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El beso de la luna


Tras cuatro años de sangrientas y crueles batallas, los feroces mexicas de Ahuizotl habían logrado conquistar Akapulko, un hermoso bastión Yope, caracterizado por su exuberante belleza natural y su armoniosa comunión con el profundo mar.

Aunque derrotados, los Yope se negaban a ser avasallados; aceptarían el gobierno mexica, pero solo si de alguna manera formaban parte de él.

Agotado por tan larga campaña, Ahuizotl decidió ceder a la petición de los habitantes de la costa y propuso sellar la alianza-vasallaje con un matrimonio: el jefe Yope debía ceder a su hija “Flor de otoño” al joven hermano del Huey Tlatoani, el valeroso Cuauhtlahuac.

Ambos gobernantes vieron con buenos ojos el trato, y la boda se pactó para ser llevada a cabo en 60 días (el tiempo que le llevaría a Cuauhtlahuac ordenar sus asuntos en Tenochtitlán y trasladarse a la costa, para allí desposar a la que sería su nueva compañera).

Una vez más los viejos habían decidido el futuro de los jóvenes, ignorando por completo lo que ellos pudieran pensar, sentir, opinar, o querer…

Cuauhtlahuac era un soldado, un guerrero águila de enorme talento militar y un brillante futuro, y poco le importaba a quién desposaba o no.

En cambio, a “Flor de Otoño”, la repentina obligación de contraer matrimonio la había sumido en una enorme tristeza. Su corazón era incapaz de asimilar aquello que se suponía debía sentir; sus manos no temblaban ante la posibilidad de tocar a un hombre; sus labios no anhelaban el beso de un esposo por las mañanas, y su espalda no se sentía reconfortada ante la posibilidad de un abrazo varonil durante las frías noches.

No… su cuerpo le exigía cosas que no se hallaban a su disposición. Su alma le pedía a gritos una libertad que nunca podría alcanzar.

Ella no quería amar a un hombre. Ella no podía hacerlo…

¿Sería que alguien podría entender el secreto que llevaba dentro? ¿Habría alguien en este mundo que fuera capaz de comprender ese torrente de confusas emociones que la estaban carcomiendo?

Con el pecho inflamado y la mente agobiada, “Flor de Otoño” abandonó a hurtadillas el palacio de tejas en el que vivía con su familia, y buscó refugio en un risco que se alzaba sobre el mar. Se sentó bajó el cielo estrellado y sujetó con fuerza sus rodillas. Lloró hasta que se le acabaron las lágrimas, y entre murmullos casi inaudibles le contó a la luna las penas que aquejaban a su corazón.

Le dijo todo: que temía por su vida si rechazaba a Cuauhtlahuac, que no deseaba decepcionar a sus padres ni a su pueblo, que no quería contraer matrimonio con un varón, y que sus piernas temblaban de emoción al ver a otras muchachas de su edad caminando por algún apartado sendero…

Y la luna escuchó.

La oyó con atención durante cinco largas noches, hasta que un día, decidió hacer algo más que simplemente escuchar.
La sexta noche, mientras “Flor de Otoño” sollozaba y maldecía a su injusto destino, la diosa de la luna, Coyolxauhqui, dejó sus aposentos en el cielo y descendió por una escalera de nubes hasta llegar al risco donde se hallaba la muchacha.

Se sentó junto a ella y le alzó el rostro para contemplarlo: sus miradas se encontraron en un mágico instante en el que las estrellas abandonaron el cielo y se posaron en sus ojos. Se observaron de forma tan intensa y profunda que lograron conocerse la una a la otra sin necesidad de decir una sola palabra.

Y luego se dejaron llevar.

Se dieron un beso y luego otro. Se tomaron de las manos y acariciaron sus cabellos. Se abrazaron bajo la luz que irradiaba la bóveda celeste, y durmieron juntas, cobijadas por las estrellas, protegidas únicamente por el amor que estaba surgiendo entre ellas.

Las siguientes noches ya no hubo llanto. Solo las risas y las voces quedas permanecían en el risco. Cuando la diosa y la doncella estaban juntas, no había espacio en el mundo para nada que no fueran ellas. Se amaban con respeto y dulzura, con la lealtad y el compromiso que solo las mujeres saben dar.
Se vieron durante once noches seguidas, y durante ese tiempo todo fue alegría sincera e infinita felicidad.

Mas debemos recordar, que la máxima regla impuesta en el universo, es que nada en este mundo ha de perdurar. Todo comienza, termina, y luego vuelve a comenzar…

La siguiente noche Coyolxauhqui ya no apareció. El cielo no gozó de su luz, y “Flor de Otoño” no disfrutó de su amor. Había un hueco en el firmamento por la falta de la luna, y había un agujero profundo como un abismo en el corazón de la doncella Yope por la ausencia de su amada.

La joven se entristeció, pero su ánimo no decayó. Simplemente se sentó bajó el oscuro cielo azul y esperó. La luna nunca llegó. Ni esa noche, ni las nueve posteriores. Su amada, la valerosa y bella Coyolxauhqui, simplemente había desaparecido.

“Flor de Otoño” comenzó a caer en una profunda depresión. No comprendía la razón del abandono de la diosa. Primero pensó que asuntos divinos la mantenían ocupada, pero luego, al prolongarse su ausencia, comenzó a elucubrar pensamientos oscuros y negativas conclusiones. ¿Es que había hecho algo malo? ¿Sería que sus besos dejaron de tener a sabor miel? ¿Sería que un dios (un varón) había logrado borrar su recuerdo?

No podía estar más equivocada…

Su diosa no había asistido a sus citas por una poderosa razón: estaba muerta. Durante el amanecer posterior a su último encuentro, Coyolxauhqui y sus hermanos habían mantenido un sangriento combate contra el dios colibrí del Sur, el avatar del sol y la muerte, el temible Huitzilopochtli.

La batalla fue feroz; armado con la serpiente roja Ciuhcoatl, el dios colibrí despedazó sin piedad a los cuatrocientos hermanos de la diosa, y regó sus miembros cercenados a lo largo del inmenso cielo. Luego, con unas ansias irrefrenables de sangre, buscó dar fin a la vida de la hermosa Coyolxauqui, agitando a diestra y siniestra su maqahuitl con forma de serpiente, rebanando el aire, las nubes e incluso sus propios rayos de sol.

Las espadas de mágica obsidiana de los dioses chocaron hasta sacar chispas, y la batalla se hubiera prolongado por mil noches y mil días si no hubiera sido porque Huitzilopochtli contaba con la Ciuhcoatl de su lado: la maqahuitl serpiente del colibrí del sur se enredó en el arma mística de su oponente y la quebró hasta hacerla añicos. Y ese fue el fin de la diosa, que incapaz de salir de su sorpresa, quedó a merced del fiero señor del sol, que simplemente la rebanó con una nueva maqahuitl que llevaba colgada a la espalda.

La dividió en más de ocho pedazos, y con una frialdad impresionante, solo digna de un señor de la guerra, regó los restos a lo largo de la luna, para  después ocultarla en un negro abismo, donde nada ni nadie pudiera encontrarla.

“Flor de Otoño” no lo sabía, y por eso lloró. Lloró pequeños charcos primero, y después algunos riachuelos que no tardaron en convertirse en arroyos. Su llanto pronto se transformó en una cascada que caía por el risco y se fundía con el mar, llenando el agua con su infinita tristeza y desgarradores lamentos.

Ella no lo sabía, pero esos gritos que salían de su destrozado corazón estaban trayendo a su diosa de vuelta. Allá, en el fondo del abismo, Coyolxauhqui lograba oír su voz, y luchaba por rehacerse nuevamente, aunque fuera poco a poco, lentamente... cada lamento de su amada le daba las fuerzas que necesitaba para salir del abismo, cada lágrima la acercaba más al cielo, el lugar del que nunca debieron alejarla jamás.

Pero recuerden, nada en este mundo perdura, ni siquiera la esperanza… así que la noche en que Coyolxauhqui por fin logró abandonar el abismo y alzarse nuevamente en el cielo, fue también la noche en que “Flor de Otoño” decidió no esperar más; subió al risco como lo había hecho todas las noches anteriores, y cerrando los ojos para ya no sentir más, se arrojó de cabeza hacía el mar…

Su cuerpo se estrelló en las rocas que unían a la montaña con el infinito azul, y pronto su sangre tiñó de rojo el agua, dejando atrás el turquesa para dar paso al carmín.

Y en medio del oscuro cielo nocturno, con las piernas y los brazos aun separados de su cuerpo, Coyolxauhqui fue un testigo mudo de la muerte de su amada. Incapaz de hacer nada por ella, dejó salir de su maltrecho torso un alarido agudo y lastimero. Pidió ayuda, aunque bien sabía que no había nadie en el cielo ni en la tierra que pudiera (o quisiera) ayudarla.

De pronto, el auxilio que tanto añoraba vino de donde menos lo esperaba: el mar. Las siempre calmadas aguas del inmenso azul comenzaron a agitarse furiosas ante la presencia de la luna; se alzaban palmos y palmos por encima de la superficie, construyendo curiosas barreras que buscaban con desesperación tocar a la lejana diosa.

Coyolxauhqui no comprendía lo que sucedía, hasta que vio lo que se hallaba justo en el medio de la furiosa agitación de las aguas marítimas. Ahí, en el punto central del movimiento, se  hallaba el frágil y delgado cuerpo de “Flor de Otoño”.

El mar estaba intentando devolverle a su amada, alzándola tan alto como era capaz, buscando reunirlas aunque fuera solo una vez más…

Pero la diosa de la luna estaba demasiado débil como para alcanzar a su “flor”. Jamás pudo extender lo suficiente sus miembros destrozados como para siquiera rozarla. Y entonces la noche terminó. El sol hizo su aparición, y Coyolxauhqui tuvo que huir de su luz.

La noche siguiente volvieron a intentar encontrarse, pero fracasaron. Así que lo intentaron la noche después, y también las noches que le siguieron a esa… pero no lograron alcanzarse, sin importar cuantas veces el mar las ayudase.

Cada cierto número de noches, Coyolxauhqui se agotaba y desaparecía del firmamento, intentando reunir las energías necesarias que le permitieran reunirse otra vez con su amada.

Las noches transcurrieron una tras otra, y a pesar de sus esfuerzos, el reencuentro se volvió simplemente imposible.
Pronto el mar se acostumbró a elevarse al ver de cerca a la luna, y olvidó para siempre el motivo que lo llevó a hacerlo por vez primera.

Y todos en el pueblo olvidaron a “Flor”, y aunque lamentaron su muerte algunos días, luego continuaron con su vida.

Mas Coyolxauhqui nunca olvidó a su amada humana, y durante una noche sin estrellas le hizo una promesa: le juró por su propia vida que un día se reencontrarían; que un día el quinto de los soles por fin caería, y que cuando eso sucediera, ella iría tras él, lanzándose a la muerte como una vez lo hiciera la doncella; que ese día la luna se haría una con el mar, y entonces, tras una larga y penosa travesía, justo un instante antes de que el Anáhuac se hiciera pedazos, volverían a estar juntas, y esa vez ya nada ni nadie podría separarlas…



Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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