El reloj marca las once de la noche. El padre Servando guarda afanosamente los implementos que ha usado en este domingo de misa. El cáliz se le resbala por los viejos dedos y al verlo en el suelo maldice en voz alta. Como todos se han marchado ya, un par de groserías bien justificadas no importan. Alza la copa y aprovecha para beber otro sorbo de vino de consagrar, después de todo, ha sido un día pesado y ese último trago está bien merecido.
Suspira. Se retira los lentes con la mano izquierda y soba el puente de su nariz. Ojala hubiera aprovechado la oportunidad que tuvo para hacerse la operación con láser. El doctor Vázquez iba a absorber todos los gastos a cambio de tan solo absolverlo de unos cuantos pecados. Pero quiso más y aparte de la operación exigió un “pequeño dinerito” a cambio de la absolución. El doctor prefirió vivir en la infamia que pagar el precio del cielo. Tonto. ¿Cómo pudo atreverse a desdeñar la oportunidad de la redención? piensa el Padre Servando mientras se dirige a sus aposentos.
Sus pasos son lentos y pausados. Parecen sucederse uno tras otro al ritmo del reloj: tic, tac, paso, paso… cuando uno se hace viejo el tiempo lo es todo.
Por fin alcanza el picaporte de su habitación. Se saca los zapatos apenas toca el suelo de alfombra. Respira hondo y da un par de pasos hacia el cuadro de San Juan Diego. Sonríe. Luego sujeta el marco y deja al descubierto un compartimiento secreto del que saca dos objetos envueltos. Uno es una botella de whiskey. La etiqueta está muy desgastada y es imposible leer la marca. El otro envoltorio es una figurilla de arcilla. Parece un ídolo mexica, de tiempos tan lejanos que cuesta incluso ya trabajo el recordarlos.
El padre Servando acuna la figurilla entre sus brazos y le besa la frente. Luego se persigna y lleva al ídolo hasta su cama, lo acaricia como si se tratara del rostro de un bebé recién nacido y deja que sus dedos redibujen las formas de la pequeña estatua… es una escultura singular; parece una mujer en cuclillas a punto de defecar. Tiene un rostro iracundo y placentero a la vez, igual que las viejas matronas que hablan de la iglesia con la boca y transmiten pecado con la mirada.
El viejo sacerdote tiene un nudo en la garganta. Esperaba nunca tener que recurrir a esto, pero al mal paso darle prisa, así que comienza a hablar:
- Divina madre, yo, lamento molestarla, pero tengo algunas deudas espirituales que me gustaría saldar. Si, sé muy bien que lo que he hecho ha estado más que mal, pero si no recurro a ti, ¿Con quién más podría ir?
La figurilla se mantiene incólume. Rígida en el rostro, rígida en el pensamiento. Un relámpago alumbra la ventana del cuarto, el padre Servando lo toma como una señal divina y continúa hablando:
—Querida madre, no rechaces este alimento que te traigo, son pecados, sí, pero de alguna forma son también deliciosos. Ya no los quiero, al fin ha llegado el día de mi arrepentimiento, y quiero que tú, en tu sublime benevolencia, los aceptes y los devores para que dejen de aquejarme. Las sombras del pasado pesan demasiado para los hombros de un anciano.
Por alguna extraña razón la estatuilla se tambalea. Pudo haber sido una manifestación espiritual o pudo haberse tratado de un tráiler que paso muy cerca de la iglesia. Quién sabe. Cada quién elige lo que quiere creer…
—He visto que te has movido madre, así que proseguiré con la limpieza de mi alma. A lo largo de estos años he hecho cosas terribles que estoy seguro que ni el mismo cielo me perdonaría. Pero tú no eres Él, no madre, tu eres bondadosa, y sabes que la carne es débil y necesita con urgencia lo vulgar, lo vil, lo sucio… tu puedes entenderme, sé que me entiendes…
La ventana de la habitación se abre de repente. Un viento furioso vuela algunos papeles que estaban arrumbados en el escritorio del sacerdote. Pero él no se inmuta, la confesión es un ritual sagrado, ya sea católico, azteca o ambos…
—No quería hacerle daño a aquellos niños, tú bien lo sabes, solo pretendía mostrarles lo que era el amor, lo que era la pasión, pero a su tierna edad les fue imposible comprender… que el Señor los tenga en su gloria, quizá se nos pasó un poquito la mano, pero, ¿Quién puede contenerse en los asuntos del corazón?
Nada. Ahora ya ninguna “señal” se manifiesta. El único ruido en el cuarto es el continuo tintinear del vaso de vidrio cuando choca con la botella de whiskey…
—Y esas dulces novicias, tan bonitas, tan atractivas… no podíamos permitirles ser monjas así nadamas. Para demostrar su amor a Dios había antes que amar a sus representantes en la tierra… les estábamos haciendo un favor, pero ellas no lo entendieron. Lamento mucho que una inexistente “vergüenza” las haya llevado a la muerte. Colgarse de las vigas del oratorio no fue lo más adecuado, no se dieron cuenta del daño que le hacían a la iglesia…
Las manos del padre Servando comienzan a temblar. El vaso de whiskey se resbala de sus manos sudorosas y rueda por la alfombra. No se rompió. ¡Qué suerte!
—Y los indigentes, los vagos, los malvivientes… todos esos desafortunados que tuvimos que correr de la iglesia. ¡Pobrecillos! No queríamos que nada malo les pasara, por eso los acercamos al Señor. El frío decembrino se encargó de terminar con ellos. Ahora están en el cielo, y no sufriendo en este mundo tortuoso lleno de dolor y tristeza… eso es todo, querida madre, de lo demás, no me arrepiento. ¿Qué me dices? ¿Estoy perdonado?
El pequeño ídolo no se mueve ni un ápice. La mística Tlazolteotl parece haber hecho oídos sordos a la petición de perdón del sacerdote pecador. El padre se toma la frente con las manos y da un fuerte tirón sobre los últimos cabellos que le quedan, entonces, cree oír una voz que parece venir de ninguna parte:
—Ya todo está olvidado.
Perfecto. Eso es justo lo que esperaba. Ya está limpio de pecados y podrá visitar el orfanato sin remordimientos el día de mañana.
Original de J. D. Abrego "Viento del Sur"
Comentarios
Publicar un comentario