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Baggataway: el juego del creador




¡Mooka’an! El sol se asoma entre dos montañas mientras el cielo se ilumina de rojo y púrpura. Las aves entonan canciones de tiempos pasados llenos de gloria, y las nubes se deshacen poco a poco conforme avanza el amanecer.
Los rostros de decenas de valientes se bañan de rayos del sol, y cientos de manos, ocupadas, se afanan en ajustar pequeñas canastas a la parte superior de los baaga’adowaan, los poderosos bastones  con la misteriosa habilidad de unir por un breve día a los simples mortales con el dios que todo inventó.
Una pequeña pelota rueda por la pradera: numerosas capas de piel de venado cubren su corazón de hueso, e infinitos baños de agua salada han conseguido curtir su faz, dotándola de fiera dureza e increíble agilidad, características imprescindibles para llevar a cabo el papel más importante en el juego del creador.
El sol alcanza la mitad del cielo, dejando tras de sí incontables retazos de noche, recuerdos frágiles de una oscuridad que ya ha quedado atrás.
Los ejércitos se acercan al centro de la llanura. Sus fuertes pisadas hacen cimbrar la tierra, y el pasto amarillo se doblega con cada paso, como si temiera despertar con su roce a la furia de estos monstruos de cien cabezas. La batalla es inevitable, y cada uno de los hombres presentes en el campo sabe que la huida dejó de ser una opción en cuanto apareció el sol.
Los jefes de cada tribu se adelantan a sus grupos, y sus fieros rostros pronto se encuentran el uno con el otro. “Oso danzarín” es el primero en hablar:
“¡Niiwezhiwe!” grita a todo pulmón, confiado en que este llamado a la victoria aliente a sus tropas. El griterío no se hace esperar: pronto todo su clan se suma al clamor, y agita por sobre las cabezas sus enormes bastones.
“Lobo callado” solo sonríe y alza su brazo derecho para que todos en su hueste lo vean. Los bramidos en apoyo a su gesto se suceden uno tras otro sin parar. De un momento a otro la enorme pradera se ha llenado hasta el tope de furiosos alaridos ojibwa, gritos de guerra que solo puede presagiar una sola cosa: la inminencia clara y total de una sangrienta batalla.
Sin olvidar que la guerra es ante todo un asunto de honor, “Oso danzarín” y “Lobo callado” chocan sus puños en señal de respeto. Luego asienten el uno a otro, para confirmar que están listos para dar inicio a la guerra. Es entonces cuando la pelota hecha con piel de venado sale disparada hacia lo más profundo del cielo.
¡Maadise! ¡Que inicien las hostilidades!
Hace años, las disputas entre tribus se dirimían utilizando a la guerra como herramienta. Tonta solución. Las numerosas muertes solo dejaban aldeas desprotegidas, madres lastimadas y familias mutiladas; fue por eso que el dios creador decidió hacer un obsequio de gran valor a los sanguinarios ojibwa. Ese regalo fue el “Juego del creador”.
Para jugarlo, los hombres solo requerían numerosos bastones con una canastilla, una pelota de piel de venado, y una extensa llanura en la cual correr desde el amanecer al anochecer. Las reglas eran simples: llevar la pelota hasta el otro lado. El ejército que llevara la bola de piel de venado más veces al lado contrario sería el ganador. El sol sería el responsable de marcar el inicio y el fin de la partida: su salida marcaría el principio, su descanso señalaría el final.
¿Cuántos podían jugar? ¡Toda la tribu si eso quisiera! Pero debían tener cuidado, porque al igual que en la guerra, los golpes y los ataques serían un riesgo latente e inevitable.
¡La pelota cae al suelo! “Oso danzarín” la recoge con su bastón y rápidamente corre al frente con el tesoro asegurado. Pronto uno de los soldados de la tribu enemiga le sale al paso y lo impacta en la cara con un brutal golpe de codo. Algunos dientes escapan de la boca del jefe de los “osos”, y en el aire parecen dibujarse pequeños granos de maíz, dispuestos a encontrar un lugar en la tierra, aunque sea un pequeño agujero donde echar raíces y convertirse en una milpa con centenas de mazorcas para cortar.
La pelota cruza los cielos como un águila en busca de una presa, y cae en manos de uno de los “lobos” del equipo contrario. Temeroso de que un innecesario arrastre de la esfera pueda hacerlo el blanco de un golpe, el joven “lobo” da un pase con la pelota tan pronto la recoge. Uno de sus compañeros la atrapa con gran habilidad y vuelve a pasarla. Sin embargo, aunque su movimiento es veloz y certero, recibe un bastonazo en la cabeza que lo deja inconsciente a la mitad del campo de batalla.
Para su fortuna, la bola sigue en posesión de la gente de “Lobo callado”, y haciendo uso de una bien ensayada secuencia de pases, han logrado avanzar un largo trecho del pastizal. El viento silba alegre con cada nuevo cambio de trayectoria del pequeño balón, y las hojas de lejanos arboles acuden a su encuentro, solo para ser parte de una curiosa batalla que nadie podrá olvidar.
La pelota dibuja una parábola enorme sobre el campo de juego: su destino es una gigantesca roca que los ojibwa de “Oso danzarín” han elegido como el punto de custodia de su lado del campo. Si la esfera de piel choca contra ella, los “lobos” anotarán su primer punto, y esto los pondría en ventaja contra los agresivos, pero poco hábiles “osos” del equipo adversario.
La curva se cierra cada vez más, y la colisión con la piedra luce inevitable; pero nada está escrito cuando del “Juego del creador” se trata… una canastilla salvadora se cruza entre la bola y la roca, ahogando un grito de alegría en las gargantas de los veloces “lobos”.
El juego sigue empatado. El osado guerrero que evitó la anotación de las huestes de “lobo callado” corre con la pelota incrustada en la red de su bastón con los ojos casi cerrados. El sol le pega de lleno en la cara, y la pintura de guerra embarrada en sus pómulos no ayuda en casi nada a mitigar el efecto de los poderosos rayos del señor de los cielos. Pero ni siquiera el sol va a detenerlo esta vez. No. El no cometerá el mismo error que su padre: no se dejará golpear ni una sola vez.
Avanza sin dificultades durante un breve tramo, mas pronto los enemigos acuden a su paso. Con poco respeto por su integridad física y notables ansias de lastimarlo, los “lobos” se ciernen sobre él con las garras bien afiladas. Uno salta sobre él, y el otro busca golpear su cabeza con la base del bastón. Pero el joven “oso” está más que listo: se agacha para evitar la furiosa embestida del primer contrincante y luego rueda en el suelo para escapar del embate del segundo.
Y sigue corriendo. Incontables rivales intentan cerrarle el paso: algunos con fuertes empellones, otros con cargas de hombro, y unos pocos más con salvajes bastonazos que buscan hacer blanco en cualquier parte de su cuerpo. Pero por alguna extraña razón, nadie consigue tocarlo.
Mas el sabe que la fortuna es un espíritu caprichoso, y te abandona con la misma facilidad que te cobija. Cuando los adversarios son demasiado numerosos, salta por encima de uno, pisa su espalda, y luego se impulsa hacia el azul infinito para evitar ser alcanzado. Cuando se siente la suficientemente alto, manda un pase que parece no tener destino alguno. Incluso algunos “lobos” se ríen de él, y olvidan hacer la cobertura necesaria para impedir que el lanzamiento llegue a un posible destinatario.
La bola de piel gira por sobre su propio eje innumerables ocasiones, y solo se detiene cuando una red aparece de improviso en su impetuoso viaje. El receptor de aquel pase resulta ser “Oso danzarín”, que aún sin dientes y con sangre manando de su boca, se niega a dar la batalla por perdida. Recoge la pelota con asombrosa maestría, y luego gira hacia la derecha para evitar el embate de un hambriento “lobo” que lo acecha.
Sin aguardar ni un instante más, echa para atrás su bastón y luego dispara el proyectil de piel hacía el imponente tronco que el clan de “Lobo callado” ha escogido como punto de custodia de su parte del campo.
La anotación es un hecho. “Oso danzarín” se congratula a sí mismo por tan increíble movimiento, y se permite mirar de reojo al sol para darse una idea de la hora del día en la que se halla el juego. El sol se encuentra en su punto más alto, así que intuye que posiblemente la tarde ha comenzado ya. Es una buena señal; van ganando la partida, y en algunas horas más arribará el tan esperado atardecer… ¡Nadie podrá arrebatarles la victoria!
“¡Da Naa!” grita alguien de entre las filas de su ejército. ¿Maldición? ¿Por qué alguien habría maldecido cuando tenían el triunfo en sus manos?
Es entonces cuando se da cuenta: un jovencísimo “lobo” se ha cruzado entre el tronco y su poderoso disparo. La bola había pegó de lleno en el rostro del chico, que yace inconsciente a los pies del punto de custodia.
¡El pequeño infeliz ha evitado una anotación cantada! Y lo peor de todo es que ni siquiera se enteró de que ha logrado tan maravillosa jugada…
Los minutos siguen transcurriendo. Las horas se suceden una tras otra como infinitas caídas de una cascada. Numerosos huesos son rotos por innumerables golpes de bastón; incalculables caídas toman lugar en cada rincón de la pradera, e infinitas veces tanto “lobos” como “osos” han estado  a punto de lograr la invasión a la meta enemiga.
Mas cuando uno elige ser parte del “Juego del creador”, debe también aceptar que es Él, y solo Él, quién decide qué equipo será el afortunado que se alce con la victoria. No será el más fuerte, ni tampoco el más rápido; tampoco será el más constante, ni el más agresivo. No, al final ganará aquel cuya causa sea más justa.
El anochecer amenaza con cubrir a todos con su manto, y la luna aguarda pacientemente su momento de reinar sobre el cielo, bien escondida entre los árboles, con una tímida sonrisa adornando su rostro.
“Lobo callado” da un último pase, pero este es interceptado por el siempre oportuno bastón del hijo de “Oso danzarín”. Fiel a su estilo, intenta correr hacia el campo contrario antes de que la última luz del atardecer abandone el cielo. Sin embargo, un inesperado golpe de bastón impacta sus piernas, haciéndolo rodar por el pasto de forma descontrolada. Su bastón se rompe en tres partes tras la caída, y la ahora desgarrada pelota de piel de venado gira lentamente sobre sí misma, recorriendo angustiosa cada palmo de tierra hasta el viejo tronco que protegen los “lobos”.
Y cuando el encuentro entre la pelota y la madera muerta estaba a punto de ocurrir, la esférica se detiene súbitamente. La tan anhelada victoria jamás llega…
El cielo se llena de estrellas en tan solo un suspiro, y la luna toma su lugar privilegiado en el centro de la bóveda celeste. Los trinos de los pájaros son reemplazados por los chirridos de los grillos, y el agobiante calor del día es sustituido por el apacible frío de la noche.
“Lobo callado” y “Oso danzarín” arrojan sus bastones al suelo y dejan escapar algunas maldiciones que terminan perdiéndose en la inmensidad del cielo. Llenos de furia y rencor, ambos jefes corren el uno hacia el otro, con los puños bien apretados y los ceños fruncidos. El “juego” ha terminado, y la disputa entre ambas tribus debe definirse, ya sea tarde, ya sea temprano…
–Creo que es momento de darle fin a esto–  dice “Oso danzarín” mientras empuña su hacha de filo de piedra.
–Sí – responde lacónicamente “Lobo callado”, al momento en que sujeta con fuerza su cuchillo de pedernal.
El fuego salta de mirada a mirada, y la fuerza del relámpago iluminando sus ojos presagia el inicio de una batalla mil veces más sangrienta que el recién terminado “Juego del creador”. Las manos toman las armas, los brazos se alzan, las mandíbulas se aprietan, y entonces el hacha del “oso” cae sobre el “lobo”, y el cuchillo del “lobo” desciende justo sobre el “oso”…
Pero no hay sangre. Los crueles pero sabios jefes han depuesto las armas; el hacha y el cuchillo simplemente han cambiado de manos. El intercambio es una forma de aceptar que nadie perdió el juego, sino que por el contrario, ambos ganaron.
El joven hijo de “Oso danzarín” se acerca a su padre y le extiende una humeante pipa. El viejo “oso” le da una larga bocanada y después se la pasa al que hasta hace unos momentos era su feroz adversario.
“Lobo callado” fuma y aspira con lentitud el humo del tabaco. Luego sonríe y asiente con lentitud, diciendo:
–Tal parece, mi muy respetado aliado, que una vez más, el poderoso y sabio dios creador, no se ha equivocado…


Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"



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