Hoy me levanté con la pata derecha. Apenas abrí los ojos me empezaron a suceder cosas buenas; por alguna extraña y curiosa razón, amanecí calientito.
Desperté completamente cubierto por una prenda humana de corte afelpado y agradable olor. No sé si cayó desde una ventana, ni tampoco si alguien simplemente la tiró por considerarla basura, o si alguien la perdió sin siquiera darse cuenta. Yo prefiero pensar que un humano compasivo me vio temblando de frio en medio de la oscuridad y se apiado de mí, deshaciéndose de una prenda útil para él, pensando que su regalo me haría pasar una suave y cálida noche. Sí, seguro fue eso. Doblé cuidadosamente mi recién obtenida “cobija”, y me encaminé hacia la avenida.
Habitualmente siempre tengo que pasar corriendo como loco cuando paso frente a la tienda, porque la señora de “los tubos” en la cabeza me echa una cubetada de agua helada. Pero hoy no fue así: se los repito, era mi día de suerte.
Cuando apenas iba a encarrerarme para librar el embate del agua fría, la señora de “los tubos” se resbaló y cayó con un golpe seco en la banqueta.
“¡Pero que costalazo!” diría mi antiguo dueño.
Que recuerdos… ese niño me caía muy bien, es una lástima que haya tenido que cambiarse de casa; se fue muy lejos y no me pudo llevar con él.
Siempre acostumbro mirar hacia la avenida por si regresa, pero aunque eso no ha pasado todavía, yo no pierdo la esperanza. Menos hoy, en mi día de suerte.
Luego de mi victoria frente a la señora de la tienda, caminé dando saltitos en lugar de correr como siempre. Ya iba a llegar a la avenida cuando un olor atrajo mi atención; parecía pollo. Empecé a olisquear: aspiro, suelto; aspiro, suelto; aspiro, suelto, camino; aspiro, suelto, camino; aspiro, aspiro, camino; sí… ¡Era pollo! ¡Algún loco de atar había dejado en la basura medio pollo rostizado en perfecto estado! Si, estaba algo quemado de las alas, y más frío que el agua de la cubeta que me estaba destinada a bañarme hoy, pero, ¡era pollo! Y lo mejor era que no había nadie alrededor que amenazara mi botín. Era mi día de suerte; no estaba ni el “Pelos”, ni “Matea”, ni tampoco el atemorizante y fiero “Pirata”.
Aquel día la calle estaba desierta. Aun así caminé hacia mi pollo con cierto recelo; un perro que vive en la calle siempre tiene que estar alerta, cualquier cosa podría ser una trampa, en especial las buenas… Afortunadamente todo estaba bien, ¡todo estaba bien! Comí mi medio pollo con toda la tranquilidad del mundo: chupé los huesitos y me relamí los bigotes, ¡que delicia!
Emprendí el camino nuevamente, ahora con la barriga llena. La avenida ya se veía bastante iluminada. Tenía que cruzarla si quería llegar al parquecito; ahí podría jugar unas horas y olvidarme de mis penas por un buen rato. Y como hoy era mi día de suerte, seguro que me sucedería algo genial apenas llegara.
Justo cuando me disponía a pasar, algo me detuvo. Fue una especie de palmada acompañada de una voz; era un humano y me estaba avisando algo.
Miré hacia el frente y vi que había demasiados carros inundando la avenida: corrían a gran velocidad, y lo peor, en distintas direcciones, con unos tratando de adelantarse al paso de otros. El humano me volvió a hablar, y no me lo van a creer, pero le entendí…
–No sirve el semáforo – dijo.
Y comprendí de qué hablaba: las luces que paraban a los coches estaban apagadas.
Eso no me dejaría pasar al parque, al menos no sin poner en peligro mi vida.
Me acerqué con precaución al humano y lo olí; había algo familiar en él, y no me refiero a que lo conociera, sino a que tenía un olor familiar impregnado en sus ropas.
Era un olor a bebé, a cachorro, a perro…
¡El humano tenía un perro! así que decidí que no era peligroso.
Me aproximé a él y lo dejé acariciarme: me sobó la cabeza y luego el lomo. Hacia tanto tiempo que nadie me hacía un cariño… cerré los ojos y me deje llevar; recordé a mi joven amigo y cómo me dejaba frotarme contra sus piernas aunque lo dejara lleno de pelos; en cómo me acariciaba cuando sus papás me regañaban por hacer pipí adentro de la casa; y en cómo me felicitaba cuando me aguantaba las ganas y conseguía hacer mis necesidades afuera…
Abrí los ojos y el humano me seguía hablando y acariciando: me platicó de su pequeño perro y de cómo crecía cada vez más; de cómo lo saludaba con alegría cuando llegaba de trabajar y cómo se dormía en los pies de su cama, tratando de evitar que se fuera y lo dejara todo el día solo.
Me acarició nuevamente. Nunca me ofreció un hogar, y tampoco nunca se lo pedí. Lo único importante en verdad era vivir ese momento. Él no se dio cuenta, pero dejé escapar una lágrima: no hay nada que ame más un perro que estar con su humano.
Lo demás no importa, solo interesa estar juntos.
Mi nuevo amigo me dijo que tenía que irse. Pronto abordaría un autobús que lo llevaría a su lugar de trabajo. Asentí y di dos pasos atrás; me había hecho muy feliz. Pude notarlo triste, pero traté de sonreír para alegrarlo, y él sonrió también. Así que me di la vuelta. Mejor no decir adiós.
¡Tal vez hasta nos encontraríamos otra vez!
Así que regresé a mi guarida dando pequeños saltitos felices. Todo me estaba saliendo bien. Era mi día de suerte…
Mas el panorama pronto cambió; todo pareció oscurecerse de pronto. La camioneta del antirrábico apareció frente a mí. Me cerró el paso en la esquina.
Tragué saliva. Mi buena fortuna se había acabado de tajo.
Ladré con fuerza, como tratando de espantarlos, pero los hombres del antirrábico solo sonrieron. Se tomaron su tiempo para bajar de su camión, y entonces…
¡Un enorme autobús rojo los embistió!
Parecía ser un tipo de autobús escolar… los arrastró por una distancia bastante larga y luego se detuvo. Los hombres del antirrábico trataron de bajar de su vehículo, pero las puertas estaban atascadas…
Ladré feliz y me voltearon a ver; lanzaron algunas maldiciones y amenazas, y yo les correspondí con una nueva tanda de ladridos.
No podrían atraparme, no ese día al menos, ¡porque aquel era mi día de suerte!
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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