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La última noche de Morelos



—¡Ponte en pie, José María!—exclamó una voz.

Era imposible, estaba solo dentro de aquel calabozo. ¿Quién podría ser el autor de tal arenga?  Levanté la cara con desgano y miré alrededor. No alcanzaba a ver  a nadie. Ni una sola alma se presentaba ante mis ojos. Suspiré aliviado. No necesitaba otra ronda de torturas de esos perros inquisidores.

La última vez el objetivo habían sido mis piernas. Las tenía tan mancilladas por los latigazos, que me era muy difícil siquiera ponerme en pie para sentarme en la vieja banca de madera que “adornaba” mi celda. Así que opté simplemente por apoyarme en ella con los brazos cruzados. Era el refugio perfecto para mi maltrecha cabeza.

— ¡Levántate José María! ¡Tu pueblo te necesita!

Otra vez la voz. ¿Mi pueblo? ¿Cuál pueblo? Los acababa de traicionar apenas hace dos noches. Me rasparon las manos hasta dejarlas en carne viva. Cada movimiento de las navajas sobre mis palmas me había obligado a delatar pequeños detalles del movimiento de Independencia.

No fue mi intención. Soporté lo más que pude, pero el dolor era insoportable. Y aunque mis ojos estaban prácticamente cerrados por la hinchazón provocada por los golpes, podía ver los chorros de sangre brotar de mis manos en cada segundo de la tortura.

—¡Anda, Siervo de la Nación! ¿Es que acaso ya te has dado por vencido? ¿Tan fácil fue para los gachupines quebrar tu espíritu?

Esa voz. Esas palabras… Ya las había escuchado antes… Mi maestro. Si, ese discurso me lo había dicho mi querido mentor, Don Miguel Hidalgo y Costilla…

Apoyé los codos en la banca de madera. Me impulsé como pude para sentarme y poder observar completo el interior de mi celda. En el primer intento caí de bruces. Me partí el labio con una piedra que estaba en el suelo. Pero lo intenté otra vez. Me aventé hacía la pared con la esperanza de que el choque contuviera mi cuerpo y me rebotara directamente en la banca…
—¡Arghhhh! ¡Por Dios! – grité instintivamente al momento del impacto.

Pero lo había conseguido, estaba ahí, en la banca. Más que sentado, quizá recostado, pero ya estaba arriba. Abrí los ojos y miré alrededor. No había nadie. Estaba solo. Quizá solo había imaginado oír a mi antiguo profesor…

— ¡Ahí estás! ¡Lo has logrado! ¡Mírate nadamas, muchacho! ¿Quién te ha hecho esto?

Meneé la cabeza. Ese sonido no estaba en mis recuerdos. Era real, ¡La voz del Cura Hidalgo era real! Revisé el calabozo nuevamente. En la esquina derecha, había una curiosa sombra negra. No tenía pies. La sotana flotaba de forma macabra sobre el suelo de tierra y paja. Alcé la mirada lo más que pude, y entonces conseguí ver su rostro sonriente…

—José María Morelos y Pavón. El Siervo de la Nación. Me da mucho gusto verte otra vez. No quería decírtelo, pero, he seguido tus pasos. Desde que mi alma abandonó mi cuerpo inerte, te he acompañado. Estuve a tu lado en Lomas de Santa María. Me enorgulleciste hasta el fondo del alma en Tenancingo, y me hiciste volver a creer en el sueño del México Independiente en Cuautla… y hoy, aquí en Ecatepec, quiero que vuelvas a creer en ti mismo.

No podía creerlo… mi viejo maestro había venido del más allá solo para animarme. Traté de sonreír, pero me dolió la boca con el puro intento. Tenía las encías inflamadas.  Don Miguel me vio intentando hablar y de inmediato alzó los brazos:

—¡Por Dios, José María! Solo escúchame esta vez. Gastaste tu último aliento del habla en el grito de hace un momento, limítate a oírme y asentir. Sé que te cuesta trabajo, que estás acostumbrado a debatir conmigo cada punto y cada palabra, pero por favor muchacho, solo por esta vez, escúchame…

Asentí. El cura Hidalgo me miró con benevolencia y siguió con su discurso:

—Somos siervos de Dios, sí. Pero antes de ser curas, antes de ser sacerdotes, somos mexicanos. Nos debemos al pueblo, y solo a él le responderemos. Que no te preocupen las atrocidades que los inquisidores hicieron con tu cuerpo. Ya no dolerán mañana. No habrá moretones, ni cortadas. No existirán ya las contusiones ni los empellones. La sangre dejará de brotar y la piel inflamada volverá a ser firme y lozana. Que no te preocupe el dolor físico, porque ese es pasajero. Solo preocúpate por una cosa, por tu lealtad a la patria. Por tu compromiso con la causa…

Traté de decirle que había revelado información importante sobre el movimiento. Que había develado posiciones estratégicas de nuestras tropas, que me sacaron la información por la fuerza a través de la tortura, que no pude resistirlo…

—¿Te preocupa haber dado algunos detalles? ¡José María! La guerra de Independencia no vive en planos de ataque. No se viene abajo con simples redadas sorpresa, ni con ejecuciones viles y sádicas… La Independencia vive en los corazones de los caudillos, en las mentes del pueblo, en las almas de las personas… Te digo que te preocupes por tu lealtad a la causa, pero no de la forma en que lo estás entendiendo… Lo que te pido, es que te mantengas firme. Digno. Siempre de pie. Que los golpes no te dobleguen, que las torturas no hagan mella en tu ser, que cada insulto y cada abuso resbale en ti como resbala el agua en las piedras de río… ¡Quiero que seas tú! ¡Quiero que seas Morelos! ¡Aquí en Ecatepec y en cualquier parte!

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Casi me había olvidado de quién era. Por un largo momento había dejado que la oscuridad de la celda se instalara en mi alma. Cerré los ojos e hice un esfuerzo colosal para incorporarme. Apreté los dientes lo más que pude para sacar fuerzas de mi flaqueza. Al final lo conseguí, ya estaba sentado…

— ¡Eso es, José María! Así quiero verte mañana. Entero. Digno. El ejército realista podrá torturarte, pero jamás pisarte. Que acribillen tu cuerpo, pero que no toquen tu espíritu…
Entonces lo comprendí todo. Mi maestro había ido a visitarme con un solo propósito: prepararme para lo inevitable. Era mi última noche en este mundo. Al otro día iban a fusilarme…

—No pongas esa cara… a todos nos llega la hora… nadie puede evitarlo. Pero, sin embargo, tú tendrás la oportunidad de enfrentar ese momento de la forma que mejor te plazca. Se digno. Se valiente. Se José María Morelos y Pavón, el único y verdadero Siervo de la Nación…

Mis ojos comenzaron a pesar más de lo habitual y se cerraron de pronto. Aquella fría noche de Diciembre en Ecatepec sería la última que pasara en este mundo. Curiosamente, no recuerdo que fuera angustiosa. Tampoco fue placentera. Solo fue una noche real, como otras tantas a lo largo de mi existencia.

Cuando salió el sol aquel 22 de Diciembre, me levanté con gran aplomo de la banca de madera. Me puse de pie frente a la puerta de mi prisión. Tragué saliva y respiré bien hondo. Coloqué mis manos en la espalda y alcé la barbilla. 

Oí pasos aproximándose. El pasillo comenzó a llenarse de un curioso bullicio. No dejé que me afectara. La puerta de mi celda se abrió de golpe. Tres soldados sonrientes entraron lanzando insultos. Cuando me vieron ahí, de pie, se quedaron inmóviles.

Las sonrisas se borraron de tajo en sus rostros. Me hicieron la seña de que los acompañara. Y lo hice. No me tocaron en todo el trayecto hasta el patio de fusilamientos.

Cuando me encontré con el pelotón de fusilamiento, miré hacía el sol. Dejé que sus rayos me cubrieran. Un soldado se acercó a mí y me amarró las manos. Me colocó de frente a la pared, dando la espalda al pelotón. Intentó ponerme una venda en los ojos. Me rehusé.
Dio un par de pasos hacia atrás y encogió los hombros.

Cuando oí la orden: “¡Apunten!” me di la vuelta. Los miré a los ojos. A todos y cada uno de ellos. Los vi pasar saliva. Luego todo fue confusión…

Una espesa nube de humo llenó el lugar. Ni siquiera me di cuenta cuando dieron la indicación de abrir fuego. Solo sé que caí sobre las rodillas, mirándolos…

Un instante después mi rostro se estrelló en el suelo. La tierra me cubrió ojos y oídos, de un plumazo el mundo entero había desaparecido ante mí.

A lo lejos escuché unos pasos. Era mi último instante. Cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que la gente de Ecatepec perpetuara mi memoria. Que le recordara a México el lugar donde había caído Morelos…

Los pasos acechantes de hace un momento ya no eran lejanos. Me habían alcanzado. Luego creí oír un disparo.

Así, sin más, todo había terminado…


Original de J.D. Abrego "Viento del Sur'

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