Ir al contenido principal

El gato robot y la niña de los ojos tristes



El felino se puso alerta. La presión atmosférica indicada por el barómetro holográfico era de 600 hectopascales.

Esto no era precisamente bueno, así que emprendió el camino a casa con celeridad, era imperativo comunicarle a su compañera que una depresión tropical de alto impacto térmico se aproximaba.

Trepó con destreza sobre el alambrado de titanio y esquivó hábilmente las baterías solares que proporcionaban energía a los drones de siembra.

Apenas entrar a la desvencijada casa de placas de acero lo recibió una caricia. Su leal compañera, la niña de la mirada de triste, le sonreía con una de sus clásicas muecas.

El gato se dejó sobar el brillante lomo de tungsteno y luego emitió un curioso e incesante pitido de gran parecido a un ronroneo.

La pequeña se llevó las manos a las mejillas para indicar sorpresa, y sin expresar palabra alguna se dirigió hacia el umbral de la vivienda. Parpadeó dos veces y entonces los drones de siembra abandonaron sus labores en el campo de habichuelas para retornar a sus hangares. Luego se sobó la nariz con la mano izquierda, y del centro del invernadero surgió una enorme turbina que apuntó directo a los cielos.

Un estruendo espantoso inundó el lugar, provocando que el felino metálico saltara a los brazos de la pequeña. Las nubes negras se aproximaban a la granja con rapidez, así que la curiosa pareja penetró sin chistar en su hogar y tomó un lugar frente a la chimenea solar. Se acurrucaron bajo una manta eléctrica y miraron a través de la ventana con esperanza.

Al fin, después de tantos meses, la lluvia ácida que tanto necesitaban por fin se presentaba.


Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

Comentarios

Entradas populares de este blog

Teyolîtectiliztli

Hoy no veo poesía a mi alrededor. No me enerva el perfume de las flores ni me maravilla el canto del cenzontle. No me atrae la belleza del amanecer. Tampoco generan emoción en mí la risa de los niños o las dulces voces de las doncellas. Hoy no veo poesía en ninguna parte. Quizá todas las flores se han marchitado. Tal vez todos los sueños se hicieron polvo y volvieron a la tierra suelta. ¡No sé! Y me enfurece no saber. ¿A dónde han ido los colores y las canciones? ¿Por qué han dejado de pasear las estrellas por el firmamento? ¿Es que el mundo se ha vuelto loco? ¿O seré yo quién ha perdido la razón? Echo a andar por el palacio y no veo nada que me devuelva la inspiración. Solo me rodea la arrogancia del hombre, que se envanece transformando la piedra vulgar en escultura ejemplar.  Sin importar a donde mire, la influencia terrenal domina la escena, recordándome – muy a mi pesar– que vivo y moriré en un burdo mundo material. ¿Dónde están los dioses que dieron forma al mund

Trempulcahue

  Me llaman. Puedo escucharlas con claridad. Sus voces buscan refugio en mis oídos y hacen eco en mi corazón. Y quiero ir, en verdad lo deseo. Pero aquí se niegan a soltarme.  Me abrazan, lloran, se lamentan… Y piden que me quede, que no los abandone, pero yo ya no pertenezco aquí. Es hora; me esperan allá. El cielo se tiñe de naranja, amarillo y púrpura. El viento mece mis cabellos, y un sonido, estremecedor, hace temblar mis manos y pies. Es su llamado. El de los peces colosales que superan en tamaño a nuestros imponentes templos. Son ellos, los gigantes de color gris y azul que no dejan de verse enormes aunque se acerquen al horizonte… Ya vienen. Y es por mí. Casi cien veranos han transcurrido en mi piel, y el momento de pisar otros pastos, beber otra agua y respirar otro aire al fin ha llegado. Mis nietos, ignorantes del ciclo del sol, se aferran a mis manos y farfullan plegarias, apesadumbrados. Mis hijos varones reniegan de los dioses por lo bajo; algunos maldicen la voluntad de

La noche en que el león conoció al jaguar

<<México-Tenochtitlan, 30 de Junio de 1520>> Regimientos completos de hombres blancos y guerreros texcaltecas huían en desbandada por las calles de Tenochtitlan. Presas del pánico y el miedo, corrían despavoridos en dirección hacia Tlacopan, donde esperaban reagruparse para efectuar la más cobarde de las retiradas. Mi madre nos permitió observar el intento de escape de los farsantes pálidos desde una de las ventanas de nuestra casa. Ella misma se permitió arrojar algunas piedras durante el caos reinante de aquella cálida noche. Recuerdo que mi hermano y yo reímos cuando una de esas rocas le pegó en la cabeza a una de sus enormes bestias de largas patas. El hombre que montaba a aquel monstruo cayó estrepitosamente al suelo. Intentó levantarse, pero jamás lo logró. Uno de nuestros nobles Cuauhpilli descendió sobre él y le atravesó la garganta con su lanza. El hombre blanco ni siquiera pudo dar un último aullido de dolor. Tan pronto como su cuerpo dejó de respirar