Veracruz, 1914. Segunda invasión norteamericana
—¡A las armas! ¡A las armas, he dicho! –
¿A las armas? Sí, creo que eso fue lo que escuché. Tragué saliva e inhalé tanto aire como fui capaz. Todo parecía indicar que nuestros temores sobre la invasión se habían hecho realidad.
Qué curioso es este mundo. Hace tan solo unos momentos Carlos y yo estábamos limpiando nuestras armas, y ahora un grito salido de la nada nos invita a tomarlas y disparar.
Nos miramos el uno al otro y asentimos fríamente. No queríamos que el temor de nuestros corazones se nos escapara por los ojos, así que inmediatamente nos pusimos en pie y corrimos hacia la entrada del edificio.
El comodoro Manuel Azueta agitaba las manos con gran vehemencia. Señalaba insistentemente con dirección al puerto y gesticulaba furioso cada vez que alguien le hacia una pregunta. El capitán Carrión le miraba fijamente sin perder detalle.
Cuando vio que la narración del comodoro había terminado, lo invitó a su oficina y cerraron las puertas.
Poco a poco todos los cadetes nos congregamos afuera del lugar. Estábamos nerviosos, confundidos, ansiosos… si íbamos a entrar en acción queríamos que nos lo dijeran ya. No importaba si caíamos aquel día, lo único que valdría en aquella ocasión es que tan caro vendíamos nuestras vidas.
Carlos suspiraba cada pocos segundos. Sujetaba su fusil con fuerza, como intentando que el calor de sus manos imbuyera con un fuego especial a su arma.
Mis compañeros no se quedaban atrás: trataban de mantenerse firmes y gallardos, igual que si estuvieran en una ceremonia de honores a la bandera, aunque la realidad era que esto nos estaba superando… no se trataba de temor, no. Era incertidumbre, impaciencia, ignorancia. El no saber que pasaba allá afuera nos estaba matando.
Miré el reloj del patio. Eran las 12:05. El comodoro apenas llevaba cinco minutos en la oficina del director. ¡Cinco minutos! Era tan poco tiempo y a mí ya se me había hecho tan eterno…
— ¡Atención cadetes! El invasor yanqui ha tomado el puerto. Según los reportes de nuestras fuerzas, ya se han hecho también de la oficina de telégrafos y la aduana. Nos corresponde a nosotros, la Escuela Naval, defender el puerto y enfrentar al enemigo. Queda libre del servicio aquel que no desee enfrentar al invasor. Pero el que decida quedarse deberá entregarse completamente a la causa, aún a riesgo de perder la vida.
El Capitán Carrión había sido muy claro. Si queríamos irnos podríamos hacerlo. Nadie iba a detenernos. Pero si elegíamos permanecer en la escuela, prometíamos de manera tácita protegerla con nuestras vidas.
Nadie se movió ni un milímetro. Todos mantuvimos la barbilla hacia arriba y la mirada bien fija en un falso horizonte.
Nos quedaríamos.
El comodoro sonrió y empezó a distribuirnos a lo largo y ancho de la escuela. A Carlos y a mí nos tocó proteger una ventana del lado derecho del primer piso.
Asentimos y corrimos hacia la ubicación designada.
Eran las 12:15. Nos apostamos en ambos lados de la ventana, cargamos los fusiles y los apuntamos directamente hacia la calle del mercado. El enemigo podría aparecer en cualquier momento.
O no.
Los minutos transcurrieron sin novedad. Luego fueron horas. Nadie apareció. Lo único que llegó fue el sudor a nuestras frentes.
Los nervios nos estaban haciendo pedazos. Pero justo cuando decidimos bajar los fusiles para descansar un poco, oímos una serie de detonaciones continuas. Era una ametralladora. Carlos se asomó pero no pudo ver nada.
Era mi turno.
Asomé la cabeza. Me pareció ver que la ráfaga de disparos hacia blanco en la calle de la Aduana. Traté de ubicar al autor del ataque, pero estaba detrás de un poste y apenas podía distinguirlo. Solo pude ver que llevaba uniforme de oficial.
De pronto un grito desgarrador interrumpió al persistente rugido de las balas. Nuestro oficial había caído al suelo, o al menos eso me pareció. Algunos de los nuestros corrieron rápidamente a auxiliarlo. Me mordí los labios. Seguramente el maldito fuego yanqui lo había alcanzado.
Sin pensar en nada mas descargué el fuego de mí arma. Disparé varias veces a lo que creí eran soldados norteamericanos. Vi caer un par, pero nunca supe si fui yo quien les había dado. Carlos me cubrió cuando me vi en la necesidad de recargar el fusil.
La adrenalina recorría cada centímetro de mi cuerpo. Por mis brazos corría el imperioso deseo de hacer fuego sobre los invasores yanquis otra vez. Así que no esperé y disparé nuevamente. Vacié mi arma sobre los invasores y tan pronto terminé mis municiones me puse a cubierto otra vez.
El fuego enemigo cesó. Creí que los habíamos detenido.
Pero no. Estaba muy equivocado.
Pequeñas balas de cañón se impactaron en los muros de la escuela sin previo aviso. El caos se apoderó de la Academia y tanto mis compañeros como yo nos tiramos al suelo. El capitán Carrión ordenó que cubriéramos las ventanas con lo que tuviéramos a la mano.
Esta pequeña y simple orden sirvió para que pudiéramos recuperar el autocontrol. Como pudimos acercamos muebles y objetos a las ventanas. El fuego de los cañones cesó.
Nuestro momento había llegado.
Corrimos hacia las ventanas con los fusiles cargados e hicimos fuego sobre el enemigo. Herimos a muchos. Los hicimos retroceder nuevamente, aunque no sabíamos por cuanto tiempo. De reojo alcancé a ver que había dos norteamericanos heridos tratando de huir. No quise dejarlos escapar, así que apunté mi arma y disparé…
Lamentablemente solo tenía una bala, así que intenté recargar mi fusil y disparar nuevamente. Ahí fue cuando me equivoqué.
Una nueva andanada de cañonazos asoló la escuela. Y entre aquellas balas de cañón, perdida como una perla en el vasto mar, iba una pequeña y miserable bala.
Ese minúsculo pedazo de metal tuvo mayor puntería que cualquier otra de sus voluminosas compañeras y contra todas las posibilidades, encontró un blanco: se incrustó en la frente de un cadete que intentaba abrir fuego sobre la aparente retirada del invasor.
Ese cadete era yo…
Caí de espaldas en el suelo. Un chorro de sangre emanó de mi cabeza para luego bañar mi rostro. Traté de hablar, de gritar, de solicitar ayuda, pero fui incapaz de hacer nada.
Carlos me tomó entre sus brazos y me levantó como pudo.
— ¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Virgilio está herido!
Intenté decirle que no se preocupara, que todo estaría bien. Pero no solo no podía hacerlo, sino que tampoco me lo creía.
Solo esperaba algo más antes de irme. Una frase que les recordara a mis padres que había caído defendiendo a mi bandera, a mi país, a mi gente… solo eso.
Una frase y podría dejar este mundo en paz.
Recuerdo que entré a la enfermería todavía consciente, o al menos eso me parecía. Luis intentó hacerme algunas curaciones, pero todo fue en vano. No necesitaba atención médica, lo único que deseaba era escuchar esa frase, nada más…
El Capitán Carrión se me acercó y tocó mi hombro. Luego miró a Luis y le dijo:
— Ya déjelo descansar. El cadete ha cumplido con su deber, y hoy podemos decir con orgullo que Virgilio Uribe murió por la patria…
Cerré los ojos. Escuchar eso era lo único que necesitaba.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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