Los mexicanos no apreciamos el valor de nuestra patria hasta que estamos fuera de ella, y no nos damos cuenta de lo grande que es el país hasta que un río, desierto o mar nos separa de él; somos incapaces de valorar lo maravilloso que es este suelo hasta que ya no podemos pisarlo, y no valoramos la magia de esta tierra hasta que las lágrimas se nos escurren por el rabillo del ojo al saber que ya no podemos volver.
Lo sé muy bien porque eso me pasó a mí hace ya algunos años, cuando formaba parte de la recién creada Fuerza Aérea Mexicana. En aquel lejano 1944 mi vida se vislumbraba sencillamente asombrosa; era uno de los primeros pilotos de guerra mexicanos, y solo si el futuro se oscurecía, entraríamos en combate contra la Alemania Nazi y sus aliados del “Eje”.
Pronto nos convertimos en la envidia de todos los cuerpos militares del país: éramos un grupo selecto de menos de 300 personas que conformaban la élite más exclusiva del ejército mexicano. Entrenamos durante meses con el único objetivo de “perfeccionar” nuestro trabajo aeronáutico, siempre de cara a una posible integración a la entonces lejana “Segunda Guerra Mundial”.
Era como vivir un sueño del que no deseábamos despertar; mis compañeros y yo simplemente nos sentíamos “en las nubes”…
¡Que emocionante era todo aquello!
Si eso significaba la guerra, podíamos tener mucho más de eso. Quizá jamás veríamos acción bélica, pero nadie nos quitaría el honor de ser los primeros pilotos de combate mexicanos. Pronto olvidamos la idea de involucrarnos en la Segunda Guerra, y nos concentramos en aprender y entrenar.
Algunos se alegraban de aquello, y admitían tener cierto temor sobre ir a la batalla. Yo también sentía miedo, pero fingía no tenerlo, y frecuentemente hablaba de “por fin dejar México” y “cruzar el océano volando”, animando a los demás a ser “positivos” y esperar con ansía nuestra inclusión en la tan sobrevalorada guerra.
Pero nada ligeramente bélico acontecía, y justo cuando todos dejamos atrás la idea de combatir contra los nazis, ocurrió algo que cambió nuestras vidas para siempre: el congreso había autorizado la salida de tropas al extranjero… nos enviarían a Estados Unidos para recibir un adiestramiento especial que nos convertiría en pilotos aviadores de combate.
Cuando Gaxiola nos comunicó que partiríamos de inmediato, se nos congeló la sangre. De pronto el ser piloto había dejado de ser un juego para convertirse en una temible realidad. Por fuera nos mostramos gallardos e incólumes, orgullosos de ir a la guerra; pero por dentro, nos sucedió lo que a cualquier persona normal; nos inundó la duda y la incertidumbre. También nuestros familiares sufrieron lo mismo, e incluso algunos padres de unos desafortunados compañeros gestionaron su salida de la fuerza aérea mexicana, salvaguardando así su integridad física, pero poniendo en entredicho su valentía y honor.
Fue así como abandonamos México a inicios del año 1945, arribando a Estados Unidos en medio de una situación poco más que complicada; nos recibieron instructores femeninos que a duras penas hablaban español. Debo confesar que no lo aceptamos de buen grado, pues sentíamos que perdíamos identidad no solo como hombres, sino también como mexicanos…
Mas las sorpresas de nuestro adiestramiento no pararon ahí; pronto nos mudaron de base, e inmediatamente después nos avisaron que tipo de “pájaro” volaríamos: un P-47D…
¡Eso no era un caza! No pilotearíamos F4 Wildcat, ni F6 Hellcat; nos darían en cambio a un rechoncho y lento caza-bombardero que seguramente nos pondría fuera de la acción en las “peleas de perros” que se gestaban el aire.
Tras esa noticia, supimos que no pelearíamos contra la Alemania Nazi, sino contra otro rival que no dominaba los cielos, sino más bien la tierra: el Imperio Japonés. Estábamos desconsolados, pues creíamos que nuestras horas de entrenamiento en los Estados Unidos no valdrían en absoluto la pena, y que seríamos espectadores de una guerra que estaba a punto de terminar.
Cuando Gaxiola vio los ánimos por los suelos, nos formó a todos (los pilotos y el personal de apoyo en tierra) y nos dio un breve pero sustancioso discurso:
“Ustedes son águilas aztecas, y si tienen que volar alto, irán más allá del mismo cielo; si tienen que volar bajo, van a pegar la nariz blanca de sus aviones al mismo suelo, y luego volverán al punto de partida sin haberle hecho un solo rasguño a su aeronave. Somos águilas aztecas, y la misión que nos den la haremos tan bien, que los mismos “gringos” van a desear volar como solo sabemos hacerlo nosotros.”
Nos relajamos un poco y seguimos con nuestro entrenamiento. Pronto llegó el mes de Mayo de 1945, y nos embarcamos a las Filipinas, donde actuaríamos como soporte aéreo de las tropas americanas destacadas en la isla. Al llegar a nuestro destino, se nos entregaron 30 aviones P-47 en perfecto estado. Los pilotamos en pruebas alrededor de la zona y por fin comprendimos porque teníamos caza-bombarderos en lugar de cazas: teníamos que brindarle seguridad y apoyo aéreo a la infantería americana que luchaba por conquistar la isla. Si fallábamos en nuestro cometido, los “marines” estarían en grave riesgo, y la posición en la Filipinas estaría severamente comprometida.
Finalmente, el 7 de Junio de 1945, entramos en combate en la batalla de Luzón, donde el general norteamericano McArthur pretendía tomar el control de las Filipinas de manos del comandante japonés Tomoyuki Yamashita.
Nuestra primera misión fue detectar y bombardear nidos de ametralladora enemigos. Teníamos que ser veloces en nuestras incursiones, pues el tanque de combustible del P-47D solo ofrecía una garantía de 20 minutos de vuelo a toda velocidad. Despegamos de Manila con una carga de 300 balas en cada ametralladora, 1000 kilogramos en bombas y 10 cohetes.
Apenas entramos en la zona dominada por los nipones, nos recibió el fuego enemigo. Pensaron que nos sorprenderían, pero no fue así; habíamos pasado tanto tiempo entrenando, que el estar en batalla era una especie de liberación para nuestros cuerpos y almas, los cuales ardían en enormes deseos de demostrar todo aquello que habíamos asimilado durante meses.
Volábamos en formación de cuña, así que era difícil que las baterías antiaéreas apuntaran con precisión hacia nosotros. Además, nuestros “pájaros” eran tan fuertes que apenas y se movían cuando de casualidad un proyectil enemigo nos alcanzaba. Por si fuera poco, nuestras incursiones eran veloces y certeras: detectado el nido dejábamos caer bombas y proyectiles sin miramientos. Escuchábamos las explosiones a lo lejos, cuando ya estábamos a cientos de metros del lugar que habíamos bombardeado. Rápidamente virábamos de regreso a la base para recargar combustible. El relevo lo tomaban otros de nuestros compañeros, que a la menor oportunidad dejaban caer sus cargas explosivas sobre los aguerridos defensores japoneses. Pronto barrimos con gran cantidad de barricadas enemigas atiborradas de metralletas, lo cual permitió que los norteamericanos siguieran su avance hacia el interior de la isla.
Los siguientes días llevamos a cabo misiones de reconocimiento, las cuales fueron en su mayor parte exitosas. El 20 de Junio se nos encomendó bombardear algunos campamentos que habíamos ubicado en misiones previas; se presumía que en dichos lugares los soldados del imperio del sol naciente guardaban una gran cantidad de municiones y pertrechos militares.
Salimos de la pista en Manila en grupos de 5 aviones, comandados cada uno por un líder de escuadrilla. Volamos hacia el objetivo sin encontrar gran existencia: en una salvaje oleada de 6 ataques barrimos con tres campamentos de almacenamiento, sometiendo también a la infantería japonesa que vigilaba el lugar. Cuando regresábamos a la pista, Gaxiola nos envió un mensaje de radio: había un grupo de “marines” norteamericanos atrapados en un fuego cruzado. Estaban muy cerca de donde nosotros nos encontrábamos, y debíamos de hacer lo posible por salvarlos, ya que de lo contrario, aquellos jóvenes pasarían a engrosar el creciente número de bajas de los aliados.
Viramos hacía la izquierda para trasladarnos a las coordenadas dictadas, y rápidamente vimos el problema en el que se hallaban metidos los estadounidenses: se encontraban justo en medio de tres frentes de combate nipones, cada uno más peligroso que el anterior… a la derecha, un nido de ametralladoras bien camuflado por troncos y ramas; a la izquierda, un contingente a pie con lo que parecían ser rifles automáticos y municiones interminables; y al centro, dos camiones repletos de tiradores expertos que no fallaban un solo tiro.
Con la cantidad de combustible que nos restaba, solo teníamos una oportunidad para ayudar a los “gringos”, así que Gaxiola velozmente nos asignó órdenes: nos dividiríamos en tres fuerzas, cada una conformada por dos escuadrillas, y atacaríamos con una andanada de balas de metralleta al enemigo, esperando acabar en una sola oleada con la mayoría de sus efectivos.
¡Y nos lanzamos al ataque! La escuadrilla a la que pertenecía se encargó de ametrallar los camiones llenos de tiradores. Volamos en picada poniendo en riesgo no solo nuestras naves sino también nuestras propias vidas, y vaciamos por completo nuestras municiones sobre los vehículos terrestres de los japoneses; 3000 balas mexicanas hicieron estallar en tan solo unos segundos a los dos carros de combate rivales.
Sin mirar atrás siquiera, emprendimos el regreso a la base, donde tomaríamos un poco de aire y recargaríamos combustible para una siguiente incursión.
Algunos gritos de júbilo se mezclaron con el ruido de nuestros motores. Eran los americanos, que al verse salvados estallaron en inusitada alegría. Eso quería decir que lo habíamos hecho más que bien…
Aquella noche el mismísimo McArthur nos mandó un breve mensaje por radio:
“For god sake! You are truly brave men!”
“Dice que son muy valientes” tradujo el capitán Gaxiola, que vio en nuestras expresiones algo de confusión disfrazada de emoción.
Nos abrazamos y celebramos durante un par de horas. Después de tantos meses, por fin habíamos logrado convencer a los aliados de que no éramos un elemento extra en su teatro de operaciones en el Pacifico, sino un verdadero equipo de elite que no le temía a nada, y que era capaz de arriesgarse sin reservas para salvar a cualquiera de sus compañeros en la guerra, sin importar su nacionalidad ni el color de su bandera.
Con el paso de las semanas, el escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Expedicionaria Mexicana continuó ganándose el respeto de propios y extraños: completamos 54 misiones de apoyo a la infantería americana, 37 misiones de entrenamiento, cuatro barridos de combate sobre Formosa y un bombardeo en picado. En total habían sido 96 misiones de las cuales el 90% habían sido exitosas.
Volvimos a México antes de terminar el año. Nos recibieron como auténticos héroes, nos tapizaron de medallas y elogios, prometiéndonos que nadie nos olvidaría nunca, y que seríamos recordados por generaciones como los únicos soldados mexicanos que habían combatido fuera del territorio nacional.
Pero las palabras son solo palabras, y las promesas se diluyen con el viento apenas las agarra una corriente fuerte de aire. Apenas habían pasado dos décadas y ya éramos cosa del pasado. Algunos nos recordaban todavía, pero la mayoría sabía más de las olimpiadas que del viejo escuadrón 201. Hoy día, más de 60 años después, tan solo nos conocen por ser una estación de metro que no tiene “transborde”, la cual recibió su nombre por la colonia en donde fue construida, y no por el escuadrón mexicano que combatió durante la Segunda Guerra Mundial.
México… así somos, y así siempre seremos. Pero no puedo juzgar con dureza a mis paisanos cuando yo mismo actué con desapego a mi país al tener la oportunidad de salir de él. Sin embargo, si puedo decir que apenas dejar sus costas me entraron unas ganas incontenibles de volver; que mientras pilotaba mi avión rechoncho por los cielos filipinos solo pensaba en regresar a mi tierra y embriagarme con ese olor tan especial que únicamente ella solía tener…
Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, y es por eso que solo aprendes a amar a México cuando estas lejos de él…
Me enorgullece haber peleado durante la Segunda Guerra representando a mi país, pero hay algo que me enorgullece todavía más: el haber podido volver…
Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"
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