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Yoali Ehecatl



Aquella noche el viento soplaba en dos direcciones, siempre encontradas entre sí.  Ambas corrientes colisionaban con tal fuerza, que la misma luna abandonó el cielo y se escondió tras las nubes llena de miedo.

La abuela miraba atenta al firmamento, y cada vez que los vientos chocaban murmuraba dos nombres:

Yoali Ehecatl y Quetzalcóatl.

Sus ojos se movían veloces, respondiendo a cada movimiento; nunca la creí capaz de semejantes reflejos, es más, no consideré siquiera que tuviera energía para permanecer despierta más allá del ocultamiento del sol.

De repente decía: ¡Ayya! y sus dientes castañeaban sin razón aparente.
No pude más; decidí interrumpirla y preguntarle que estaba sucediendo. Cuando posé mi mano en su hombro, las hojas de cien árboles se unieron a las furiosas corrientes. No estaban ordenadas al azar: parecían las plumas de una armadura de Campeón, adornando majestuosas cada centímetro de un guerrero invisible.

Tal vez mi imaginación me engañó, pero casi podría jurar que las siluetas enmarcadas con las plumas eran de dioses reales: dos señores de los vientos enfrascados en furioso combate.

Instantes después, la abuela despertó de su trance.

Balbuceó decenas de cosas, pero solo entendí algunas. Lo último que entendí era que Yoali Ehecatl había sido derrotado, y que debíamos proporcionarle un lugar para descansar.

“¿Por qué nosotros?”, le pregunté, y ella respondió que era nuestra responsabilidad como habitantes del Ehecatepec, el Cerro del Viento.

Al despertar la siguiente mañana, comencé a tallar una banca de piedra.  No paré ni un momento, dejé de lado el ingerir agua y alimentos por muchas horas, y al fin, al caer la noche, terminé la tarea.

Cuando me disponía a retirarme para descansar, mi abuela apareció; me dijo que esa banca no serviría. Que si mi intención era hacer una ofrenda a Yoali Ehecatl, tenía que avisarle que esa banca era suya.

Refunfuñé, pero le hice caso. Llevé mis pinceles hasta donde estaba la banca de piedra, y pinté con glifos una sencilla leyenda: “Para que descanse el Señor Viento de la Noche”.

Miré a la abuela con recelo, le di un beso en la frente y me marché a dormir.
Cuando la noche se tornó espesa, el viento comenzó a silbar nuevamente; esta vez las corrientes eran débiles, apagadas, como si la tristeza y la melancolía las inundaran.

Sin saber por qué, me dirigí hacía la banca.

Ahí, reposando, vislumbré a un hombre: lucía fatigado, igual que un macehualtin después de una dura jornada en el campo.
Era él. Ahí estaba, descansando, recuperando fuerzas después de una cruenta batalla. Se trataba del Señor Viento de la Noche.

Lo observé durante largo tiempo. Intentaba no hacer ruido ni al respirar para no molestarlo.  Cuando por fin me animé a dejarlo en paz, giré mi cuerpo muy despacio y le di la espalda.

Justo al momento de dar el primer paso, oí su voz dirigiéndose hacia mí:
“Al perder la batalla con Quetzalcóatl, quedé condenado a ser un nómada por toda la eternidad. Perdí mi lugar en el templo del viento y ya no estoy invitado a descansar en ningún lugar. Solo aquí… Pero el viento no tiene que permanecer estático, debe ser libre para viajar y tocar nuevos pastos, conocer nuevas montañas y besar diferentes costas. No me dejes morir… ayúdame a recuperar mi libertad…”

Me afligía el lamento del dios, pero, ¿qué podía hacer yo? ¡Un simple artesano! Entonces, pensé en algo: imaginé una travesía cruzando el Anáhuac entero, construyendo en cada región lugares de descanso para el Señor Viento de la Noche.

Tal vez esa era la misión de mi vida.

El viento sopló otra vez, el amanecer se estaba aproximando. Yoali Ehecatl esperaba una respuesta…

“Le ayudaré”, dije sin dudar.

Volteé a ver al cansado dios, y me pareció verlo sonreír antes de esfumarse al ser iluminado por la luz del sol.

Desde ese día viajo por todo el Anáhuac, construyendo bancas de piedra con glifos que la gente ha olvidado ya. Solo los miran confundidos y alzan los hombros, como preguntándose quién será el Viento de la Noche.

A veces quiero explicarles todo, pero parece que ya no soy capaz de hacerme oír. Quizá morí hace mucho tiempo ya, pero no lo recuerdo. Tal vez el Mictlán me esté reclamando, pero aún no termino mi misión.

Cada día es una oportunidad, una más en la que podré decir:
“Pare aquí, por favor. Esta banca es para que descanse el Señor Viento de la Noche.”

Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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