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Un héroe inesperado




-Nubia, año 66 d.C-


Sentado afuera de su tienda, Eleazar miraba con desazón y tristeza a las múltiples estrellas que brillaban en el firmamento nocturno que cobijaba al desierto. Suspiraba continuamente y de cuando en cuando se mordía los dedos del puño derecho para evitar a toda costa el echarse a llorar.
No alcanzaba a comprender como es que su destino había cambiado tanto; hace apenas un par de años era un importante comerciante de telas en Jerusalén, y ahora era tan solo un pobre diablo errante y quebrado, sin futuro, sueños, ni una mísera gota de esperanza.
Todo había sido culpa de la guerra que su pueblo sostenía con los romanos; ¿en qué cabeza cabía retar al imperio más poderoso del mundo? ¿Qué existía en los corazones hebreos que los invitaba a pelear a muerte una guerra que simplemente no podían ganar?
Suspiró otra vez. Desconocía la respuesta, pero conocía el sentimiento. Él también había sentido arder su sangre judía cuando los romanos les impusieron el nombramiento de su sumo sacerdote, y también había querido empuñar su espada y salir a batirse en duelo contra los invasores cuando estos los amenazaron con poner una estatua de su emperador en el centro del Templo de Jerusalén.
Pero eso era tonto, burdo, e innecesario. No se podía pelear contra Roma. Ni hoy, ni tampoco mañana. Lo mejor era jugar su juego, y esperar a que el Altísimo los liberara de su yugo. ¿Acaso no les había prometido el Señor un mesías? ¿Por qué tan valiosa promesa no era suficiente para sus compatriotas? ¿Por qué razón buscar hacer la guerra?
La temperatura bajo súbitamente y Eleazar se frotó los brazos en respuesta. Miró hacia atrás por encima de su hombro y observó dormir a su familia plácidamente: una bella mujer y dos traviesos niños.
Maldita Roma, maldita guerra… por su causa los suyos se habían visto obligados a errar junto a él por todo el mundo conocido, mendigando trabajo por doquier y haciendo negocios que solo servían para subsistir y no para vivir.
Se mordió nuevamente los dedos del puño derecho y enfocó la vista en su única posesión. La última y más valiosa de todas sus propiedades, el asno de nombre Bachus.  La bestia dormía de pie con un ojo abierto y el otro cerrado, igual que si estuviera vigilando el campamento, asegurándose de que el peligro se mantuviera bien lejos…
“Jajajajaja” rio Eleazar mientras miraba al último de sus tesoros. Le rascó la oreja y luego le dijo al oído:
–Ojala sirvieras para otra cosa que no fuera simplemente CARGAR.
El burro le dedicó una mirada indiferente y luego volvió a su curioso ritual: abrir un ojo y cerrar el otro para confundir a un enemigo que posiblemente jamás los llegaría a visitar.
Eleazar se estiró, bostezó y luego encaminó sus pasos a la tienda. Mientras procuraba no pisar a ninguno de sus hijos ni despertar a su esposa, pensaba en lo que podría traerle el día de mañana. Tras algunos breves segundos, concluyó que el siguiente amanecer no le ofrecería nada, y que esperar por un milagro se estaba convirtiendo en algo más que un inofensivo acto de necedad.
Apenas tocó el piso de la tienda se quedó profundamente dormido. Cobijado con una piel de cordero, roncaba pausadamente, mientras allá afuera, en el desierto, el asno Bachus proseguía con su extrañísimo ritual de vigilancia.
Contrario a lo que pensaba Eleazar, el joven burro si sabía hacer algo más que solo cargar: también sabía bien como vigilar. La vida le había enseñado que el desierto no era un lugar confiable, menos durante las largas y frías noches. Su dueño anterior había sido atacado por infames salteadores de caminos durante una expedición a Galilea, y el asalto había sido tan grave que el único sobreviviente de la masacre había sido él mismo. Esa fue la razón por la que Eleazar había podido comprarlo tan barato.
Consciente del peligro que podía surgir de pronto y en cualquier lugar, Bachus prefería no dormir. Prefería mil veces estar cansado durante el día que morir dormido durante la noche.
Hambriento a causa de la vigilia autoimpuesta, el precavido asno decidió tomar un bocado de paja seca. ¡Apuesto a que a Eleazar no le importaría! Trotó alegremente hasta el cesto con la “cena” y entonces, tras dar un par de pasos, un sonido muy tenue llamó su atención: el crujido de una rama muy seca.
Levantó las orejas y se puso en alerta. Si había alguien rondando por ahí, seguro podría descubrirlo antes de que representara una verdadera amenaza. El crujido ya no se repitió, pero en cambio un continuo y exasperante roce en la arena de inmediato lo puso en alerta.
Miró de reojo hacia la izquierda y luego hacía la derecha. Pasó saliva, y analizó detenidamente la clase de desierto en la que habían parado esta vez. Era un paisaje seco, pero quizá no del todo desértico. Un árbol de tronco muy grueso y copa tupida de color ocre se alzaba en el horizonte. Esto no le gustaba, ya que de acuerdo a su experiencia, la zona podía ser (o no) guarida de animales que no eran decididamente muy amables.
Retrocedió un par de pasos hacia atrás, buscando colocarse justo en la entrada de la tienda de su familia. Afianzó muy bien las cuatro patas en el suelo terroso y luego dejó escapar un rebuzno muy leve, pero agudo. Nadie adentro le respondió. Escupió en el suelo y enseguida rebuznó otra vez.
Nada. Eleazar y los suyos estaban profundamente dormidos.
Sin dejar de custodiar su posición, miró al frente buscando entre las sombras cualquier tipo de amenaza. De pronto, cuando ya se había convencido a si mismo de que realmente no había nada de qué preocuparse, unos ojos color marrón lo observaron fijamente.
De entre la oscuridad surgió una figura peluda y estilizada, un enemigo mil veces peor que los romanos, un animal que no sabía distinguir entre hebreos y gacelas, un cazador que todavía no había dejado escapar a ninguna presa: un león. Un enorme, fiero y amenazante león.
Resultaba muy extraño que un macho se hubiera aventurado solo y tan lejos de su hogar. Posiblemente el hambre lo había obligado a caminar hasta encontrar una presa fácil de cazar y saborear, una igual a esos indefensos humanos…
Bachus apretó los dientes. Buscó con su larga lengua un par de incisivos afilados en su mandíbula, pero no los encontró. Estaba “desarmado” ante una máquina de guerra que no tendría empacho alguno en hacerlo pedazos. Su única oportunidad era despertar a Eleazar y juntos enfrentar al temible monstruo de la melena dorada.
Con la adrenalina corriendo por cada una de sus venas, el burro rebuznó una y otra vez, en cada ocasión con más fuerza. Pero ninguno obtuvo respuesta. Ni Eleazar ni sus bulliciosos niños hacían caso de su desesperada alarma.
Convencido de que estaba ante una pelea sumamente sencilla y desigual, el felino se tomó su tiempo para llegar a Bachus. Caminó de un lado a otro con soltura y lentitud, midiendo concienzudamente la distancia que lo separaba del aterrorizado jumento. Bastaría un salto bien calculado para segar de un zarpazo la vida de aquel animal de granja. No quería presumir, pero resultaba obvio que la victoria estaba de su lado.
Por su parte, Bachus se había resignado a no recibir ningún tipo de ayuda. La garganta le dolía, y aunque quisiera, ya no podría rebuznar más. Ahora todo se reducía a él y el león. El universo entero había dejado de existir a su alrededor, y en aquellos momentos solo había dos seres vivos en juego.
El paseo amenazador del león se terminó en seco. Solo una mirada fija y mortífera le avisó a Bachus lo que habría de pasar a continuación; el felino se abalanzó sobre el asno con un salto descomunal. La zarpa bien afilada tenía un solo destino: la garganta del joven burro. Sin embargo, el cálculo no había sido exacto…
El guardián de la familia de Eleazar se había volteado de forma imprevista, recibiendo al león no con el cuello descubierto, sino con una potente coceada protagonizada por ambas patas traseras. Las pezuñas de la valiente bestia de carga se habían clavado con fuerza en el torso del gigantesco gato, obligándolo a recular inmediatamente.
Tras su inesperada defensa, Bachus volvió a su posición inicial, de frente al cazador, cubriendo como mejor podía la entrada de la tienda.
El rey de los felinos volvió al ataque: nuevamente brincó hacia el asno, y una vez más fue rechazado por una poderosa patada. Esta vez el impacto había caído directamente en el rostro. El león apenas y podía creer lo que estaba ocurriendo: un miserable animal de granja le estaba oponiendo una férrea resistencia. La cena fácil que esperaba obtener le estaba causando demasiados problemas.
Herido en su orgullo, el furioso cazador arremetió contra el burro tantas veces como fue capaz. La mayoría de ellas fueron repelidas por el valiente animal, pero otras tantas habían conseguido herir los cuartos traseros del heroico asno.
Los minutos transcurrían y el león se convencía cada vez más de que estaba enfrentando una lucha en la que no había posibilidades de ganar. El amor de esa bestia de carga por los humanos era mucho más grande de lo que hubiera podido siquiera imaginar. Tras una última embestida en la que su mandíbula había resultado severamente dañada, pensó en dar la vuelta y dejar esa pelea para una mejor ocasión.
Afortunadamente para él, un nuevo elemento entró en escena. Asustado por los rebuznos y gruñidos, unos de los pequeños hijos de Eleazar se asomó tímidamente por la tienda. Al percatarse de que un combate épico estaba ocurriendo justo a fuera de su “casa”, decidió salir y observar más de cerca.
Sin quererlo, se puso a una distancia más que peligrosa del orgulloso león. Tan solo un pequeño salto lo separaba del señor de las bestias, y este pronto se dio cuenta de ello. Sin siquiera mirar a Bachus, puso toda su energía en dicha oportunidad de ataque. Dobló las patas traseras y se impulsó con todas sus fuerzas para destrozar al niño con tan solo un zarpazo. Si no podía derrotar al maldito asno, por lo menos lo haría arrepentirse de haberle plantado cara. Le arrebataría en su cara a uno de sus tan amados humanos…
Cuando Bachus vio que uno de los suyos estaba en peligro, rápidamente se interpuso entre el camino del felino y el chico. Las afiladas garras del león se clavaron con saña en sus muslos, y la sangré brotó a chorros por todas partes. La piel desgarrada en las patas del valeroso burro colgaba en jirones, mientras el león sonreía por primera vez en la noche desde que había iniciado la batalla.
Y justo en ese momento, cuando el felino creía que se había hecho con la victoria, un poderoso impactó lo sacó de escena. Bachus aún no estaba derrotado. Con sus últimas fuerzas se había lazando al frente para terminar de una vez por todas con aquella inmunda batalla. Su dura cabeza se había estrellado salvajemente contra la mandíbula del león, haciéndole pedazos la mayor parte de sus dientes, obligándolo a vivir sin sus preciadas armas para siempre.
El una vez fiero cazador huyó despavorido, temeroso de que el asno acabara lo que había empezado. Pero Bachus no era un asesino, solo era un guardián, y para él la pelea había terminado justo en el momento en que el león había huido. Agotado por el esfuerzo que supuso la batalla, se desplomó al suelo y le dedicó una dulce sonrisa al hijo de Eleazar. Luego cerró los ojos. Era hora de descansar…
***
Cuatro años después, Eleazar avanzaba orgulloso por los angostos pasillos de un mercado en Egipto. Tras él caminaban dos jovencitos con sendos bultos en la espalda, y custodiando su marcha, se hallaba un asno sin pelo en las patas traseras, el cual cojeaba notoriamente a cada paso que daba. La gente miraba a la singular comitiva con una mezcla de curiosidad y sorna. No cabía en su cabeza que aquellos hebreos prefirieran llevar sus propias cargas a ponerlas encima del asno, por muy rengo o inútil que este fuera.
Divertido hasta las lágrimas, un comerciante egipcio se acercó a Eleazar, y le dijo en perfecto arameo:
–Te compró a ese viejo jumento. Veo que es una carga para ti. Yo la aliviaré. Te daré tres siclos de plata por la bestia, yo me encargaré de él. Se lo daré de comer a mis perros.
Eleazar sonrió, tocó el hombro de su interlocutor y respondió:
–Si no fuera por esta “bestia”, mi familia y yo hubiéramos muerto hace mucho tiempo. Si él pudo cargar con nosotros, y no se quejó por el peso, ¿por qué no he de hacerlo yo? Este es nuestro momento, y ahora debemos cargarlo nosotros.
Sin decir más, el grupo se alejó del confundido egipcio, que ya no fue capaz de decir una sola palabra.
Eleazar dejó que sus hijos se adelantaran, y luego acarició la frente del noble Bachus. Lo abrazó del cuello y le dijo al oído:
–La gratitud jamás será una carga…



Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"





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