Los occidentales creen que el
número trece es de mala suerte. Nunca lo creí, no hasta que llegué a Berlín.
Apenas con 13 años, me había visto obligada a dejar mi país. Maryam, la niña de
Jordania, no existía más. Ahora era otra autoexiliada más.
Otro número como cualquier otro
en un ordenador europeo. Cualquiera podría pensar que mi situación no haría
otra cosa que mejorar. Estaba en Europa, lejos de mi machista y opresor país
musulmán.
¿Acaso algo malo podría pasar?
Todo. Absolutamente todo podría
pasar… Sin una sola moneda en la bolsa, mi padre comenzó a resentir la pobreza.
No tenía empleo y vivíamos de la caridad. Acostumbrado a cierta clase de
prosperidad, esta situación no hacia otra cosa que no fuera desesperarle. Dejó
de hablar con nosotras. Abandonaba nuestro hogar temprano y regresaba muy
tarde. Cuando le preguntábamos que es lo que hacía tanto tiempo afuera,
respondía con un gesto de enfado sin decir palabra. Yo sabía que algo andaba
mal, pero no podía dilucidar qué.
Un buen día, llego a casa acompañado
de un hombre. Dijo que Alá nos había bendecido otra vez. Mamá y yo nos miramos
aterradas. Sabíamos de qué clase de bendición hablaba. Notó nuestro nerviosismo
y fue al grano. Su “amigo” sería mi esposo… con una gran sonrisa en los labios
dijo que la dote sería generosa.
Qué irónico… con esa misma
sonrisa me estaba diciendo que con solo trece años, mi vida se había terminado.
Y él jamás se dio cuenta de ello.
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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