Parece mentira que siga
divirtiéndome tanto el mirar a los humanos. ¡Es qué son tan impredecibles y entretenidos!
Siempre tratando de ser lo que no son, de convertirse en héroes de una multitud
que los olvidará un instante después, de transformarse en leyendas de poblados
que quizá mañana ya no existirán… ¡Ay, humanos! ¿Cómo aburrirse con ellos?
Además, hay que reconocer que
son afectuosos. Podría jurar sin lugar a dudas que todos los hombres que han
cruzado las puertas de este gimnasio me han prodigado al menos una caricia en
la cabeza. Si, sé que no es precisamente un orgullo el decir que te ha tocado
un humano, pero si Zeus presume el haber tocado a tantas humanas, ¿Por qué no
he yo de presumir esto?
A final de cuentas soy solo un
perro. Quizá un poco más grande, blanco y ágil que los demás, pero al fin soy
solo eso, un miserable y en ocasiones, sucio perro…
¡Qué días aquellos en que corría
cual estrella fugaz a través de la Acrópolis! Como olvidar aquella hermosa
tarde en que me robé la ofrenda del pobre Dídimo; ¡No hay nada más hermoso en
este mundo que ver correr a un gordo! ¡Jajaja! Hay veces me compadezco de él,
pero luego recuerdo la curiosa escena donde se podía ver subir y bajar su
enorme barriga y enseguida se me pasa…
Tal vez me excedí un poco, pero
tenía hambre y esa carne se veía extremadamente suculenta. La hubiera devorado
completa, pero, ¿Quién puede decirle no a Heracles? Yo no al menos. Cuando me
ordenó soltar la ofrenda a las afueras de la muralla de Atenas simplemente fui
incapaz de negarme.
Así que paré en seco y me quedé
observando hambriento mi recientemente perdido botín. Dídimo llegó al lugar un
rato después y me acarició el lomo. Creí que estaría enojado, pero resultó ser
todo lo contrario. Incluso me abrazó agradeciendo mi “educado” gesto, el cual
según él, le permitió arribar a la tierra sagrada donde se construiría el más
grande templo para Heracles.
¡Humanos! ¿No les dije acaso que
eran impredecibles? Siempre creyendo en augurios y oráculos. Con ellos la
diversión está garantizada. Esa tarde en lugar de unos buenos palos me tocó una
deliciosa merienda. Aún me saboreo aquella deliciosa carne. Nunca supe de qué
animal era, pero lo que sí puedo decir es que el sabor era simplemente
inigualable.
Pensé en abandonar a Dídimo y
buscar otro lugar más interesante, pero Heracles se me apareció otra vez y
prometió que nada me faltaría en aquel sitio. Que mientras permaneciera ahí cuidando
su templo, nunca más volvería a pasar hambre. Accedí más por ambición personal
que por mandato divino. Después de todo Heracles era un dios de los humanos y
no mío.
Prometió que volvería algún día.
Y le creí. No tenía nada mejor que hacer o creer, así que esperar un poco de
tiempo realmente no importó mucho en aquel instante.
Y pasaron los años. Y siguieron
pasando…
Me divertí horrores con el
curioso desfile de graciosos humanos que visitó el gimnasio. Los vi pelear,
discutir y muchas veces sangrar. ¿Es que acaso se podía pedir más? A veces era
el deporte lo que los motivaba, pero en otras ocasiones las disputas eran por
cosas más tontas, como por tener o no un padre que te reconociera y respaldara.
¡Que tremenda idiotez! Yo ni siquiera recordaba haber tenido un padre, y
créanme, era lo que menos me preocupaba.
Y aunque me divertía mucho, no
podía dejar de pensar en Heracles y su eventual regreso. Miraba con gran
atención cada rostro que entraba y salía del gimnasio, tal vez alguno de ellos
anunciaría la llegada de mi maestro y redentor. Pero no. Nunca pasó y creo que
nunca pasará.
Una vez estuve a punto de
abandonar el templo para no volver jamás, pero cambié de opinión al conocer a
un agradable joven que decía multitud de cosas interesantes y graciosas.
Antístenes era su nombre. Hablaba mucho pero se conformaba con muy poco. Debo
confesar que después de Heracles él es mi favorito… era feliz tan solo con lo
que tenía, y siendo sinceros, tampoco
poseía muchas cosas que digamos. Me gustaba verlo mirar hacia el horizonte,
como deseando que el sol se mantuviera para él solo unos instantes más.
Que divertidos son los humanos…
en serio me encanta mirarlos. Me gusta verlos admirar sus músculos y creer que
son auténticos descendientes del mítico Heracles. Que crean lo que quieran, yo
no seré aquel que se atreva a desanimarlos.
Después de todo, yo solo estoy
aquí para hacer una sola cosa: esperar.
Y eso voy a hacer.
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