—¡Ponte en pie, José María!—exclamó una voz. Era imposible, estaba solo dentro de aquel calabozo. ¿Quién podría ser el autor de tal arenga? Levanté la cara con desgano y miré alrededor. No alcanzaba a ver a nadie. Ni una sola alma se presentaba ante mis ojos. Suspiré aliviado. No necesitaba otra ronda de torturas de esos perros inquisidores. La última vez el objetivo habían sido mis piernas. Las tenía tan mancilladas por los latigazos, que me era muy difícil siquiera ponerme en pie para sentarme en la vieja banca de madera que “adornaba” mi celda. Así que opté simplemente por apoyarme en ella con los brazos cruzados. Era el refugio perfecto para mi maltrecha cabeza. — ¡Levántate José María! ¡Tu pueblo te necesita! Otra vez la voz. ¿Mi pueblo? ¿Cuál pueblo? Los acababa de traicionar apenas hace dos noches. Me rasparon las manos hasta dejarlas en carne viva. Cada movimiento de las navajas sobre mis palmas me había obligado a delatar pequeños detalles del movimiento d...
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