Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de junio, 2018

Baggataway: el juego del creador

¡Mooka’an! El sol se asoma entre dos montañas mientras el cielo se ilumina de rojo y púrpura. Las aves entonan canciones de tiempos pasados llenos de gloria, y las nubes se deshacen poco a poco conforme avanza el amanecer. Los rostros de decenas de valientes se bañan de rayos del sol, y cientos de manos, ocupadas, se afanan en ajustar pequeñas canastas a la parte superior de los baaga’adowaan, los poderosos bastones   con la misteriosa habilidad de unir por un breve día a los simples mortales con el dios que todo inventó. Una pequeña pelota rueda por la pradera: numerosas capas de piel de venado cubren su corazón de hueso, e infinitos baños de agua salada han conseguido curtir su faz, dotándola de fiera dureza e increíble agilidad, características imprescindibles para llevar a cabo el papel más importante en el juego del creador. El sol alcanza la mitad del cielo, dejando tras de sí incontables retazos de noche, recuerdos frágiles de una oscuridad que ya ha quedado atrás.

Trece

Los occidentales creen que el número trece es de mala suerte. Nunca lo creí, no hasta que llegué a Berlín. Apenas con 13 años, me había visto obligada a dejar mi país. Maryam, la niña de Jordania, no existía más. Ahora era otra autoexiliada más. Otro número como cualquier otro en un ordenador europeo. Cualquiera podría pensar que mi situación no haría otra cosa que mejorar. Estaba en Europa, lejos de mi machista y opresor país musulmán.   ¿Acaso algo malo podría pasar? Todo. Absolutamente todo podría pasar… Sin una sola moneda en la bolsa, mi padre comenzó a resentir la pobreza. No tenía empleo y vivíamos de la caridad. Acostumbrado a cierta clase de prosperidad, esta situación no hacia otra cosa que no fuera desesperarle. Dejó de hablar con nosotras. Abandonaba nuestro hogar temprano y regresaba muy tarde. Cuando le preguntábamos que es lo que hacía tanto tiempo afuera, respondía con un gesto de enfado sin decir palabra. Yo sabía que algo andaba mal, pero no podía di

El vigilante

Al filo de la tarde, el cielo se pinta de naranja y púrpura en Ecatepec. La noche cae lenta y pesada, como si le costara trabajo al cielo aceptar que el día ha terminado y que el momento de hacerle un lugar a la noche por fin ha llegado. Las brillantes luces de un autobús de pasajeros rompen la oscuridad de la recién caída noche. Avanza a gran velocidad y con poca precaución. El chófer del vehículo confía ciegamente en su vasto conocimiento del camino, producto de los años de práctica y las múltiples desveladas. Cuando la unidad está cerca de cruzar el límite entre Ecatepec y Tlalnepantla, tres sujetos con chamarras acolchadas comienzan a hacerse señas entre sí: una ceja levantada, dos toques de pulgar en la gorra, tres golpecitos con el pie en el suelo... un pequeño niño que lleva minutos observándolos advierte rápidamente lo que está a punto de suceder: esos tipos van a asaltarlos. Intentando disimular, le da un codazo muy leve a su mamá para avisarle lo que va a ocurrir. Sie

Águilas Aztecas

Los  mexicanos no apreciamos el valor de nuestra patria hasta que estamos fuera de ella, y no nos damos cuenta de lo grande que es el país hasta que un río, desierto o mar nos separa de él; somos incapaces de valorar lo maravilloso que es este suelo hasta que ya no podemos pisarlo, y no valoramos la magia de esta tierra hasta que las lágrimas se nos escurren por el rabillo del ojo al saber que ya no podemos volver. Lo sé muy bien porque eso me pasó a mí hace ya algunos años, cuando formaba parte de la recién creada Fuerza Aérea Mexicana. En aquel lejano 1944 mi vida se vislumbraba sencillamente asombrosa;  era uno de los primeros pilotos de guerra mexicanos, y solo si el futuro se oscurecía, entraríamos en combate contra la Alemania Nazi y sus aliados del “Eje”. Pronto nos convertimos en la envidia de todos los cuerpos militares del país: éramos un grupo selecto de menos de 300 personas que conformaban la élite más exclusiva del ejército mexicano. Entrenamos durante meses con

Buinidh urram do'n aois

<<Irlanda, Agosto de 1316>> Aquel día llovía con una fuerza inusual; parecía que el mismo cielo lloraba por la sangre que pronto se derramaría en el suelo. Si alguien me lo hubiera preguntando, le habría dicho que el Todopoderoso nos pedía amablemente que dejáramos la batalla para otro día; que estrecháramos las manos de nuestros enemigos y que hiciéramos a un lado aquella estúpida disputa con la nación predilecta de San Jorge. Desafortunadamente, nadie me lo preguntó. De hecho no hubo una sola persona que me dirigiera la palabra aquel 13 de Agosto, pues yo era un simple “skirmish” o guerrillero novato, y esa era en sí, mi primera batalla real. Tuve suerte de que me dejaran estar al frente, pues con mi nula experiencia, lo más que merecía era un puesto afilando cuchillos y hachas. Con el miedo comiéndome las entrañas y los dientes castañeando producto del frío y el pánico, me envolví en mi viejo abrigo de lana con parches de piel y encaminé mis pasos hacía la línea

La noche en que el león conoció al jaguar

<<México-Tenochtitlan, 30 de Junio de 1520>> Regimientos completos de hombres blancos y guerreros texcaltecas huían en desbandada por las calles de Tenochtitlan. Presas del pánico y el miedo, corrían despavoridos en dirección hacia Tlacopan, donde esperaban reagruparse para efectuar la más cobarde de las retiradas. Mi madre nos permitió observar el intento de escape de los farsantes pálidos desde una de las ventanas de nuestra casa. Ella misma se permitió arrojar algunas piedras durante el caos reinante de aquella cálida noche. Recuerdo que mi hermano y yo reímos cuando una de esas rocas le pegó en la cabeza a una de sus enormes bestias de largas patas. El hombre que montaba a aquel monstruo cayó estrepitosamente al suelo. Intentó levantarse, pero jamás lo logró. Uno de nuestros nobles Cuauhpilli descendió sobre él y le atravesó la garganta con su lanza. El hombre blanco ni siquiera pudo dar un último aullido de dolor. Tan pronto como su cuerpo dejó de respirar

El beso de la luna

Tras cuatro años de sangrientas y crueles batallas, los feroces mexicas de Ahuizotl habían logrado conquistar Akapulko, un hermoso bastión Yope, caracterizado por su exuberante belleza natural y su armoniosa comunión con el profundo mar. Aunque derrotados, los Yope se negaban a ser avasallados; aceptarían el gobierno mexica, pero solo si de alguna manera formaban parte de él. Agotado por tan larga campaña, Ahuizotl decidió ceder a la petición de los habitantes de la costa y propuso sellar la alianza-vasallaje con un matrimonio: el jefe Yope debía ceder a su hija “Flor de otoño” al joven hermano del Huey Tlatoani, el valeroso Cuauhtlahuac. Ambos gobernantes vieron con buenos ojos el trato, y la boda se pactó para ser llevada a cabo en 60 días (el tiempo que le llevaría a Cuauhtlahuac ordenar sus asuntos en Tenochtitlán y trasladarse a la costa, para allí desposar a la que sería su nueva compañera). Una vez más los viejos habían decidido el futuro de los jóvenes, ignorando por c