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Humor negro


–¡Ahí! En el puente – digo en voz baja.
–¿Segura, señorita? – pregunta el viejo taxista arqueando las cejas –. Se ve bien peligroso ese lugar, ¿no quiere que la deje más adelante?
–¡No! ¡Ahí! – contesto con vehemencia.
–Pero, ¿por qué ahí? – dice cuestionándome nuevamente.
­– Porque… ahí fue donde me morí…
Apenas termino la frase, el conductor da un volantazo inesperado y el automóvil se vuelca a unos metros de llegar al puente peatonal. El viejo compacto da tres vueltas sobre el pavimento y luego explota levemente. Quizá la volcadura provocó que el tanque de gasolina estallara…
¡Jajaja Jajaja! ¡Otro a la lista! Me felicito a mí misma por otra excelente broma fantasmal, luego me siento en la banca de concreto a la que siempre suelo acudir después de cada accidente, y miro fascinada el bailoteo de las llamas que envuelven al pequeño vehículo.
Me parece que a lo lejos se oyen algunos gritos, pero los lamentos humanos nunca me han interesado mucho que digamos, así que hago caso omiso de ellos y concentro la mirada en el naranja del fuego y el gris del humo, pues esos dos son los únicos colores que me hacen sentir viva otra vez…
Una vez que me convenzo de que el anciano del taxi ya está de camino al otro mundo, recargo mis hombros en el respaldo de la banca y extiendo mis piernas cuan largas son. Noto que no traigo zapatos y doy un pequeño respingo. Luego recuerdo que los muertos no los necesitamos y mi corazón se tranquiliza de nuevo.
Suspiro y pienso en todo los éxitos acumulados a través de este tiempo; ya he perdido la cuenta de cuantos taxistas he llevado a la muerte con el truco de la pasajera fantasma, pero me es imposible olvidar a la primera familia a la que le jugué mi broma fatal: recuerdo bien aquella tarde lluviosa, donde podía jurar que aún sentía cada una de las gotas chocando con mi piel, aunque hacía ya mucho tiempo atrás que había dejado de pertenecer al mundo mortal.
El viento soplaba con mucha fuerza, y los arboles silbaban canciones antiguas en idiomas que no había oído jamás. Creo que en ese entonces aún no estaba muy convencida de estar muerta, y mi mente aún tenía la necesidad de sentir frio, hambre, soledad, e incluso, un poco de tristeza.
Tras caminar algunas horas en el parque y asustar a quizá cinco o seis perros, salí a la avenida en busca de ayuda. Quería que me llevaran, no sabía a donde, ni tampoco por qué, pero quería alejarme de ese lugar cuanto antes.
Hice la seña internacional de “aventón”, y después de algunos minutos, una hermosa camioneta familiar se detuvo. La ventanilla del copiloto se abrió lentamente, y una señora con el pelo teñido de rubio me sonrió y dijo:
“¿Quieres que te llevemos a algún lado, bonita?”.
Asentí. Me exprimí el cabello y luego la puerta corrediza del vehículo se abrió ante mí. Subí con cuidado, y tomé asiento entre dos adolescentes que parecían odiarse entre si. La chica tenía los audiófonos de diadema puestos, y el muchacho pulsaba con furia los botones de un videojuego muy curioso en forma triangular.
“¿Por qué estás descalza?” me preguntó la jovencita mirando mis pies con curiosidad y desconfianza.
Solo negué con la cabeza y encogí los hombros. No sabía que decir, al menos no algo creíble y convincente. La muchacha torció la boca y volvió a refugiarse en su música. Sin saber porqué, la odié a muerte desde aquel instante. También a su hermano, que no dejaba de mirarme las piernas (o al menos eso era lo que me parecía).
Apreté los dientes con fuerza y pensé en todo lo que les haría si estuviera en mis manos el provocarles un enorme castigo; imaginé su auto rodando por un risco, estrellándose en el fondo de un barranco, y luego me vi a mí, riendo a carcajadas mientras ellos se deshacían en gritos pidiendo ayuda…
Y reí.
Quizá lo hice demasiado fuerte, o tal vez el sonido de mi risa era demasiado irritante, no lo sé. Solo sé que tras reír, todos en el auto me miraron juzgándome, y fue ahí donde ya no pude contenerme más…
“¿En dónde quieres que te dejemos, bonita?” preguntó la mujer del falso cabello rubio.
“Donde sea” dije sin voltear a verla.
“¿Cómo que donde sea?” preguntó el hombre que conducía el coche. Su tono de voz me decía que estaba enojado.
“¡Qué bien!, así todo será más divertido.”, pensé. Luego sonreí otra vez y nuestras miradas chocaron en el espejo retrovisor. El encuentro lo asustó y fijó los ojos nuevamente en el camino. Tragó saliva, y luego, con una voz retadora, intentó amenazarme:
“Podría dejarte aquí, a media calle, si quieres…”
“Me parece buena idea”, respondí, y luego desaparecí del asiento trasero. Los jovencitos gritaron, pero los adultos intentaron mantener la calma, sin embargo, su falsa tranquilidad se esfumó al verme a media calle, justo frente a la trayectoria de su bella camioneta…
“¡Cuidado!” alcanzó a decir la rubia teñida antes de que su esposo diera un giro de volante inesperado para no “atropellarme”. El vehículo chocó contra la barra de contención de la autopista urbana y se precipitó al vacío sin detenerse, igual que las gotas de lluvia que caen del cielo, igual que los ángeles que vuelan en picada hacia el infierno…
Dieron algunas vueltas sobre su propio eje, y cuando el choque con el suelo se aproximaba, me volví a aparecer en el asiento trasero, sonriendo y agitando la mano para decirles adiós.
“¡Aquí me bajo!” les dije antes de que la camioneta chocara con el suelo y se cubriera de hermosas llamas amarillas, rojas y naranjas.
Aparecí de nuevo a media calle, y aunque llovía, esta vez el torrente de gotas no pudo mojarme. Solo me atravesaba y luego chocaba con el suelo, encharcando el pavimento, pero dejando seca mi alma.
¡Ahhhhh! ¡Sí que han sido buenos tiempos! Ser una fantasma, después de todo, no ha sido tan malo, aunque si he de ser sincera, me gustaría mucho saber cuándo y cómo morí. Pueden llamarme cursi y sentimental, pero saber más de mí siempre me ha parecido un poco… interesante.
La noche comienza a cerrase, y por alguna razón dejo de ver la luna. No sé si ha desaparecido de repente o si simplemente nunca la hubo el día de hoy. ¡Qué importa! Lo único que vale la pena en este mundo es reír.
Y yo sé cómo hacerlo a expensas de otros de forma segura, siempre a salvo de salir lastimada.
Un par de luces titilan a lo lejos. Obviamente se trata de un automóvil. Su resplandor es bastante potente, quizá se trate de uno que tiene faros de niebla. Debo de admitir que esos focos me encantan, me hacen recordar algo que algún día me hizo muy feliz, aun y cuando a ciencia cierta no estoy segura de que es.
Una pequeña luz roja se suma a los dos haces luminosos. Está arriba de ellos, así que supongo que se trata de una cajita de luz anunciando algo. Y creo que se trata de mi palabra favorita: TAXI.
Alzó la mano derecha, y el carro se frena en seco a mi lado. La puerta del copiloto se abre y el conductor me indica con una seña que suba. Me abrocho el suéter y entro en el vehículo sin mirarlo. El juego ha comenzado…
–¿A dónde? – pregunta con tono cortante.
–Al parque de la Avenida Principal – contestó de igual forma. Ningún taxista va a echarme a perder otra de mis maravillosas noches.
El auto reanuda su marcha y notó que el sujeto quiere hablarme, aunque por alguna razón no termina por animarse a hacerlo. Detesto a las victimas calladas, así que optó por ser yo la que “rompa el hielo” y pregunto:
–¿Sucede algo?
El hombre se soba el bigote y luego la barbilla. Después se rasca la nuca, suspira, y finalmente dice:
–¿Sabes guardar un secreto?
Asiento sin responder. Esto parece ponerse interesante.
–Yo empecé a trabajar de taxista hace 25 años, y mi primera noche “ruleteando”, una pareja de viejitos me pidió llevarlos al parque para unas clases de danzón. No había tráfico, y cumplí el encargo bien rápido. El señor quedó tan satisfecho que me dio una buena propina, aunque lamentablemente fueron puras monedas… entonces, apenas los dejé, le pisé al acelerador para buscar un cliente nuevo. Como vi que la avenida estaba sola, me distraje contando mis monedas… fue en ese momento cuando sucedió el secreto que quiero contarte…
–Dímelo de una vez, porque tu historia no es precisamente emocionante…– agrego con voz de fastidio. Esta broma se está tornando más aburrida de lo que normalmente puedo soportar.
El taxista sonríe nervioso y veo que su frente comienza a sudar. Le castañean los dientes e inhala continuamente, como si tuviera algo atorado en la garganta que no lo deja respirar.
–Cuando avancé a la altura de la zona de los juegos, justo donde están los columpios, una muchachita salió de la nada. Estaba descalza y asustada. Se quedó parada justo a mitad de la calle, y aunque lo intenté, no pude evitarlo…– dice con la voz entrecortada.
–¿Evitar qué? – pregunto con la curiosidad carcomiendo mis entrañas.
–No pude evitar golpearla… iba a tanta velocidad que la hice volar por los aires. No me detuve, así que pude ver por el retrovisor como su cabeza rebotaba con el pavimento. ¡La había matado! ¡Había asesinado a alguien en mi primera noche tras el volante! Hui de ahí tan rápido como me fue posible, y siempre que puedo evito dejar pasaje en ese parque. No sé porque hice una excepción contigo. – musita con algunas lágrimas escapándose por sus ojos y el llanto ahogado en los labios.
Un escalofrío inusual recorre mi piel. Aprieto los dientes y cierro los ojos con fuerza para no recordar, pero las imágenes se agolpan en mi mente sin dejar espacio a nada más. Agacho la mirada y digo:
–Entonces, ¿así fue como sucedió?
Confundido, el conductor del taxi tuerce la boca y pregunta:
–¿Así fue qué?
–Así fue como morí… – respondo con naturalidad y resignación. Luego me desvanezco, y aparezco hincada, a media calle, muy atrás del hombre que hace 25 años me arrebató la vida. Con los ojos llenos de lágrimas, veo como el auto en el que viajaba hace apenas unos instante pierde el control y gira dos veces sobre el pavimento, para luego volcarse salvajemente, pasando de la avenida la banqueta, y luego de ahí a los juegos metálicos, incrustándose de lleno en los oxidados columpios.
Esta vez no hay risas. No, en esta ocasión solo hay recuerdos: me veo como solía ser hace años, radiante y llena de vida, con el pelo rizado suelto, lápiz labial rosa en los labios, un hermoso vestido corto de color blanco y unos zapatos de tacón bajo del mismo color. Estoy afuera de mi casa, cruzada de brazos a causa del frio, pero con una enorme sonrisa en el rostro, esperando a aquel que hacía que mi vida valiera la pena: el muchacho del coche color naranja con gris con faros de niebla, ese que me había jurado lealtad eterna.
Pasaron los minutos, y jamás llegó. Esperé y esperé, pero jamás apareció. Confundida y lastimada, decidí caminar hacía el parque, me subiría al columpio y recordaría esos bellos momentos con él, y así tal vez, de pronto reaparecería.
Al llegar a la zona de los juegos, vi que su auto estaba estacionado entre los árboles. Se me hizo muy raro, pero cegada por el amor, pensé incluso que estaba preparándome alguna sorpresa o algo así. Decidí ir a su encuentro sigilosamente, así sería yo quién podría sorprenderlo. Me quité los zapatos y caminé descalza sobre la hierba. Entonces, cuando estaba a unos pasos de llegar su auto, vi dos siluetas en el asiento trasero. El corazón se me hizo trizas en aquel instante, pero me armé de valor y decidí hacer frente a su traición. Llena de furia, golpeé el vidrio de una de las ventanas. Alarmados, él y su pareja se apartaron bruscamente el uno del otro, y salieron del vehiculo para intentar calmarme.
Nada me hubiera preparado para lo que vi a continuación: la persona con la que me había engañado aquella noche no era una chica. Era un hombre… y no cualquiera, sino su mejor “amigo”: ese que tantas veces había salido con nosotros alegando que no le gustaba estar solo; ese con el que pasaba “noches de hombres” una vez a la semana; ese que me daba consejos sobre nuestra relación y me tranquilizaba cuando estaba enojada.
Se habían burlado de mí, y en mi propia cara. Simplemente no pude con eso. Dejé caer mis zapatos al suelo y corrí sin dirección alguna, pensando únicamente en alejarme de ese lugar cuanto antes.
Luego vi dos luces, y de inmediato todo se oscureció. Desperté descalza y llena de furia, con ganas de burlarme del mundo, porque el mundo se había burlado de mí.
Entonces fue así como sucedió…
Yo… no puedo con esto… ¡NO PUEDO CON ESTO!
Corro hacia el parque y busco aquellos columpios donde pasé tantas tardes y noches con él. Pero ya no están, el estúpido que me asesinó hace años los ha derribado con su auto. Me tiemblan las piernas, y el escalofrío de antes me vuelve a inundar la piel. Siento frio, no debí haber salido sin suéter, no debí haberme puesto vestido, ¡no debí de quitarme los zapatos!
Necesito hacer algo cuanto antes, necesito sacar de mí toda esa furia que llevo dentro…
Un par de luces brillan a lo lejos. ¿Será eso que tanto necesito? Levanto la mano derecha, y las luces se acercan a mí con lentitud casi ceremoniosa. Es un taxi, y una vez más está frente a mí.
Sonrío y las luces del interior del automóvil iluminan mi rostro. El juego ha comenzado…



Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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