Mi hermana había
nacido para saltar. No como todos nosotros, no como una simple rana.
No. Ella estaba
destinada a la grandeza.
Había algo en sus
saltos, tan maravilloso y raro al mismo tiempo, que uno no podía dejar de asombrarse
y animarla para que brincara una y otra vez.
Un día nos
convenció de intentar saltar un árbol. La mitad de la aldea se estrelló sin
remedió en la rugosa corteza del junco. La otra mitad quedó entre las ramas, un
símbolo inequívoco de ya de por si un salto maravilloso.
Pero no mi hermana.
Ella brincó el árbol con suma facilidad. Lo hizo parecer igual de fácil que
brincar por encima de una charca. Era simplemente asombrosa, todos admiraban su
maravillosa forma de saltar, aunque la verdad, es que nadie la valoraba.
“Una habilidad
bastante inútil” les oía decir a todos. Su pesimismo le calaba en el alma, pero
ella no se desanimaba. Seguía brincando y saltando, siempre tan alto como sus
ancas se lo permitían. Estaba segura de que algún día esa habilidad suya le
granjearía una mejor vida.
Una noche salió de
cacería con una gran expedición. Los exploradores alegaban haber visto un
enjambre de luciérnagas cerca de la gran charca. Como buena aventurera, mi
hermana había decidido acompañarlos. “Nada malo pasará” me aseguró mientras se
alejaba brincando de casa.
Le creí.
Pero tardó
demasiado en regresar. Mamá y yo salimos a buscarla. En el camino encontramos a
dos exploradores que brincaban despavoridos de árbol en árbol. Nos contaron que
el enjambre de luciérnagas había sido solo una trampa. Que entre aquellas luces
brillantes había dos de curioso y atrayente esplendor. Eran premios notables,
por lo que mi hermana y su grupo habían ido tras ellas. Las alcanzaron sin
problemas, pero cuando se dieron cuenta, esas luces resultaron no ser
luciérnagas… Eran los ojos de un fiero caimán que estaba aguardando por ellos
para convertirlos en su cena.
Mi madre dejó
escapar un gritó espantoso y emprendió el camino hacia la gran charca. Yo la
seguí como pude. Si lo que decían los exploradores era cierto, ya había perdido
a mi hermana. No estaba dispuesto a perder también a mi madre.
Finalmente
alcanzamos nuestro destino. Parecía que el caimán se estaba dando un gran
festín. Lanzaba dentelladas a diestra y siniestra, como si estuviera devorando
a mil y un ranas a la vez. Mamá se acercó más y pudo descubrir el porqué del
tan curioso comportamiento del lagarto.
La bestia quería
capturar entre sus fauces a una rana que brincaba muy alto.
¡Mi hermana! Pensé.
No me equivocaba,
era ella.
Miré a mi madre y
le hice una seña con la cabeza. Subimos al junco más alto, allá donde ella
pudiera ser capaz de vernos con tan solo echar una mirada.
Cuando sentí que
estábamos lo suficientemente arriba, le grité con todas mis fuerzas:
“¡Salta, hermana!
¡Salta!”
Creo que me oyó.
Dio un brinco gigantesco y subió al tronco de un árbol muerto que se alzaba
majestuoso a la mitad de la gran charca.
Pero el lagarto no
iba a rendirse tan fácilmente. Con todo el poder de su mandíbula dio un
mordisco en la base del tronco. Lo deshizo completamente. Mi hermana cayó sobre
la cabeza del caimán, me temí lo peor.
Tonto. Ni siquiera
yo sabía confiar en ella.
Sus ancas apenas y
tocaron la cabeza de la bestia. Solo la usó para impulsarse. Dio un tremendo
salto hacia el cielo, uno como jamás se había visto antes.
La vi ascender y
ascender hasta perderse en el firmamento. El caimán la esperó con la boca
abierta durante un rato, pero al ver que la escurridiza rana se negaba a caer,
sumió la cabeza en el agua y se perdió en la negra espesura de la inmensa
charca.
Miré durante largo
tiempo hacía las nubes, esperando que en algún momento el cielo me la
devolviera. Pero no importó cuanto lo deseé. El anhelado regreso jamás ocurrió.
Traté de
explicárselo a mamá, pero ella solo meneó la cabeza y se dio la vuelta,
encaminando sus cansados pasos a casa.
Cuando finalmente
llegamos a nuestro hogar, le pregunté si iba a extrañarla. Me dijo que no.
Justo cuando iba a
reprocharle su respuesta, señaló con la pata hacia el cielo.
“Ahí está tu
hermana” me dijo. No lo comprendí, no hasta que le presté completamente mi
atención a aquella curiosa formación de estrellas.
No pude negarlo, mi
madre tenía razón. Allá en el fondo del cielo nocturno, dibujada con una decena
de puntos brillantes, estaba mi hermana, con la cabeza mirando hacia arriba y
las cuatro patas bien extendidas.
Su salto fue tan
alto que no solo consiguió alcanzar las estrellas, sino que logró también
convertirse en una de ellas.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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