Durante siglos, nos hemos preguntado cual es el problema que los humanos tienen con nosotros. Jamás hemos emprendido ninguna acción violenta contra ellos. Nunca, ni aun siendo infinitamente más numerosos que ellos, hemos intentado apoderarnos de un mundo que bien sabemos, no es nuestro.
Así que no entendemos el porqué de su odio irracional hacia nosotros. Nos persiguen como si fuéramos una plaga voraz, y la verdad, estamos muy lejos de serlo. No devoramos sus campos en una oleada salvaje como las langostas. Tampoco nos alimentamos de su sangre como los furiosos mosquitos. Y no robamos sus preciados alimentos como las industriosas hormigas.
No. Nada de eso hacemos. Nada de eso somos nosotros.
No vivimos a la vista de sus curiosos ojos. Nos refugiamos en rendijas y huecos para no importunarlos. Salimos solo cuando la oscuridad inunda las habitaciones y ellos duermen profundamente.
Comemos solo aquello que han desechado, eso que despectivamente llaman "basura". Para nuestra especie, esa "basura", es nuestro más preciado tesoro.
No los mordemos. No provocamos salpullidos en su piel, ni picazón. Tampoco molestas inflamaciones.
Pero aun y cuando no los perjudicamos en nada, nos odian con furia desmedida, con un rencor irracional que parece venir desde el mismo fondo de sus entrañas.
Con el paso de los años, sus métodos para aniquilarnos han evolucionado. Su tecnología se desarrolla a mayor velocidad que las capacidades de nuestros cuerpos. La mayor parte de las ocasiones nuestra única opción es morir.
Nos bañan en nubes tóxicas que también son dañinas para ellos. Agitan poderosas “varas de trueno” ante nuestros ojos, y expulsan su contenido con tal furia, que cualquier que fuera testigo de aquel ataque podría jurar que nuestras razas están en guerra. Tratamos de confundirlos con estudiados movimientos aleatorios: izquierda, derecha, atrás, atrás… pero la nube de la muerte tiene un enorme alcance… sin que nos demos cuenta, penetra en nuestros cuerpos, ascendiendo por cada cavidad, inundando cada milímetro de nuestro ser.
A veces conseguimos escapar. Pero ese es solo el principio de una agonía mayor. Aunque el veneno no consiga detenernos en el primer ataque, lo hace después. Ya está en nosotros. Y sin saberlo, lo transmitimos a nuestras parejas e hijos. ¡Ahora nosotros somos el arma humana! Nos usan como portadores pasivos de su malvado veneno. Creemos ingenuamente que huimos de su ataque, pero como todo en el mundo de los humanos, es una infame mentira. Solo nos dejaron escapar porque sabían que infectaríamos a toda la colonia. Y entonces todo se vuelve un caos. Vemos morir a los nuestros uno a uno. Vivimos una agonía que parece durar años. Cada segundo muere uno de tus hijos, mientras tú permaneces impotente y lleno de culpa… no los mataron los humanos, ¡fuiste tú mismo con tu imprudencia!
Tratamos de defendernos. Hemos conseguido maravillosas capacidades. Podemos compactar 8 veces nuestro cuerpo para huir por lugares que antes parecían inaccesibles. Algunos de nosotros han desarrollado poderosas alas que nos permiten apelar al sentido del terror humano. Pero cuando el susto pasa, y los humanos se percatan de que no podemos dañarlos ni volando, volvemos a convertirnos en presas…
Y aunque nos avisamos de los peligros con nuestro maravilloso sistema de comunicación ubicado en las antenas, el humano es un cazador veloz, audaz e inteligente… cuando nosotros creemos que ya hemos ejecutado la huida perfecta, un poderoso pisotón acaba de tajo con nuestra existencia. No hay exoesqueleto que soporte la presión de un cuerpo humano adulto sobre ti.
Parece que no estamos a salvo en ningún lado y de ninguna manera. Incluso nuestras lejanas primas de Madagascar son esclavas de los humanos. Son grandes y poderosas, con una envergadura impresionante y aterradora estética, pero nada de eso funciona cuando un humano quiere matarte. Las usan como alimento para animales presos en cajas de cristal. Reptiles otrora grandiosos, viven hoy enclaustrados en pequeñas mansiones de cristal, pendientes de que el egoísta humano lo alimente con hermanas cucarachas, las gigantes de Madagascar.
¿Qué les hicimos?
¿Por qué nos odian tanto?
¿Por qué envenenan pedazos de pan que nosotros tomamos ingenuamente? ¿Por qué riegan polvos blancos en las entradas de las puertas que nos emponzoñan al apenas dar el paso?
¿Por qué?...
Si supieran todo lo que somos capaces de hacer, si nos dieran una oportunidad… Si tan solo se decidieran a tolerarnos y así vivir con nuestra especie en perfecta armonía, en ideal coexistencia…
Quizá es tiempo de unirnos y enfrentarlos. No queremos guerra, solo deseamos ser escuchados. Buscamos tener el derecho de réplica, explicar nuestros motivos y ventajas. Hacerles ver que la coexistencia es posible, y que la basura generada por ellos es nuestro alimento. Podemos trabajar juntos, ¡estamos seguros de que funcionaría!
Así que reúno a todo el clan. Les envió mensajes de alerta a través del sistema de antenas. Dudan, pero acceden al final. Quieren acabar ya con la masacre provocada por la raza humana. Salimos de escondrijos, drenajes y grietas. Entramos del patio y abandonamos la comodidad de los nidos cerca de las plantas.
El humano acaba de limpiar su piso. Las “varas de trueno” están lejos de su alcance, es imposible un ataque sorpresa. Algunos moriremos presa de los pisotones, pero nos mantendremos firmes, y haremos que nuestra voz sea escuchada.
Inundamos la cocina y bajamos al suelo para confrontar al humano. Nunca hubo congreso invertebrado más numeroso. El humano nos mira. No hace nada. Nos deja avanzar.
Seguimos conquistando centímetros del suelo. Ya estamos cerca. Tal vez en esta ocasión estará dispuesto a escucharnos.
Continuamos avanzando. El humano no se inmuta. Sigue de pie, como si nada pasará. Pero sabemos que tenemos su atención, porque está mirando hacia el piso.
Estamos por llegar, por fin podremos hablar con él cara a cara. Justo como la naturaleza hubiera querido que pasara desde hace centenas de años. El humano se pone en cuclillas, hace una extraña mueca y sonríe… no es una sonrisa amigable… me pongo en alerta…
–¡Es una trampa! ¡Es una trampa! – gritó con celeridad. Pero nadie me contesta. Miro alrededor: mis compañeros y compañeras han caído… se retuercen boca arriba con los ojos desorbitados…
El humano no había limpiado su piso, lo había envenenado… lo único que hicimos nosotros fue facilitar su labor… nuevamente soy el responsable de las muertes en mi colonia, solo que en esta ocasión, ya no hay remedio, la extinción es definitiva…
Nuestro enemigo nos mira con desprecio. No se conmueve con nuestras muertes. No ve a los niños asfixiados, ni a los ancianos agonizantes. No se percata de las mujeres exterminadas ni de los valientes guerreros fulminados. No. El solo ve un montón de inútiles cucarachas…
Quiero huir, pero ya no funcionan mis patas. Solo mi cerebro parece estar vivo. Miro hacia el cielo, pero todo se ve oscuro. La oscuridad se acerca cada vez más. Quizá es la noche que me envuelve, o tal vez es solo una bota de suela oscura.
Nunca lo sabré.
Parece que después de todo, mi sueño es imposible. No hay tal cosa como la añorada coexistencia.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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