rostros por todas partes, algunos de barro, otros de jade, unos más de oro y no pocos de cantera.
Se escucha el rumor de una fuente, y encuentro su origen bajo un gigantesco ahuehuete. Ahí hay un hombre con dos cabezas, una de coyote y otra de jaguar. Su figura, imponente a simple vista, luce cubierta por un denso manto de algodón.

La animada deidad que me acompañaba me urge a verlo, y bajo de un brinco de la nube que me aloja. Esponjosas nubes blancas aminoran la fuerza de mi caída. Desciendo a tierra con suavidad, justo igual que una ligera pluma. Camino hacia el misterioso individuo y le saludo con cortesía:

“Mixpatzinco”

Él no contesta, pero sí sonríe. Sus dientes son como perlas, y en sus ojos puedo ver a la luna y el sol. Corro hacía él. Pero cuando intento abrazarle, mis manos se topan con una superficie húmeda y cristalina. Es agua. Es el lago.

El hombre que vi era solo mi reflejo.

Las estelas de color que me rodeaban se diluyen al instante. El viento devora los bellos colores que me acompañaban, y las maravillas que inundaban el mundo se tornan vanas y frívolas. Regresé a mi insípida realidad. Se han ido los cantos, la luz, los colores y la poesía.
Lo he perdido todo. Otra vez.

El llanto inunda mis ojos, y aunque trato, soy incapaz de contenerlo. Apenas sale la primera lagrima, siento una mano alargada y huesuda posarse en mi hombro. ¿Será qué…?

–Mixpatzinco, rey poeta.
–Ximopanolti…

La tristeza se esfuma cual vapor en temazcal. Ya no hay mas penas en mi interior, solo dudas, preguntas y creciente curiosidad. El dueño de la mano alargada suelta una risita casi inaudible, y se aparta de mí hasta que dejo de sentir su presencia. Cuando miro hacia atrás, buscando encontrar su faz, me doy cuenta de que estoy en mi palacio, parado en una terraza, de cara al lago.

Una melodía se deja escuchar a lo lejos. Es una flauta acompañada por rítmicos tambores teponaztli. Cierro los ojos, y me doy cuenta de que no hay magia en ella. Al menos no la que esperaba encontrar. Es, a mi pesar, parte de la realidad.

Sin embargo, esta vez no me disgusta. Me atrae. Me regocija. Y por primera vez en el día me permito aspirar el enervante perfume de las flores. Presto los oídos al canto del cenzontle, y enfoco la vista en todo aquello que toma lugar alrededor. Las garzas vuelan sobre el lago, cubriéndolo con un brillante manto blanco. Son sus plumas. Es su vuelo. Es su magia…

Y las barcazas surcan las aguas cristalinas con gracia y precisión, parece como si volaran. Como si flotaran…
Centenas de flores reclaman mi atención: azules, rojas, rosas y amarillas. Enmarcadas por suaves pastos color de jade. Las risas de los niños hacen eco en mis oídos, y las frutas como la tuna y el zapotl, pasan de mano en mano y de boca en boca. Alegres doncellas marchan de aquí a allá, llevando consigo cantaros al tope de agua, canastas con nopalli y atados de algodón y piel. Es magia. Magia real. Magia de la que yo, simple coyote, no puedo escapar.
Hay poesía a mi alrededor. Siempre la hubo…

A lo lejos, el aullido de un viejo coyote me saca del pozo de mis reflexiones. Es él. Lo sé. Solo vino a mostrarme todo aquello que me negaba a ver.

Y aunque en esta tierra nada es para siempre, su belleza perdurará una eternidad. Se quebraran los pastos hechos de jade, cesará la melodía del pájaro de las cuatrocientas voces y se desgarrara el cielo cubierto de plumas, pero la poesía vivirá para siempre, porque esta nace del corazón y no puede morir.

Ni siquiera aquí…



Original de JD Abrego *Viento del Sur"

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