–Cuéntame de
papá – le dijo el pequeño a su madre mientras se acomodaba entre sus brazos.
–No sé si ya
seas lo suficientemente mayor – le respondió mientras le acariciaba el rostro
peludo y le atusaba los bigotes.
–¡Lo soy! –
exclamó el chiquillo –. Ya tengo edad para saber todo sobre mi padre.
–Está bien,
está bien – contestó su mamá al momento que asomaba la cabeza por el agujero de
su madriguera.
Respiró hondo
y miró fijamente hacia él frente. Era importante cerciorarse de que ningún
zorro o mapache estuviera merodeando por los alrededores. Este era un momento
crucial en la vida de su pequeño cacomixtle, y ella no iba a permitir que nadie
se lo echara a perder.
Volteó hacia
la derecha y no encontró más que escombros y viejas piedras roídas por el
tiempo. Miró hacia la izquierda con precaución y no halló otra cosa que la
vieja madera desvencijada que años atrás había hecho de puerta en aquella casa
abandonada.
Una vez
segura de que estaban completamente solos, retomó el hilo de su narración:
–Todo comenzó
hace tres primaveras muy cerca de aquí. Yo vivía en el agujero de un gigantesco
árbol. Era muy temerosa, así que solo me atrevía a abandonar la seguridad de mi
madriguera cuando era de noche y la actividad humana se había extinguido por
completo. Emprendía veloces carreras hasta un árbol de ciruelas que se alzaba
en una casa cercana y luego retornaba a mi agujero en el árbol con la misma
velocidad. Un día, cansada de comer ciruelas, me aventuré a viajar más allá de
la vía principal del asentamiento humano. Al principio todo marchaba bien;
había alcanzado nuevos árboles con frutas (desconocidas para mí en aquel
entonces) sin mayor problema, sin embargo, pronto se terminaría mi suerte.
–¿Qué
sucedió? – pregunto el pequeño y ansioso cacomixtle.
–Un enorme
búho comenzó a sobrevolar el área. Sin duda había notado el color blanco de mi
cola anillada en la oscuridad. Tenía que ocultarme lo antes posible, porque de
lo contrario aquel depredador fijaría su atención en mí y pasaría a convertirme
en su cena. Pensé en correr a toda velocidad hacia mi madriguera, y lo hice.
Fue un grave error… a medio camino, el ave reparó en mi huida y se lanzó
directo hacia mí…
–¿Y te
agarró? – interrumpió el chiquillo, con un poco de miedo en la voz.
–No. Cuando
aquel pájaro rapaz se encontraba a solo un palmo de mi lomo, una roca lo golpeó
en el rostro. El impacto no fue demasiado fuerte, pero si lo suficiente como
para sacarlo de balance y hacerlo perder la concentración. No me detuve a ver
quién me había salvado, solo corrí hasta la seguridad de mi madriguera y no
volví a asomar la cabeza durante un largo espacio de tiempo. Cuando se sentí
segura otra vez, miré con recelo hacia el exterior de mi árbol, buscando con
insistencia cualquier rastro del peligroso búho. No pude ver ni oler nada.
Estaba claro que se había ido. Abandoné lentamente mi refugio para volver por
una manzana que se me había caído durante mi escape, y entonces lo vi,
sonriendo desde la barda de una casa humana.
–¿A papá?
¿Ahí conociste a mi papá?
–Sí. El había
sido el autor de la certera pedrada sobre el búho. Al verme fuera de mi guarida
se acercó hacia mí con lentitud. En aquel momento pensé que estaba buscando una
especie de pago por haberme salvado la vida, así que le extendí mis patas
ofreciéndole una de las manzanas. Él se negó a recibirla y sonrió otra vez.
Dijo llamarse “Yolotl”…
–¡Como yo! –
interrumpió nuevamente el crio.
–Si, tú te
llamas así en honor a él… luego preguntó mi nombre. Le dije que todos me
llamaban “Yoali”, y me dijo que “yo era la noche más hermosa que él hubiera
visto durante su larga vida”. No le creí en aquel instante, pero no por eso
desistió en buscar mi aprobación. Me tomó de la pata y trepamos juntos por una
barda de ladrillos. Caminamos uno tras el otro por un borde angosto y luego
brincamos hacia un terreno baldío lleno de plantas espinosas.
–¿Nopales? –
preguntó el chico.
–Sí,
“nopalli”. Yo no los conocía en aquel entonces, y me sorprendí al ver que una
planta tan extraña y llena de espinas pudiera ser tan maravillosa y mágica. Tu
padre dio un brinco sobre una de ellas y arrancó con gran habilidad un fruto
que coronaba un enorme nopalli. Una espina se le quedó clavada en una de sus
patas traseras, pero la removió fácilmente y sin hacer un solo gesto de dolor.
Luego me hizo señas para que probara la fruta. Le di un mordisco y entonces él
comenzó a reír cuando me vio hacer muecas de desagrado. Me arrebató el fruto y
le retiró la cascara. Ahora si la fruta estaba lista para comerse. ¡Era
deliciosa! Nunca en mi vida había probado algo tan dulce… le regalé la mejor de
mis sonrisas como agradecimiento y él la aceptó diciendo “Es una estrella del
cielo para iluminar la más bella de las noches”…
–Eso es
romántico… – añadió el pequeño no sin antes hacer en el proceso un gesto de
aparente asco.
–Sí, lo fue…
así era él… fue por eso que decidí seguir aceptando de buen grado sus visitas,
cumplidos y obsequios durante las siguientes once lunas. Después de aquellas
mágicas noches, acepté al fin formar una familia con él. Nos unimos durante una
noche tibia y carente de viento. Nos juramos amor y fidelidad eternos. Fue así,
como días después, nos enteramos de que la Diosa nos había enviado un regalo
desde el Cielo: nuestro propio hijo.
–¿Yo? – dijo
el chiquillo visiblemente confundido.
–Sí. Estabas
guardado en mi pancita, esperando el momento adecuado para ver la luz de la
luna por primera vez. Conforme pasaban los días, yo podía moverme menos. Tu
padre era quién se aventuraba en el poblado humano durante las noches para
conseguir alimentos suficientes para todos.
–Era valiente
– dijo el crio cacomiztle con un dejo de orgullo en su voz.
–Muy
valiente. No le temía ni a los coyotes, ni a los mapaches, ni a los linces y
mucho menos a los búhos. Era un Cacomixtle valeroso como pocos… sin embargo,
durante la luna número treinta de la espera por tu nacimiento, un
acontecimiento aterrador tomó lugar, cambiando para siempre el rumbo de
nuestras vidas.
–¿Cuál, mamá?
¿Cuál? – cuestionó el pequeño.
La madre
Cacomixtle, la llamada “Yoali” cerró los ojos y dejó escapar una lágrima.
Recordar era doloroso, pero debía hacer un esfuerzo por su hijo. El jovencito
deseaba saber la verdad sobre su padre y ella no era quién para negarse. Sujetó
entre sus patas delanteras una pequeña piedra marrón, la apretó con tanta fuerza
como fue capaz y prosiguió con su relato:
–Aquella
noche la tierra se vio invadida por un curioso fenómeno. Las entrañas del suelo
rugieron con ferocidad, y de un momento a otro todo se volvió un caos. Las
sólidas construcciones humanas comenzaron a resquebrajarse frente a nuestros
ojos. Las ramas de nuestro árbol empezaron a crujir, y enormes grietas
aparecieron de la nada para tragarse las piedras y plantas que adornaban el
suelo. Asustada, me hice un ovillo intentando protegerte. Tu padre conservó la
calma y me tomó entre sus patas. Saltó hacía el suelo justo antes de que
nuestro árbol se viniera abajo. Una vez en el piso, me incorporé y le hice
saber que estaba lista para continuar con la huida. Él guio el camino hasta un
establo abandonado que parecía resistir con orgullo los embates del
incomprensible movimiento de la tierra. Nos refugiamos ahí hasta que el suelo
dejo de estremecerse. Cuando la furia de la naturaleza terminó, comenzó el caos
provocado por los humanos; decenas de machos y hembras de aquella especie
corrían de un lado a otro sin una dirección aparente. Gritaban y gesticulaban
con gran desesperación, pero curiosamente no hacían nada para ayudarse los unos
a los otros. Tu padre me miró y dijo “debemos irnos de aquí”. Asentí y comenzamos
a correr tan rápido como podía, y hay que decir que no era muy veloz
considerando que te cargaba en mis entrañas. Recorrimos algunos senderos poco
transitados hasta que finalmente, a lo lejos se dejó ver una construcción
humana con un par de columnas iguales rematadas con una especie de punta
achatada. “Ahí es a dónde vamos” dijo tu papá. Le sonreí y le indiqué que
podíamos seguir avanzando. Tal vez debí decirle que necesitaba parar, quizá si
en aquel momento hubiéramos buscado refugio no habría pasado lo que ocurrió
después…
–¿Qué paso,
mamá? ¿Por qué estas llorando? – preguntó el chiquillo visiblemente
contrariado.
Sobrepasada
por las emociones que le traía rememorar aquellos días tristes, Yoali había
roto a llorar provocando una pausa inesperada en la historia. Respiró hondo y
esbozó su mejor sonrisa para no asustar a su pequeño. Un poco recompuesta,
continuó su narración:
–Ralentizados
debido a mi incapacidad para correr, pronto nos pusimos en peligro de muerte.
El mismo búho que apareció la noche en que conocí a tu padre se presentó otra
vez en aquella ocasión. Tu papá intentó arrojarle algunas piedras, pero esta
vez el búho consiguió esquivarlas todas. En esta oportunidad no se iría con las
garras vacías…
–¿Se llevó a
papá? – dijo el joven Yolotl con la voz entrecortada.
–No. Mi amado
esposo consiguió arreglárselas otra vez para distraerlo. Corrió en dirección
opuesta hacia donde yo hui y dejó escapar un agudo chirrido con el fin de
atraer la atención del ave. Funcionó. El pájaro se volvió sobre él intentando
darle alcance. Entonces tu padre dirigió su carrera nuevamente hacia el
derruido asentamiento humano. Esquivó algunas rocas durante su escape, evitó
una colisión con una carreta llena de pequeños humanos que huían aterrados del
lugar, y aprovechando la confusión usó como escudo a un par de caballos que
pastaban distraídos cerca del lugar. Cuando llegó a la primera construcción del
pueblo humano, trepó por un pilar que conducía a un curioso campanario. El búho
se lanzó sobre él, pero tu papá saltó hacia el pilar del otro lado con gran
habilidad. Solo usó este para impulsarse con un pequeño saltó y volvió hacia la
primera columna. El malvado pájaro se recompuso y otra vez se puso tras él. Fue
entonces cuando Yolotl se dejó caer en una grieta y el ave lo perdió de vista.
El búho no sabía que los cacomixtles podemos caminar en un espacio angosto
presionando nuestra espalda contra una pared y caminando con nuestras patas en
la otra. Había logrado escapar…
–¡Qué buena
historia! – exclamó el chiquillo – Ese es un gran final.
–Sí, lo era,
pero no fue el fin de aquella historia, nuestra noche todavía no terminaba –
respondió su madre con amargura en su voz – Convencido de que había engañado al
búho, tu padre nos dio alcance en las viejas ruinas adonde nos dirigíamos al
principio. Comenzó a cavar un agujero entre las rocas y me indicó que entrara.
Entonces, justo en el momento en que me disponía a dar el primer paso hacia el
interior de la madriguera, oímos el crujido de una rama. Volteamos al mismo
tiempo hacia el lugar de donde había venido el ruido y entonces lo vimos… se
trataba del infame búho otra vez. Sin decir palabra, Yolotl me empujó hacia el
interior de la guarida y subió frenéticamente una de las pocas paredes que
quedaban en el lugar. Luego corrió desesperado por el borde para buscar atraer
la atención del ave. Lo consiguió; el pájaro se lanzó tras él, y cuando la
barda estaba a punto de terminar, tu papá dio una voltereta sobre si para
cambiar el rumbo de su carrera. El búho no pudo prever la maniobra, y chocó su
cabeza contra los restos de un pilar de ladrillos. Yolotl me miró y sonrió.
Sonreí también. Fue la última vez que lo hicimos… porque en el momento en que
tu padre saltó hacia la columna de la izquierda para descender por ella y
guarecerse en la madriguera junto con nosotros, el persistente búho por fin le
dio alcance. Lo capturó al vuelo, presionándolo salvajemente con ambas garras,
extrayendo en un segundo el último aliento de su vida. Y entonces, justo frente
a mis ojos, mi amado Yolotl desapareció.
–Entonces, es
por eso que él no vive con nosotros… no es porque se haya ido de viaje como me
dijiste antes… - declaró decepcionado el pequeño Cacomixtle.
–No te mentí.
Si fue de viaje, de uno del que ya jamás se retorna.
–¡Pero
dijiste que volveríamos a verlo! – reclamó el chiquillo con lágrimas en sus
ojos.
–Y lo
haremos, cuando el tiempo nos alcance y visitemos el otro mundo. Te aseguro que
apenas crucemos, ahí estará él, esperándonos con las patas abiertas.
–¿Por qué
tuvo que irse? ¿Por qué se sacrificó por nosotros?
Yoali suspiró
y acarició el rostro peludo de su pequeño hijo. Lo besó con ternura y le dijo
dulcemente al oído:
–En ocasiones
los padres deciden irse sin nada para que sus hijos lo tengan todo. A veces en
este mundo es necesario que alguien de tu familia se decida a abrazar la muerte
para que los otros puedan abrazar la vida…
Los parpados
del joven Yolotl cayeron al mismo tiempo que la noche, y la Luna se alzó en
medio de la oscuridad, prometiendo con su luz el nacimiento de un nuevo y
luminoso mañana.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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