Hubo un tiempo en que el Anáhuac no tenía noches y cada instante del día estaba iluminado por el sol abrasador. Los lagos se secaban muy rápido, y las débiles lluvias no lograban llenarlos con la frecuencia necesaria. Las plantas nunca llegaban a ser de color verde, y los animales solo podían comer raíces y tallos con hojas prácticamente secas. Incluso aquellos que comían carne echaban de menos el agua disponible para tomar, pues cada que pasaban un bocado de carne se les atoraba en el pescuezo.
Fue entonces cuando el poderoso Jaguar organizó una gran reunión. Bajo pleno rayo del sol, se dieron cita todos los animales del Anáhuac. Estaban ahí la tortuga y el coyote, el tlacuache y el armadillo, la serpiente y el halcón peregrino. También la hormiga, el noble perro y por supuesto, el pequeño conejo. Junto a ellos, muchos más esperaban con ansía escuchar lo que tenía que decir el jaguar.
El felino pidió silenció. Todos lo miraban confusos. Aunque tenían grandes expectativas sobre la reunión, no dejaban de mostrarse desconfiados. Un jaguar hambriento y con sed no es precisamente alguien en quién se pueda confiar.
- Mixpatzinco, amables compañeros. Agradezco su asistencia a este honorable concilio. Los he citado aquí, bajo el sol caliente y abrasador, para idear un plan. El sol está terminando con nosotros. Si no hacemos algo, todos, herbívoros y carnívoros terminaremos cocinados. Debemos lograr que el sol se vaya al menos por un tiempo. Lo suficiente para que nos recuperemos.
- ¿Y cómo haremos eso, noble jaguar? – preguntó el siempre curioso venado
- No lo sé, en verdad no lo sé, fue por eso que les llamé – contestó apenado el Jaguar.
Todos se quedaron callados. De vez en cuando surgían algunos murmullos. Nada concreto, solo ideas locas que eran más producto del calor y del sudor nublando los ojos que de la propia inteligencia animal. La verdad era que nadie podía pensar con claridad bajo el sol abrasador.
Justo cuando iban a darse por vencidos, un conejito de orejas cortas se abrió paso entre la multitud. Era menudo y chaparro. Con pelaje oscuro y ojillos nerviosos. El pequeño argumentó ser un teporingo. Hablaba en voz muy baja, pero por lo que pudo entenderse tenía un plan. El jaguar lo miró desconfiado, pero después de todo, ¿Qué podían perder? Confiar en el plan del conejo era lo único que podía hacerse.
El teporingo solo pedía una cosa a cambio. Inmunidad. Rogaba que nadie lo comiera hasta que estuviera de regreso en las montañas.
A todos los animales les pareció un trato justo.
Así fue como el conejo se puso en marcha. Dio saltitos a gran velocidad hasta que los demás animales lo perdieron de vista. Cuando se supo fuera del alcance de los demás, subió a un montículo de tierra y le habló al sol.
- Disculpe, su brillante alteza. ¿Ha visto usted lo que hay allá detrás de las montañas?
- No hay nada – contestó el sol con indiferencia
- ¡Oh! ¡Sí que lo hay! – argumentó el conejo
- No lo hay conejo. Desde lo alto no se ve nada – respondió el sol mirando de reojo
- ¿Pero cómo puede usted estar seguro de eso? ¡Ni siquiera ha viajado para allá!
- Bueno, no… - dijo el sol un poco apenado
- ¿Entonces? ¿Cómo es que lo sabe? ¿Cómo puede asegurar que allá no hay nada?
- Lo sé y punto. – sentenció el sol con tono malhumorado – soy el rey del cielo, y lo sé todo. Tu eres un simple conejo. ¿Qué puedes saber que yo no sepa?
- Sé que puedo vencerle en una carrera…
- ¿Tu? ¡Miserable roedor! Ni siquiera serías capaz de dar un paso cuando yo ya te habría alcanzado
- Déjeme intentar, su iluminada majestad… Porque no le temerá a un pobre conejo, ¿O si?
- ¡Por supuesto que no! ¡Arranca conejo! Te alcanzaré apenas te hayas ido
Y entonces el conejo partió. Brinco hacía un matorral de hierba seca y el sol lo perdió de vista. Luego saltó otra vez hacía un montón de tierra y apenas fue visible durante un instante. Después escarbó en la tierra y se metió en un hoyo. Siguió cavando bajo la tierra, y el sol, confuso, corrió tras el rastro del agujero recién excavado.
El conejo no era quién lo estaba haciendo. Allí, bajo la tierra, centenas de gusanos ocuilli se afanaban en hacer un agujero muy grande. Cuando el sol finalmente alcanzó el final de la excavación, se dio cuenta de que el conejo no estaba ahí. Lo vio a lo lejos, corriendo a toda velocidad, prácticamente fundiéndose con el horizonte. El sol fue tras él, y dejó al Anáhuac en plena oscuridad. La tierra se enfrió muy rápido, y en el cielo surgieron otras luces, muchas más tenues y amistosas. El jaguar llamó “luna” a una enorme bola blanca con un rostro de anciano dibujado en la cara. Otras pequeñas fuentes de luz fueron nombradas “estrellas” y los animales se divirtieron dándole nombre a cada una de ellas.
El sol volvió al otro día, furioso y agitado, pues seguía buscando al pequeño teporingo que lo había engañado. El conejo apareció de repente en las montañas, dio algunos saltos y luego se esfumó otra vez. Cuando llegó la hora de hacer desaparecer al sol otra vez, corrió nuevamente hacia el horizonte, y el sol no tuvo otra opción que perseguirlo una vez más.
Aquello sucedió tantas veces, que el sol pronto olvidó porque lo hacía. Solo se acostumbró a correr frenéticamente día tras día, persiguiendo algo que estaba seguro alguna vez alcanzaría.
Por eso el teporingo vive en las faldas de los volcanes, escondiéndose del sol que una vez engañó. Y aunque rescató al Anáhuac de la extinción, ningún carnívoro honró su promesa. Cuando lo ven, olvidan que una vez los salvó y tratan de pegarle un buen mordisco. Pero el teporingo es difícil de atrapar. Después de todo, si logró timar al sol, ¿Habrá alguien en este mundo que él no pueda engañar?
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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