–¡No se acerquen al río! Al menos no esta noche – dijo el Capitán Amacopilli en un tono que no admitía discusión.
Los guerreros inclinaron la cabeza y se dieron la vuelta decepcionados. Esperaban relajarse un poco en el agua después del entrenamiento de aquel día.
Amacopilli los miró fijamente hasta que todos abandonaron la pequeña playa. Era su deber como noble y campeón, proteger la vida de sus soldados, incluso del daño que pudieran provocarse ellos mismos.
Cuando estuvo bien seguro de que ya nadie permanecía en el lugar, le dio la espalda al rio y respiró muy hondo. Está campaña lo estaba agotando. A sus 45 años le era cada vez más difícil ponerse el casco de águila y saltar como un loco en la primera línea del campo de batalla.
Tal vez después de conquistar este último bastión totonaca el venerable Huey Tlatoani le permitiera retirarse y vivir una vida apacible en su casa a las faldas del ancestral Popocatépetl. Si, soñaba con un futuro mejor, uno donde la guerra fuera solo un recuerdo distante y lejano.
Y en ese preciso instante en que se distrajo con sus ensoñaciones, algo escapó a sus ojos.
El joven acuchillador Huitzil se había arrastrado por la arena justo frente a él sin que pudiera notarlo. Llevaba en la boca un cuchillo de pedernal y atado en los pies, un escudo de algodón reforzado con un colibrí al centro.
Todo parecía indicar que se preparaba para la batalla, pero, ¿qué batalla? ¿Contra quién se disponía a pelear?
Las aguas se agitaron cuando el joven aprendiz de guerrero se acercó a la costa. Un débil llanto se dejó escuchar en las cercanías. Cualquiera en su sano juicio habría creído que se trataba de un bebé en apuros. Pero no un soldado, ni siquiera uno tan inexperto como Huitzil…
– ¡Ahuizotl! – gritó el joven guerrero cuando una enorme bestia negra saltó a la superficie y se puso frente a él.
Los ojos de ambos se encontraron de inmediato. El mismo tiempo se detuvo mientras el humano y el monstruo se miraban. Había algo más en juego que una simple casualidad.
Ellos ya se habían visto antes…
– ¡Tú mataste a mi madre! – gritó el enclenque soldado mientras sujetaba con todas sus fuerzas el cuchillo de piedra con la mano izquierda.
La bestia solo sonrió mostrando una horrible hilera de colmillos sucios y atemorizantes. Dio un par de pasos laterales y agachó la testa para preparar una embestida. Huitzil se aferró con fuerza a su escudo y le hizo una seña de que estaba listo para iniciar la batalla.
El Ahuizotl no aguardó un instante más; emprendió una furiosa carrera hacia el joven y golpeó su escudo con un feroz tope. Huitzil salió despedido por los aires. Su cuerpo se estrelló salvajemente contra la arena y levantó una gran nube de polvo.
El ente acuático sonrió nuevamente. Sacudió su cuerpo y una inclemente cantidad de agua bañó la costa. Parecía como si aquella bestia permaneciera mojada de forma permanente. Luego corrió otra vez hacia el inexperto acuchillador, dio un brinco y cayó sobre su pecho con todas sus fuerzas. Se oyeron algunos crujidos; el Ahuizotl había roto un par de costillas de su débil rival.
Pero esto no pararía ahí. El monstruo extendió su enorme cola y la puso frente a Huitzil. Era evidente que se disponía a llevar a cabo su ataque final. La punta de su curioso rabo asemejaba mucho a una mano humana. Planeaba ahorcar al joven aprendiz de soldado…
La bestia abrió su gigantesco hocico y una pequeña cantidad de saliva viscosa escapó de sus fauces. Huitzil apretó los dientes y cerró los ojos. El momento de su muerte había llegado. El viaje final al Mictlán le esperaba…
–¡Arqueros! ¡Disparen la primera carga!
Una furiosa andanada de flechas cubrió el cielo nocturno. Decenas de puntas de obsidiana emprendieron un viaje sin retorno hacia la piel del Ahuizotl. La creatura se encogió para minimizar el impacto del ataque: solo 5 flechas pudieron penetrar su coraza natural. Su piel era tan dura como el tepetate y tan resbalosa como el mismo fango.
El animal se dio vuelta encolerizado y aprovechó ese pequeño instante en el que los arqueros recargaban sus armas para contraatacar. Dio un par de potentes saltos para colocarse frente a los sorprendidos centinelas, y acto seguido, lanzó furiosas dentelladas, arrancando manos y brazos a diestra y siniestra.
Los gritos inundaron el lugar. El capitán Amacopilli hizo una mueca y ordenó disparar la siguiente carga. Esta vez ninguna flecha dio en el blanco, pues el Ahuizotl saltaba de forma errática por toda la zona.
Amacopilli sabía que este combate solo se terminaría con la muerte del monstruo. Alzó la mano y dio nuevas indicaciones. Esta vez la infantería sería la responsable de hacerle frente: ocho campeones Te Tequiua Se formaron en dos hileras frente a la indomable bestia acuática. A una señal del capitán atacaron con su atlátl. De los ocho enormes dardos, cinco fueron esquivados. Los campeones dejaron caer el atlátl al suelo y se armaron con las espadas de obsidiana maqahuitl.
El Ahuizotl lanzó un mordisco al campeón más próximo. Le arrancó el escudo con los dientes. Luego, uso su misteriosa cola para asestar una especie de puñetazo en el rostro del sorprendido campeón. Le dio justo en la nariz y lo puso fuera de combate. Dos más se le acercaron por atrás y descargaron fieros golpes en su lomo. La creatura aulló de dolor, pero se recompuso rápidamente. Embistió con toda su fuerza el pecho de uno los campeones para sacarlo de escena. Al otro le mordió el brazo arrancándolo de tajo.
Quedaban cinco héroes para plantar cara al monstruo. La bestia, aunque herida, seguía siendo mortalmente peligrosa. Los campeones restantes se formaron en una sola fila y emprendieron una nueva acometida. El Ahuizotl brincó por sobre sus cabezas y su puso tras ellos. Abrió las fauces y se lanzó al ataque con una nueva serie de dentelladas. Algunas alcanzaron cuellos descubiertos y narices desprotegidas. Otras se toparon con brazos y piernas desafiantes. Pero todas encontraron un blanco.
Los guerreros aves de rapiña cayeron uno a uno tras oponer férrea resistencia.
Los arqueros temblaban de miedo, pero seguían apuntando fijamente sus armas contra el Ahuizotl, en espera de una nueva orden.
El capitán Amacopilli alzó ambas manos para indicar un cese al fuego. Miró con desdén a la bestia y dio un par de pasos al frente. Se ajustó el casco de águila y movió lentamente el cuello hacia ambos lados. Un par de crujidos se dejaron escuchar tras la acción.
Los soldados restantes bajaron las armas. Ahora la batalla solo le correspondía a su noble capitán.
El monstruo miró con incredulidad a aquel humano que osaba enfrentarle. Luego dio un rápido vistazo alrededor para ver si aquella muestra de valentía no era más bien una trampa. No, no lo era. El único rival que tendría que combatir estaba frente a él, ataviado con descoloridas y maltrechas plumas de águila.
El Ahuizotl gruñó por lo bajo y comenzó a caminar nervioso de un lado a otro.
Amacopilli avanzó hacia él con un escudo en una mano y una lanza en la otra, y solo se detuvo cuando cinco miserables pasos lo apartaban de la bestia. Alzó la lanza por encima de su hombro y asintió con gravedad ante los confundidos ojos de la bestia.
La verdadera batalla estaba a punto de comenzar…
El monstruo acuático atacó primero. Sin dudarlo, echó a correr en furiosa embestida buscando el cuerpo de su rival. Pero el capitán y campeón águila era aún ágil a pesar de su edad y giró sobre su propio eje para evadir a la creatura, luego, con facilidad pasmosa, le golpeó el lomo herido con la base de su lanza.
La bestia gimió de dolor, y sin darse siquiera un respiro, emprendió una nueva carrera, aunque esta vez con las enormes fauces abiertas. Amacopilli utilizó su escudo para frenar en seco el ataque. El Ahuizotl se rompió dos dientes en aquel intento de embestida. No sabía que el escudo del capitán era especial: contaba con una placa del mágico metal purépecha bajo las numerosas capas de madera y algodón.
Amacopilli miró fijamente a su místico enemigo. Aún herido era infinitamente peligroso. Uno solo de sus ataques podría destrozarle una pierna o un brazo. Pasó saliva. Esta era la batalla más importante de toda su vida.
Un inesperado viento comenzó a soplar y la bestia se puso más nerviosa aún. El campeón águila se afianzó con fuerza en el suelo, pues sabía que el nerviosismo de la creatura la haría más peligrosa todavía.
El ataque del Ahuizotl no se hizo esperar: furiosas dentelladas sin destino aparente hacían retroceder al capitán. La velocidad del monstruo era tal que resultaba imposible contraatacar y mientras caminaba hacia atrás para esquivar los embistes de la bestia una roca hizo tropezar a Amacopilli.
El campeón mexica cayó de espaldas al suelo y el Ahuizotl vio en aquella inesperada caída una inmejorable oportunidad: se abalanzó sobre él y con sus enormes patas pisó los brazos de su rival. Luego sonrió y dejó que su pestilente saliva cayera sobre el peto del abatido capitán. Era el momento de lanzar su ataque final: un mordisco con dirección al cuello de aquel humano que tan buena batalla había presentado. Alzó el rostro de cara a la luna y se dispuso a rematar a su rival…
–¡No esta vez! ¡No lo harás! – gritó una voz a espaldas del monstruo.
Acto seguido, un cuchillo de pedernal se clavó en la nuca del Ahuizotl. La mística creatura gimió de dolor. Se apartó de encima del capitán y plantó cara a aquel que lo había acuchillado por la espalda.
Se trataba del joven enclenque que lo enfrentó al principio, ese que estuvo a punto de morir entre sus fauces antes de que la primera lluvia de flechas cayera sobre él.
El monstruo gruñó furioso y mostró la dentadura en clara señal de advertencia: esta sería la última vez que ese delgaducho guerrero le haría frente.
Sin embargo, justo cuando se disponía a atacar, un par de golpes de lanza lo tumbaron al suelo. Se arrastró lo más lejos que pudo y giró tan rápido como fue capaz para averiguar la identidad del atacante.
Era el capitán Amacopilli, quién se alzaba desafiante ante a la bestia por segunda vez.
El Ahuizotl ya no tenía energías para continuar; o huía del campo de batalla o arriesgaba todo en un último ataque. Jadeó un par de veces y se decantó por la segunda opción.
Dio un brinco espectacular hacia el campeón águila y cayó sobre él. Sus garras habían hecho blanco en el cuello de su enemigo, pero la lanza del capitán había penetrado su pecho y su orgullosa punta relucía en el lomo del alguna vez poderoso monstruo.
El sol comenzó a despuntar en el horizonte. Los guerreros sobrevivientes rodearon a su oficial e hincaron una rodilla en tierra. Huitzil le retiró el casco y dejó que su cabeza desnuda se apoyara en la arena.
El capitán sonrió e intentó decir algo, pero le fue imposible. Su garganta rasgada no permitía que saliera su voz. Así que en un último y desesperado intento, señaló en dirección hacia lo que parecía ser la gran Tenochtitlán.
Algunos interpretaron el mensaje como la voluntad del campeón de ser sepultado en aquella maravillosa urbe. Pero Amacopilli negó con la cabeza, y entonces Huitzil señaló más alto y el capitán asintió.
- ¿Popocatépetl? – preguntó el joven acuchillador.
El agonizante guerrero sonrió. A eso era a lo que se refería. Luego cerró los ojos y emprendió el viaje al Mictlán.
Huitzil se puso en pie. Miró hacia el sol que se alzaba majestuoso por sobre sus cabezas y esbozó una ligera sonrisa.
Popocatépetl… sería un viaje largo, pero definitivamente aquella travesía valdría la pena. Llevar a cuestas los restos de un gran héroe era el honor más grande que un simple acuchillador podría disfrutar.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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