El sabueso detectó a una presa cercana. Era un olor dulce, fresco, como un pan remojado en leche de cabra.
Definitivamente era una presa joven. Quizá aún era un cachorro lactante. Este tipo de presas eran un trofeo muy poco común. Estaba frente a una oportunidad única para vestirse de gloria.
Siguió avanzando. No despegaba la nariz de la hierba. Sus patas, aunque fuertes, apenas y hacían ruido en el pasto mojado.
Cada paso lo acercaba un poco más a la valiosa presa. Si conseguía coronar ese movimiento, el amo lo ascendería al grupo de caza principal.
Olisqueó el aire, finalmente estaba ahí. Tras aquel montículo de tierra estaba la madriguera que buscaba. Franqueó la zona arrastrándose pecho tierra. En tan solo un par de segundos estaba frente a la entrada.
Sin perder más tiempo, asomó el hocico en el pequeño agujero de la guarida. No era un cachorro. Eran más de dos. Quizá tres o cuatro crías listas para ser arrastrados ante su amo.
Estaban dormidos. La tarea no podía ser más fácil. Sacó el hocico y dio un vistazo. No estaba preparado para ver lo que había adentro.
Acurrucados uno sobre el otro, tres pequeños zorros dormían plácidamente. El lustroso pelaje rojizo se reflejó en sus pupilas. La respiración débil y acompasada de aquellos críos retumbo en su cabeza. Un escalofrió recorrió su piel. Esos cachorros no estaban desprotegidos. Estaban solos…
Sus padres ya no existían. Estaban acostados justo encima del otro porque intentaban darse calor. Su instinto les decía que debían hacer eso para protegerse. Lo único que tenían en el mundo era el uno al otro.
Tal vez su padre y madre habían sido la presa de la noche de caza anterior. El sabueso sentía que un inusual llanto se le atoraba en la garganta.
Pensó en pasar de largo y dejar ahí a los pequeños zorros. Eventualmente morirían de frio y hambre, pero al menos así no serían uno más de los trofeos de caza de su amo. No era gran cosa, pero de esa forma los salvaría de convertirse en un infame chaleco o un ridículo gorro.
Dio la vuelta y se alejó. No había dado siquiera unos pasos cuando el remordimiento comenzó a carcomerlo. Decidió regresar por los cachorros. Escarbó un poco en la entrada de la madriguera para sacarlos.
Tomó entre sus dientes al primero y lo depositó en el suelo. No se movía. Permanecía caliente, pero solo era consecuencia de haber estado resguardado en la madriguera. Estaba muerto. Suspiró y saco al segundo. Misma situación, solo calor acumulado, pero ningún soplo de vida.
Sacudió la cabeza. Metió el hocico en la madriguera sin tener grandes esperanzas. Sacó al tercero. Aún respiraba. Parecía mentira que hace unos pocos minutos los tres estaban vivos y ahora, solo quedaba uno con vida, y no sabía por cuanto tiempo…
Rapidamente devolvió a los cachorros muertos a su madriguera. Echó una cantidad considerable de tierra sobre la entrada y la cubrió por completo. No era la mejor sepultura que pudieran tener, pero al menos era algo.
No quiso perder más tiempo y se lanzó a la carrera con el pequeño zorro vivo en el hocico. Corrió un par de kilómetros sin saber a dónde iba. Solo confió en su instinto. El cachorro seguía respirando.
A lo lejos, se divisaba una granja. Corrió con gran desesperación, ansioso por alcanzarla y buscar algo de ayuda.
Pero el lugar estaba vacío. Cerró los ojos y se dijo a sí mismo que había hecho su mejor esfuerzo. Respiró hondo y se echó en el suelo con resignación.
Fue entonces cuando oyó un ruido. Una puerta se abrió a sus espaldas. Depositó al zorro en el suelo y se puso alerta. Era una silueta muy pequeña la que se asomaba por el portal.
Gruñó por lo bajo. Le estaba advirtiendo a aquel inesperado compañero que se alejara o pagaría las consecuencias. Pero la curiosa silueta no se amedrentó y dio tres pasos al frente. La luz de la luna la iluminó. Era un zorro adulto. Por el olor juraría que se trataba de una hembra.
Estaba herida de una pata, pero lograba caminar con aplomo. Estudió su expresión y notó que estaba profundamente afligida. Olisqueaba el aire como si percibiera un olor familiar.
Entonces el sabueso comprendió todo. Aquella hembra era la madre de los pequeños. La dejó aproximarse a oler al cachorro. Comenzó a lamerlo. Estaba en lo cierto, el pequeño sobreviviente era su hijo.
Se alejó poco a poco, intentando no hacer ruido. No quería importunar a una madre feliz amamantando a su cachorro.
Cuando estuvo afuera de la casa comenzó a orinar en la entrada. No se le ocurrió una cosa mejor para borrar el rastro de aquella pequeña familia de zorros.
Le echó un vistazo a la luna y emprendió el camino a casa. Había dejado ir la presa, así que seguramente lo castigarían y se perdería la cena.
Eso era lo que menos importaba.
Pasaría la noche con la barriga vacía, sí, pero eso no interesa cuando tienes el alma llena.
Original de J.D.Abrego "Viento del Sur"
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