Siempre soñó con ser la más rebelde de las mujeres. Una activista de tiempo completo. Una pendenciera detractora del gobierno. Pero no lo logró. Sus padres siempre la tuvieron en el puño. Así que hizo lo que se esperaba de ella. Estudiar una carrera técnica con inglés, casarse, tener hijos, un perro, luego otro, luego nietos, y luego otro perro.
Trabajó durante toda su vida en la misma compañía. Así que aquel viernes, a diez días de su jubilación, Adalecia decidió convertirse en la gran rebelde y criminal que siempre quiso ser. Pero no sabía por dónde empezar. Cuando se tienen sesenta y cuatro años, once meses y veinte días, las ideas maquiavélicas tardan en llegar.
Así que el viernes casi se terminaba sin que una miserable idea asomara en la cabeza de la sexagenaria Adalecia. Entonces, justo cuando estaba a punto de darse por vencida, Miguelito Castillo, el Godínez más Godínez de la oficina, tropezó y derramo una impresionante cantidad de papeles en el suelo. Pensó en ayudarlo, pero no, si se cayó, fue por bruto, que el arreglara su relajito. Miguelito recogió rápidamente los papeles, y dijo: "qué bueno que todo lo traía con clip, así no revolví nada". Adalecia meneo la cabeza con desgana, así que Miguelito se subió los lentes en la nariz ganchuda y desapareció de la escena. Hasta los clips la privaban de un momento de diversión y esparcimiento, malditos clips...
Entonces, su mente se iluminó. Si alguien se deshiciera de esos desgraciados clips, todos revolverían sus papeles, y horas de trabajo de oficina se perderían sin remedio... Decidió que esa era la oportunidad de oro que estaba esperando. Su momento de la verdad. Ese día no se iría a las seis. No. Ese día se quedaría hasta tarde, robando todos los clips de cada uno de los escritorios de sus compañeros y jefes. Nadie se daría cuenta de que ella había ejecutado tan maravilloso delito. Porque era viernes. Todos se iban temprano. Rio por lo bajo. Luego soltó una risita. Después una risa fuerte y al final una gran carcajada salió de su lugar. Todos la voltearon a ver, oírla reír era un poco extraño, así que las miradas se posaron en ella por casi dos minutos. Tosió para aclararse la garganta y luego enfoco la mirada en su computadora, para que todos dejaran de observarla. Solo faltaba un minuto para las seis. Contó cada segundo, del uno al sesenta.
Y comenzó la estampida. Sus compañeros abandonaron el lugar. La oficina se quedó completamente vacía. La respiración de Adalecia se agitó. Nunca le había pasado. Pero eso no importaba. Lo único importante era llevar a cabo el más perfecto de los crímenes. Se levantó de su lugar y caminó con piernas temblorosas al lugar de su comadre Lupita. Con las manos tiritando quitó uno a uno los clips del montón de facturas. Se sintió bien, más joven, más libre. Se enfilo al lugar de Don Alberto, que siempre había sido muy amable con ella.
Pero eso no le iba a impedir hacer lo suyo: así que con todo el dolor de su corazón, arrancó todos los clips que unían los estados de cuenta apilados en el escritorio de Don Alberto. Suspiró. Luego hizo lo propio con el siguiente lugar. Y luego con otro y otro... Dieron las ocho, y Adalecia ya se había robado los clips de prácticamente todos los lugares de la oficina. Solo faltaba el lugar de Miguelito.
Se saboreó el momento, se relamió los bigotes, y caminó como un gato acechante. Justo cuando estaba a un paso de su objetivo, oyó que una taza chocaba contra el suelo. Se sobresaltó. El ruido había venido de la oficina de su jefe. No estaba sola, ¿y si alguien la había visto? Comenzó a temblar. ¡Era una criminal! Y a días de jubilarse... ¿Que había hecho?
Camino hacia atrás, justo como lo haría alguien que acaba de cometer un asesinato sin querer...
Tomó su bolsa, corrió hasta la puerta y no se detuvo hasta llegar a la parada del camión. Nunca se dio cuenta que detrás del montón de documentos en el escritorio de Miguelito, había una persona que también había decidido quedarse hasta tarde aquel día: ese alguien era Miguelito, que había elegido permanecer hasta tarde en la oficina para probar su nueva cámara fotográfica en todas y cada una de las plantas de sombra de la oficina. En cambio aquel día había fotografiado algo mucho más interesante: había capturado en sesenta y cuatro imágenes a una anciana ejecutando un terrible crimen de oficina.
Llegó el lunes, Adalecia caminó como siempre a su lugar, prendió su computadora y rogó por que el día terminara pronto. Dieron las dos. Transcurrió la hora de la hora de la comida. Nadie se había dado cuenta de nada. Pero a las tres, todos comenzaron a repartir papeles. Y comenzó la debacle. Primero fue un papel, después tres, y luego... Luego todo fue un desastre... Documentos, notas de cargo y facturas volaban por toda la oficina. El licenciado Gómez estaba vuelto loco. Adalecia no se movía, solo tecleaba palabras ilegibles en su monitor. A las cinco con cincuenta, Miguelito entraba a la oficina del licenciado Gómez. A las seis, la puerta se abrió nuevamente.
El licenciado tenía el ceño fruncido, y sin decir palabra, llamó a Adalecia. Suspiró, caminó dignamente, y cerró la puerta tras de sí. Se sentó frente al licenciado y oyó una voz lejana que le dijo:
- ¿Está usted loca? ¿Tiene sesenta y cuatro años o catorce? ¿Sabe que fue capturada in fraganti robando todos los clips de la oficina? ¡Y a una semana de jubilarse! ¡No lo voy a dejar pasar! ¡Esta despedida!
Adalecia sonrió. Murmuro un "Si, licenciado" y salió de la oficina.
Todos la miraban.
Se rio fuerte y dijo adiós a todos con un movimiento de su mano. Incluso a Miguelito.
Al fin lo había logrado: después de sesenta y cuatro años, once meses y 23 días, al fin era libre.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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