A veces me come el olvido. Pasan días sin que me percate de la salida de la luna o la puesta del sol. Frecuentemente me sorprendo mirando con desgano al horizonte, como deseando la muerte, aún a sabiendas de que esa no es opción para un dios.
Lloro lágrimas de sal y dejo escapar furiosos rugidos con la esperanza de que alguien vuelva a escucharme. Pero nada pasa. Ya nadie presta sus oídos al dios jaguar, al señor del corazón de la montaña, al alguna vez todopoderoso Tepeyollotl.
Suspiro y observo con apatía el exterior de mi cueva. Ante mis ojos nada ha cambiado. La selva permanece abundante, los insectos continúan su vuelo incesante e intrascendente, el quetzal no deja de cantar y los tapires no paran de andar.
Sin embargo, ya nadie viene a visitarme.
Ya ningún corredor atraviesa las laderas de la montaña con una canasta a cuestas. Ya no hay mensajeros ansiosos con rollos de palabras pintadas en viejos bolsos de arpillera. Tampoco se dejan ver los niños traviesos correteando entre los árboles. Todos se han ido. Todos han abandonado ya al viejo Tepeyollotl…
Bostezo triste mientras el eterno sol alcanza su punto más alto. Hago un esfuerzo divino para ponerme en pie, pero mis garras se niegan a responderme. Aprieto los ojos buscando fuerza en mi interior, y me la dan mis viejos recuerdos, aquellos en los que mi voz repetía lo que decían, cantaban o gritaban los habitantes del Anáhuac.
Me levanto al fin con renovadas esperanzas. Pensar en lo que fue (y tal vez ya no será) me inyecta un poco de ánimos. Mis zarpas afiladas se clavan en la tierra y un pequeño temblor sacude la selva. Sonrió y me deleito al ver aquel despliegue de mi propia fuerza. Había olvidado que soy un dios de los terremotos.
No me sorprende haberlo omitido, porque incluso hay veces en que olvido que todavía existo.
Miro alrededor buscando alguna queja por el pequeño temblor. Nada. Sigo estando solo.
Paso un poco de saliva y camino melancólico hacia la pequeña laguna en la que acostumbro beber. Observo mi reflejo y me cuesta trabajo creer que sigo ahí. El penacho de plumas permanece en su sitio, adornando una cabeza felina que hoy ya me cuesta reconocer como mía. La piel moteada reflejada en la superficie del agua me recuerda que soy un jaguar, y que es en la noche, y no en el día, donde yo debería de sentirme más cómodo, más feliz, más libre…
Me retiro dando pequeños pasos hacia atrás, esperando que mi innecesaria precaución llame la atención de alguien oculto entre los tupidos matorrales tropicales.
Pero no hay nadie. ¡NADIE!
Sin nada más que hacer o desear, busco el cobijo de las siempre leales sombras. Cierro los ojos y duermo una siesta para olvidar mi penosa existencia.
Despierto a mitad de la noche. Algunos pequeños estruendos retumban en mis orejas. Levanto el rostro para que aquellos miserables sonidos se posen en mis oídos. Son una especie de golpes secos, como piedras chocando con piedras.
Trepo en el árbol más alto de la selva para observar lo que está ocurriendo. Solo veo lejanas columnas de humo allá donde se encuentran las aldeas humanas. Algunos gritos ahogados escapan por el viento y hacen eco en mis tímpanos.
Luego todo es silencio.
Me he quedado solo otra vez.
Bajo la mirada con la tristeza desbordando mis ojos. Así que esto se siente el ser abandonado. Siempre pensé que eran los dioses quienes abandonaban a los humanos, nunca concebí siquiera que pudiera ser al revés.
Rujo con todas mis fuerzas, y mi propia voz es quien devuelve el feroz sonido. Soy el eco de mi propio grito. La sombra de mi propio ser. El recuerdo agonizante de lo que una vez fue.
Bajo del árbol y me oculto nuevamente en la cueva. Encojo las piernas y me recuesto en el frio suelo. Con una roca puntiaguda bajo mi nuca, miro al horizonte preguntándome mil cosas sin responder ni una sola.
Una lágrima se escapa de mi ojo derecho.
Estoy solo. Los humanos me han olvidado, por alguna razón ya no quieren saber nada de Tepeyollotl. Tal vez el viento reclamo mil sacrificios y nadie sobrevivió. O quizá el quinto sol se desmoronó y se llevó a todos con él.
Quizás, tal vez, no lo sé…
Ojala que el mundo esté acabado sin que de ello me haya percatado. Ojala que el Anáhuac entero haya estallado mientras dormía. Ojala que todos se hayan ido sin despedirse.
Pero ojala que nadie me haya olvidado…
Más lágrimas inundan mis ojos, pero no les permito salir. Los dioses no deben llorar, los dioses no deben sentir. Cierro los ojos y dejo que el sueño me venza, quizá mañana, al despertar, el sexto sol me bañe con sus rayos, y mis débiles y amados humanos vuelvan a revolotear en mi selva igual que mariposas alrededor de la flor…
Quizá mañana ya todo haya pasado. Si, quizá mañana el viejo latido del corazón de la montaña vuelva a ser escuchado…
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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