–¡Puja, Tzitzitlini! ¡Puja! – dijo una mujer con el ceño fruncido y la frente llena de sudor.
–¡Eso hago, tene! ¡Eso hago! Pero siento que la cabeza me estallará en cualquier momento –respondió la joven que se hallaba en plena labor de parto, tendida sobre el áspero manto de arpillera.
–¡Puja, mi “florecita”, ya casi lo logras! ¡Es tu primera semilla en este mundo! ¡Puja!
–Ya ha transcurrido mucho tiempo, tene. ¿Segura que todo está bien? Me estoy sintiendo mareada… Tene, ¿qué está pasando? Ya casi no la veo…
Un inesperado manto de sombras cubrió los ojos de la jovencita. En apenas un instante perdió la noción del tiempo y el espacio. Sus dolores, antes insoportables, ahora le parecían ajenos y lejanos, como un sueño imposible de recordar. Las instrucciones de su vieja madre, alguna vez claras y sonoras, se habían convertido en un simple murmullo ahogado en la inmensidad. Y su cuerpo, que hace solo unos segundos ardía en fiebre y amenazaba con resquebrajarse, ahora solo flotaba sin rumbo en un enorme vacío donde la luz y la oscuridad eran uno solo, un sitio en el que las lágrimas se volvían risas, y las risas se volvían lágrimas.
–¡Es un niño! – creyó oír a los lejos.
Pero nada pudo responder, porque flotaba sin rumbo y su boca no le obedecía; aunque su mente le decía una cosa, su cuerpo hacía otra. Intentó tomar el control de la situación, pero nada pudo hacer. Agotada, cerró los ojos y se dejó llevar.
Cuando despertó, un afluente infinito de aguas cristalinas le rodeaba, y ella, recostada sobre él, apenas y podía moverse, presa de un inusual estupor y una gigantesca sensación de sorpresa.
Pronto la corriente la depositó en la costa. Cuando intentó ponerse en pie, descubrió que le fallaban las fuerzas. Permaneció tendida en el suelo hasta que cuatro niños de piel ambarina y hermosos tocados de plumas y oro la ayudaron a incorporarse. Caminó con ellos de la mano durante un largo rato sin saber a dónde se dirigía, pero sin miedo alguno de que fuera a sucederle algo malo.
Finalmente, los chiquillos se detuvieron. Tzitzitlini miró en todas direcciones buscando la razón de tan súbita parada, y la halló a su derecha, o al menos, creyó haberlo hecho. Ahí, junto a un pequeño arroyo de agua color turquesa, un hombre de piel traslucida con tonos rojizos jugueteaba con un colibrí, ajeno por completo a ella o los pequeños que la habían conducido hasta ahí.
Tras algunos instantes que parecieron durar demasiado, el hombre giró la mirada hacia donde ella se hallaba y dijo:
–¿Qué me han traído, pequeños? ¿Acaso es otra guerrera?
Los chiquillos asintieron y desaparecieron tan pronto como dieron su escueta respuesta.
–Ven–dijo el hombre dirigiéndose a Tzitzitlini–, ven mi pequeña, supongo que tendrás algunas preguntas.
–Sí, algunas– musitó la joven, entrelazando sus manos con fuerza y dando pequeños pasos llenos de timidez.
–¿Sabes dónde estás?
–No, no lo sé.
–Esto es el Tonatiuhichan, el paraíso dentro del Otro Mundo. Solo aquellos que mueren en batalla logran alcanzar este punto con tal celeridad. Solo esos que ofrendaron su vida por el bien de los demás son dignos de vivir aquí, a mi lado.
–Entonces me supongo que hay una equivocación–declaró la jovencita– no soy una guerrera. Solo soy una madre primeriza que al parecer no lo hizo muy bien…
–Dime, pequeña Tzitzi, ¿acaso hay batalla más ardua que la de llevar a un nuevo ser al mundo terrenal? ¿Será que hay guerrero más fuerte que una madre que es capaz de dejarlo todo en aras de que su vástago nazca sano y salvo?
–Yo… no sé si una madre que ni siquiera pudo sobrevivir al parto deba ser tratada con tantas consideraciones…
–Al contrario–puntualizó aquel que parecía ser un dios– una mujer que no tiene empacho en sacrificar su propia vida para que la de su semilla florezca, merece todas esas consideraciones, y aún más… solo las verdaderas guerreras del Anáhuac merecen llegar aquí, y tú lo has logrado…
Tzitzitlini rompió en llanto, y se dejó caer sobre las rodillas en el suave pasto que cubría aquel mundo llamado Tonatiuhichan. Algunos colibríes la rodearon, intentando consolarla con sus dulces aleteos, pero ella parecía no escuchar, y solo atinaba a cubrir su rostro con las manos, llena de dolor, tristeza y mucha vergüenza.
El hombre de la piel traslucida la tomó del brazo y la condujo suavemente hasta una pequeña pileta. Ahí, le apartó las manos de la cara y dijo:
–Observa…
La muchacha miró con desdén el agua contenida en la pequeña fuente, pero pronto cambió su expresión al ver las imágenes que ahí se mostraban; era su madre, arropando a un pequeño niño, abrazándolo con el amor que solo una abuela es capaz de dar. Tras ella, se hallaba un muchacho de rostro triste y mirada perdida. Era su esposo. El joven que la había desposado hace apenas unos meses.
–Son ellos. Mi tene, Tochtli y… ¿mimizton? ¿En verdad ese pequeño es mi hijo?
El de la piel rojiza asintió y dijo:
–Tu esposo necesita saber que estás bien. Ya casi hiciste todo lo que debías hacer. Ahora solo te falta ayudarlo a comprender. Cierra los ojos. Pídele que abrace a tu hijo. Que lo cuide y proteja en tu nombre. Que le dé al amor que tú no podrás darle. Hazlo, Tzitzi, hazlo…
Con los ojos llorosos, pero férrea determinación, la jovencita siguió las instrucciones de aquel que parecía ser un dios y dejó que las palabras llenaran su cabeza. Le dijo a su amado tantas cosas que sería imposible siquiera el pretender contarlas. Luego sonrió, y él también lo hizo. Allá en el mundo donde los hombres y las mujeres están hechos de maíz, el joven Tochtli dejó la tristeza atrás y abrazó con fuerza y calidez a su único hijo, a la semilla de Tzitzitlini, a aquel al que cariñosamente llamaban “mimizton” antes de nacer.
–Mi pequeño hijo, mi amado “mimizton”… dime, ¿volveré a verlo?
–Sí– respondió lacónico su interlocutor.
–¿Cuándo? –preguntó ansiosa la muchacha.
–Pronto.
–¿Cuánto es “pronto”?
–“Allá” eso es mucho, pero aquí, es más bien poco… ¿Sabrás esperar?
–Siempre–dijo la joven madre–.Siempre…
–¡Eso hago, tene! ¡Eso hago! Pero siento que la cabeza me estallará en cualquier momento –respondió la joven que se hallaba en plena labor de parto, tendida sobre el áspero manto de arpillera.
–¡Puja, mi “florecita”, ya casi lo logras! ¡Es tu primera semilla en este mundo! ¡Puja!
–Ya ha transcurrido mucho tiempo, tene. ¿Segura que todo está bien? Me estoy sintiendo mareada… Tene, ¿qué está pasando? Ya casi no la veo…
Un inesperado manto de sombras cubrió los ojos de la jovencita. En apenas un instante perdió la noción del tiempo y el espacio. Sus dolores, antes insoportables, ahora le parecían ajenos y lejanos, como un sueño imposible de recordar. Las instrucciones de su vieja madre, alguna vez claras y sonoras, se habían convertido en un simple murmullo ahogado en la inmensidad. Y su cuerpo, que hace solo unos segundos ardía en fiebre y amenazaba con resquebrajarse, ahora solo flotaba sin rumbo en un enorme vacío donde la luz y la oscuridad eran uno solo, un sitio en el que las lágrimas se volvían risas, y las risas se volvían lágrimas.
–¡Es un niño! – creyó oír a los lejos.
Pero nada pudo responder, porque flotaba sin rumbo y su boca no le obedecía; aunque su mente le decía una cosa, su cuerpo hacía otra. Intentó tomar el control de la situación, pero nada pudo hacer. Agotada, cerró los ojos y se dejó llevar.
Cuando despertó, un afluente infinito de aguas cristalinas le rodeaba, y ella, recostada sobre él, apenas y podía moverse, presa de un inusual estupor y una gigantesca sensación de sorpresa.
Pronto la corriente la depositó en la costa. Cuando intentó ponerse en pie, descubrió que le fallaban las fuerzas. Permaneció tendida en el suelo hasta que cuatro niños de piel ambarina y hermosos tocados de plumas y oro la ayudaron a incorporarse. Caminó con ellos de la mano durante un largo rato sin saber a dónde se dirigía, pero sin miedo alguno de que fuera a sucederle algo malo.
Finalmente, los chiquillos se detuvieron. Tzitzitlini miró en todas direcciones buscando la razón de tan súbita parada, y la halló a su derecha, o al menos, creyó haberlo hecho. Ahí, junto a un pequeño arroyo de agua color turquesa, un hombre de piel traslucida con tonos rojizos jugueteaba con un colibrí, ajeno por completo a ella o los pequeños que la habían conducido hasta ahí.
Tras algunos instantes que parecieron durar demasiado, el hombre giró la mirada hacia donde ella se hallaba y dijo:
–¿Qué me han traído, pequeños? ¿Acaso es otra guerrera?
Los chiquillos asintieron y desaparecieron tan pronto como dieron su escueta respuesta.
–Ven–dijo el hombre dirigiéndose a Tzitzitlini–, ven mi pequeña, supongo que tendrás algunas preguntas.
–Sí, algunas– musitó la joven, entrelazando sus manos con fuerza y dando pequeños pasos llenos de timidez.
–¿Sabes dónde estás?
–No, no lo sé.
–Esto es el Tonatiuhichan, el paraíso dentro del Otro Mundo. Solo aquellos que mueren en batalla logran alcanzar este punto con tal celeridad. Solo esos que ofrendaron su vida por el bien de los demás son dignos de vivir aquí, a mi lado.
–Entonces me supongo que hay una equivocación–declaró la jovencita– no soy una guerrera. Solo soy una madre primeriza que al parecer no lo hizo muy bien…
–Dime, pequeña Tzitzi, ¿acaso hay batalla más ardua que la de llevar a un nuevo ser al mundo terrenal? ¿Será que hay guerrero más fuerte que una madre que es capaz de dejarlo todo en aras de que su vástago nazca sano y salvo?
–Yo… no sé si una madre que ni siquiera pudo sobrevivir al parto deba ser tratada con tantas consideraciones…
–Al contrario–puntualizó aquel que parecía ser un dios– una mujer que no tiene empacho en sacrificar su propia vida para que la de su semilla florezca, merece todas esas consideraciones, y aún más… solo las verdaderas guerreras del Anáhuac merecen llegar aquí, y tú lo has logrado…
Tzitzitlini rompió en llanto, y se dejó caer sobre las rodillas en el suave pasto que cubría aquel mundo llamado Tonatiuhichan. Algunos colibríes la rodearon, intentando consolarla con sus dulces aleteos, pero ella parecía no escuchar, y solo atinaba a cubrir su rostro con las manos, llena de dolor, tristeza y mucha vergüenza.
El hombre de la piel traslucida la tomó del brazo y la condujo suavemente hasta una pequeña pileta. Ahí, le apartó las manos de la cara y dijo:
–Observa…
La muchacha miró con desdén el agua contenida en la pequeña fuente, pero pronto cambió su expresión al ver las imágenes que ahí se mostraban; era su madre, arropando a un pequeño niño, abrazándolo con el amor que solo una abuela es capaz de dar. Tras ella, se hallaba un muchacho de rostro triste y mirada perdida. Era su esposo. El joven que la había desposado hace apenas unos meses.
–Son ellos. Mi tene, Tochtli y… ¿mimizton? ¿En verdad ese pequeño es mi hijo?
El de la piel rojiza asintió y dijo:
–Tu esposo necesita saber que estás bien. Ya casi hiciste todo lo que debías hacer. Ahora solo te falta ayudarlo a comprender. Cierra los ojos. Pídele que abrace a tu hijo. Que lo cuide y proteja en tu nombre. Que le dé al amor que tú no podrás darle. Hazlo, Tzitzi, hazlo…
Con los ojos llorosos, pero férrea determinación, la jovencita siguió las instrucciones de aquel que parecía ser un dios y dejó que las palabras llenaran su cabeza. Le dijo a su amado tantas cosas que sería imposible siquiera el pretender contarlas. Luego sonrió, y él también lo hizo. Allá en el mundo donde los hombres y las mujeres están hechos de maíz, el joven Tochtli dejó la tristeza atrás y abrazó con fuerza y calidez a su único hijo, a la semilla de Tzitzitlini, a aquel al que cariñosamente llamaban “mimizton” antes de nacer.
–Mi pequeño hijo, mi amado “mimizton”… dime, ¿volveré a verlo?
–Sí– respondió lacónico su interlocutor.
–¿Cuándo? –preguntó ansiosa la muchacha.
–Pronto.
–¿Cuánto es “pronto”?
–“Allá” eso es mucho, pero aquí, es más bien poco… ¿Sabrás esperar?
–Siempre–dijo la joven madre–.Siempre…
Original de J.D. Abrego
"Viento del Sur"
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