Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de 2019

La tremenda cohorte

-Calagurris, Hispania, 74 a.C- Cneo Valerio Regulo atravesó el campamento con copiosos chorros de sudor escurriéndole por la frente. En parte se debía a la desastrosa carrera que había tenido que emprender desde el campo de batalla hasta la tienda del procónsul, y por otro lado le preocupaba también la actitud que tomaría este último al enterarse de los detalles de la sorprendente derrota recién sufrida por su ejército. A él mismo le parecía increíble que una fuerza enemiga tan pequeña hubiera conseguido no solo plantarles cara, sino hacerlos retroceder de forma tan vergonzosa. Sin embargo, sin importar lo inverosímil o no que fuera la situación, lo que realmente interesaba era que sería él quien haría frente al procónsul Pompeyo y su muy posible ira. Si bien el fracaso sufrido no recaía en su absoluta responsabilidad, sí que había empezado en los manípulos que en teoría estaban bajo su responsabilidad… El casco le apretaba como nunca. Pensó en quitárselo, pero pensó

Llegará el día

—Mamá ¿puedo preguntarte algo? —¡Claro que sí, mi niño! Inhalé muy profundo y luego dejé que el aire escapara muy lentamente. Lo que tenía que decir era muy importante, y si lo hacía mal, incluso podría resultar un tanto hiriente. —¿Por qué siembras tantas flores? —¡Qué pregunta, hijo! ¡Pues para los colibríes! ¿Para quién más? —Aquí no hay colibríes, mamá. Nunca los ha habido. Al menos jamás he visto uno. —No los hay todavía, pero los habrá… ya verás que sí… —Los pájaros no surgen de la nada. Tampoco visitan lugares distantes solo porque alguien que desea verlos los “llama”. La geografía no se puede cambiar con una flor, mamá. —Te sorprenderías, mi niño—puntualizó la autora de mis días—con todas las cosas que puede cambiar una simple flor. Mejor ve y tráeme la regadera. La de aluminio, no la de peltre, esa ya está picada de la base y tira toda el agua. —Puedo intentar arreglarla si gustas. Mamá me miró con dulzura y luego puso uno de sus tiernos besos en mi f

Un conejo en la luna

Tras la muerte de Mayahuel, mi alma no encontraba consuelo en ninguna parte, así que decidí vagar por el Anáhuac hasta agotar mis energías. Consciente de que mi travesía no enfrentaría dificultad alguna si viajaba en mi forma de serpiente emplumada, cobré forma humana y emprendí la marcha sin siquiera pensar en regresar. Dejé atrás Tollan y sus coloridos templos. Hice oídos sordos a las plegarias y rezos que se alzaban en mi nombre. Avancé con la mirada bien fija en el frente y prometí nunca más mirar atrás. Caminé durante mil días con sus noches, siempre guardando un estricto ayuno que me permitiera revivir una y otra vez la tristeza por la injusta perdida de mi amada estrella. Sin importar si un río o un lago se dejaban ver en mi camino, me negaba a beber de sus aguas y continuaba mi avance ignorando la creciente sed que se apoderaba de mis entrañas. Debía sufrir. Tenía que sufrir… solo así podría honrar a mi amada, la que fue arrancada de mis brazos para ser luego ser a

La princesa que se cansó de esperar

Miró hacia abajo con desdén. Allá, muy a lo lejos, se alzaban decenas de hermosos arboles llenos de frutos y flores. Parecían danzar con el viento que venía del norte, e incluso algunas veces, si se quedaba muy quieta y dejaba de respirar, podría incluso jurar que murmuraban viejas canciones, compuestas en un tiempo que ya no existe por personas que ya todo el mundo había olvidado. Se frotó la nariz con el pulgar y el índice. Nuevamente el polvo venido de las montañas buscaba hacerla estornudar. Aguantó cuatro, cinco segundos, pero al final el estornudo la venció.  Limpió su nariz con la manga de su vestido y continúo mirando hacia el suelo. No hay muchas cosas que hacer cuando se está encerrada en la torre más alta de un viejo castillo. La única compañía con la que puedes contar es tu propia soledad. Tus pensamientos son tus únicos amigos, aunque a veces también se convierten en tus enemigos. Pensar es lo único que se puede hacer cuando tu miserable existencia se li

En el despacho del virrey

—¡La real audiencia da inicio! — exclamó un hombre enjuto y de ademanes delicados. Con pasmosa lentitud, los funcionarios se dispusieron a entrar en el gran salón, lugar predilecto del virrey para llevar a cabo las juntas de gobierno. Si bien todos hubieran preferido que la audiencia se llevara a cabo en uno de los jardines del Palacio Real, prudentemente guardaban silencio sobre sus predilecciones; el virrey —o uno de sus tantos oídos— podía escucharlos y exiliarlos a Alaska o las Filipinas, lugares de donde se contaba, uno ya no volvía nunca. —¡Su alteza, el virrey, preside! —avisó el hombrecillo de los gestos suaves. Todos se pusieron de pie para recibir a la máxima autoridad de la Nueva España. Falsas sonrisas brotaron de la nada apenas subió al estrado. Innecesarias loas y burdos halagos se hicieron presentes también. El virrey, cansado de tanta zalamería, fingió no escuchar nada y tomó con desprecio el pliego de papel que contenía las ordenanzas del día. Prime

Biguidibela

Tan oscura era aquella noche, que no podía verse más allá de la propia nariz. Densas nubes negras envolvían a la luna y las estrellas, tornando el ambiente en un paraje frío y desolador, donde incluso el viento se mostraba renuente a danzar y soplar. La lógica dictaba que nadie se atrevería a salir de sus madrigueras con tan funestas señales, sin embargo, siempre había alguien que ignora la voz de la naturaleza y decide seguir su propio camino. En esta ocasión se trataba de “Zaa”, el joven conejo que argumentaba no temerle a nada. Aprovechando que la competencia por las flores de cardos era nula aquella noche, emprendió una arriesgada expedición que lo dotaría de cantidad suficiente para almacenar en su guarida y hacer frente así al crudo invierno que se avecinaba. Motivado en un principio por la facilidad de la misión, comenzó a alejarse cada vez más de la zona de madrigueras, y se internó sin querer en la ciudad abandonaba que los humanos solían llamar “Monte Albán”. El

El juicio

–¡Qué el acusado suba al estrado! – exclamó el juez, con voz ronca y determinada. Adán fue empujado con violencia hacia el banquillo de los acusados, y trastabilló sin querer en el primer escalón. Las risas no se hicieron esperar. Estaba claro que los asistentes al proceso no estaban de su lado. Con la respiración entrecortada y el rostro cubierto por una bolsa negra de plástico, Adán intentaba deducir qué estaba ocurriendo a su alrededor. Nadie le decía nada, y cada pregunta que pretendía hacer era interrumpida por un golpe seco o un espeso escupitajo. Quizá el “juez” le revelara algo cuando por fin alcanzara el estrado… –Tranquilo, amigo. Te acompañaré durante todo el juicio. No te prometo la victoria –de hecho, tendremos suerte si salimos de aquí con vida– pero si te juro que te defenderé hasta el último aliento. –¿Quién carajo eres tú? –preguntó Adán, confundido. –Tu abogado. –¿En serio? ¿Y cómo te llamas? –Magnus. –¡Tienes que estar bromeando! – exclamó–. Magnus es el