Me llaman. Puedo escucharlas con claridad. Sus voces buscan refugio en mis oídos y hacen eco en mi corazón.
Y quiero ir, en verdad lo deseo. Pero aquí se niegan a soltarme.
Me abrazan, lloran, se lamentan… Y piden que me quede, que no los abandone, pero yo ya no pertenezco aquí. Es hora; me esperan allá.
El cielo se tiñe de naranja, amarillo y púrpura. El viento mece mis cabellos, y un sonido, estremecedor, hace temblar mis manos y pies.
Es su llamado. El de los peces colosales que superan en tamaño a nuestros imponentes templos. Son ellos, los gigantes de color gris y azul que no dejan de verse enormes aunque se acerquen al horizonte…
Ya vienen. Y es por mí.
Casi cien veranos han transcurrido en mi piel, y el momento de pisar otros pastos, beber otra agua y respirar otro aire al fin ha llegado.
Mis nietos, ignorantes del ciclo del sol, se aferran a mis manos y farfullan plegarias, apesadumbrados. Mis hijos varones reniegan de los dioses por lo bajo; algunos maldicen la voluntad de Inti y otros le reclaman a la Pachamama.
¿Qué no entienden que esta hoja debe dejar el árbol? ¿Por qué se niega su corazón a aceptar que mi sendero ha de separarse del suyo hoy?
Solo mis hijas, las del cabello largo color de noche muestran resignación. Creo que ellas han oído también el clamor de los gigantes cerúleos. Lo sé porque una de ellas —la mayor— ha puesto en mi mano izquierda algunas piedras de color azul. Saben bien que es el pago que los enormes peces solicitan para llevar un alma al Ngül Chennaywela, el sitio donde se reúne —toda— la gente…
Cierro los ojos. Y aunque estoy postrada sobre mi lecho, floto. O al menos eso siento. Los dolores ya no me aquejan. Los pesares ya no estrujan mi corazón. Los recuerdos —buenos y malos— me hacen sonreír. Ahora entiendo que nada sufrí; siempre aprendí…
Y el cielo deja de ser naranja y púrpura. Ahora es azul, como el mar. Un arroyo de estrellas aparece frente a mí; mis pies se hunden en el resplandeciente caudal. Con cada paso me libero de las penas que una vez me aquejaron en vida. Aquí, en el ancho río que cruza el firmamento, no hay lugar para remordimientos.
Un estruendo hace vibrar las fulgurantes aguas celestiales. No negaré que es un ruido estremecedor. Aún así, no tengo miedo. Porque sé de dónde viene. Sé quién es su dueño…
El primer coloso cerúleo aparece frente a mí. Parece un pez, sí, pues tiene dos brillantes aletas y una enorme cola. Su piel es lustrosa y en su barriga pueden verse surcos por donde el agua viene y también va. Pero sus ojos, esos sí son diferentes; porque su mirada es pura, sincera y atraviesa el alma.
Soy minúscula frente a él —¿o ella?— y entiendo al fin que solo soy un diminuto trozo de hierba en el infinito jardín del universo.
Despreocupado, el gigante nada —¿o vuela?— sobre mí, y circunda mi posición una, dos y hasta tres veces… luego aparecen sus hermanos. En total son cuatro. Uno por cada rumbo del mundo.
Mis manos se extienden para hacerles llegar el pago por el viaje. Es entonces cuando los enormes peces cobran forma humana. Ya no son gigantes. Son mujeres hermosas de piel tostada y melena blanca. En sus rostros se dejan ver los surcos producto de la experiencia; marcas eternas de conocimiento y sabiduría plena.
Las reconozco. Son mi madre, mi abuela y la madre de ella. También estoy yo… ¿Yo?
Una niebla densa cubre sus caras. Y entonces la faz de una pasa a la otra y viceversa. Pronto hay mil rostros diferentes paseando de un lado a otro.
Debería de darme escalofríos, pero nada hay más lejano que eso; ellas somos todas. Cada mujer que ha visitado el mundo terrenal vive en ellas y ellas a su vez habitan en nosotros.
Algo palpita en mi mano. Mi puño apretado se abre de pronto. Las piedras azules abandonan mi palma y flotan por el amplio cielo. Luego cada una viaja hasta encontrarse con una mujer pez que sonríe y guarda la brillante cuenta en un costalito con el dibujo de una llama.
El arroyo hecho de estrellas se agita y me es imposible mantenerme en pie. Siento que caigo y lucho para sostenerme. La primera mujer —esa que luce como mi madre— me hace señas pidiendo calma. Tengo temor, pero también confianza. Y me dejo ir…
Mi cuerpo flota por el caudal y las guardianas vuelven a convertirse en peces. Una de ellas me recoge en su lomo y cruzamos juntas el firmamento.
En dirección contraria a donde voy viajan mis recuerdos. ¿Los perderé para siempre? No lo sé. Solo estoy consciente de que al lugar donde van —con mis hijos y nietos— aún son necesarios, y por eso buscan con tanto afán llegar hasta allá.
Un brillo cegador nos envuelve. El viaje ha terminado. Ya no soy lo que fui. Soy mucho más…
Una multitud me rodea y me abraza. Nadie lleva encima costosos adornos de piedra y oro. Los cabellos siempre ondean al viento. Aquí todos somos iguales.
Suspiro. Me alegra no sentir temor. Ahora sé que el último viaje que tanto temí no era sino el principio de una nueva vida.
El primer paso de un sendero que jamás se termina.
#JDAbrego2022
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