<<El oso polar Arturo falleció en un zoológico de Argentina tras
un vida completa de cautiverio. Jamás tuvo la oportunidad de pisar el Polo
Norte>>
–¡Arturo! ¡Arturo!
¿Puedes escucharnos? – decía una voz lejana con gran insistencia.
El oso apenas y
movía los parpados intentando al menos asentir, aunque era poco menos que
incapaz de hacerlo.
–Es inútil, casi
estoy seguro de que no puede oírnos, y mucho menos vernos – dijo una de las
voces.
–Pobre… la ha
pasado mal este último año. Deberíamos de ayudarlo a descansar
–Sí, quizá habría
que hacerlo, pero no me atrevo… veamos cómo evoluciona el fin de semana, ¿Vale?
–Vale…
Y las voces se
esfumaron sin más. El oso Arturo quiso alzar el rostro para ver partir a los
humanos que habían hablado de él hace apenas un momento. No pudo. Solo fue
capaz de suspirar y entrecerrar los ojos.
Tenía calor.
Necesitaba refrescarse urgentemente. Usó sus últimos energías para estirar la
cabeza lo más cerca que pudo del aire acondicionado. El aire frío lo reconfortó
un poco, pero no lo suficiente. Rugió débilmente, como si solicitara ayuda, mas
el sonido apenas resultó audible.
Y no había ningún
humano cerca. Ya a nadie le gustaba mirar al último oso polar de Argentina. Ni
siquiera los niños se detenían un segundo en su morada. Así que simplemente, no
había a quién pedir ayuda.
Lloró con furia y
algunas lágrimas se escurrieron en su pelaje transparente. Nadie pudo
escucharlo, pero no por eso su llanto desgarrador dejó de ser cierto.
Apretó los ojos y
puso la mente en blanco con la intención de dejar correr el tiempo. Un día, una
semana, un mes más, ¿Qué importaba? Vivir o morir carecía de importancia. Para
Arturo, el último de los osos polares en Argentina, la vida no valía
absolutamente nada.
Los oídos
comenzaron a zumbarle. Primero lo atribuyó a uno de esos recurrentes momentos
de dolor provocados por la vejez. Pero luego, el zumbido comenzó a cobrar forma
de voz. Eran palabras, frases, con un tono muy distinto al que salía de los
humanos…
–Arturo, estoy
aquí. Volví a este lugar solo por ti.
–¿Quién eres? –
preguntó el oso, sorprendido por ser capaz de responder
–¿Es que no me
recuerdas? ¡Soy Pelusa, tu compañera!
–¿De verdad? ¿En
serio eres tú?
–¿Y quién más,
viejo gruñón? He venido por ti…
–¿Por mí? ¿Por qué?
Porque es tu
momento. Es hora de volver. Dame tu pata.
–¿Volver a dónde?
¿De qué estás hablando?
–A donde
perteneces, Arturo… mira, ¿la ves? ¿Te gusta?
Arturo se puso en
pie. Estaba maravillado, tenía meses que no lograba incorporarse tan
fácilmente. Miró sus patas y la sorpresa creció. Su pelaje relucía bajo una
extraña luz. Unas enormes patas gordas sostenían su pesado cuerpo. ¡Incluso
dudó que fuera el!
Y debajo de sus
pies, había algo que no fue capaz de reconocer. Era un polvo frio y blanco.
Metió el hocico dentro y probó su sabor. Era agua. Agua congelada…
¿Nieve? ¿Esa era la
nieve de la que tanto había oído hablar?
Volteó hacia Pelusa
en busca de una respuesta. Ella asintió. Estaba en lo cierto, aquello que rodeaba
su cuerpo era nieve…
Caminó sobre ella y
luego corrió. Dio grandes zancadas con todas sus fuerzas. Avanzó decenas de
metros a gran velocidad. Dio un gran brinco y cayó de bruces en la nieve.
Luego rio
estrepitosamente y miró alrededor. Hielo. Montañas de hielo se alzaban
majestuosas en distintos rincones del lugar. Dirigió la mirada al cielo, y pudo
ver un frio sol que apenas y emanaba calor.
Se echó en la nieve
y dio algunas vueltas sobre su lomo. No quería que esa sensación se acabara.
Esa maravillosa dicha debería de durar para siempre…
Cerró los ojos, y
cuando los abrió, Pelusa estaba frente a él, sonriendo. Le hizo una seña con la
cabeza, indicando un lugar adelante. Arturo dudó. Dejó escapar una lágrima en
protesta por la inminente partida.
–No te pongas
triste, Arturo. Es el momento. Ven, es hora de irnos.
Arturo asintió y
caminó junto a Pelusa, su amada compañera. La volteó a ver un par de veces,
buscando algún indicio de su próximo destino, pero la expresión de su pareja
era indescifrable.
Decidió confiar y
se limitó a seguir caminando.
Dos pilares de
hielo se presentaron frente a él. Parecía que mostraban la entrada a algún
lugar. Suspiró y cruzó a través de ellos. Luego una luz cegadora lo envolvió, y
todo el dolor que una vez sintió, simplemente desapareció…
De vuelta al mundo
humano, los veterinarios se percataron de algo. Arturo había dejado de moverse.
Ni siquiera parecía respirar.
Corrieron alarmados
hacia él, pero cuanto lo tuvieron de frente, solo pudieron sentarse frente a él
y acariciar su rostro.
Había fallecido,
pero había algo curioso en su expresión: parecía que estaba sonriendo…
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