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Buinidh urram do'n aois



<<Irlanda, Agosto de 1316>>

Aquel día llovía con una fuerza inusual; parecía que el mismo cielo lloraba por la sangre que pronto se derramaría en el suelo. Si alguien me lo hubiera preguntando, le habría dicho que el Todopoderoso nos pedía amablemente que dejáramos la batalla para otro día; que estrecháramos las manos de nuestros enemigos y que hiciéramos a un lado aquella estúpida disputa con la nación predilecta de San Jorge.

Desafortunadamente, nadie me lo preguntó. De hecho no hubo una sola persona que me dirigiera la palabra aquel 13 de Agosto, pues yo era un simple “skirmish” o guerrillero novato, y esa era en sí, mi primera batalla real. Tuve suerte de que me dejaran estar al frente, pues con mi nula experiencia, lo más que merecía era un puesto afilando cuchillos y hachas.

Con el miedo comiéndome las entrañas y los dientes castañeando producto del frío y el pánico, me envolví en mi viejo abrigo de lana con parches de piel y encaminé mis pasos hacía la línea principal de defensa, donde mi lanza arrojable y mi escudo de madera reforzado tendrían que soportar los primeros embates enemigos.

“¡Hasta la muerte por Irlanda!” dijo Donchad O’Briain para alentarnos cuando nos vio temblando de frio bajo la inclemente tormenta. Algunos respondieron a su arenga con sonoros rugidos y gritos de batalla. Yo preferí guardar silencio, ya lo decía el viejo proverbio: “Aquel que calla, no pierde amigos”.

Y es que mi opinión sobre los verdaderos motivos de la guerra distaba mucho de la de Donchad; lo cierto era que no estábamos peleando por Irlanda, sino por Edward Bruce, el hermano del Rey de Escocia. Solo éramos una empalizada humana cuya función era mantener a los ingleses lejos de los escoceses…

¿Sería que los irlandeses solo vivíamos para ser personajes de relleno en una obra de teatro en la que no queríamos participar? ¿Qué diría el mítico rey Brian Boru si pudiera ver esto?
Suspiré, mordí mis labios y callé. Mejor vivo y peleando una guerra que no me correspondía que muerto por defender mi derecho natural a expresar mi sentir.

Además, al fin estaba en una guerra, y eso era lo único que importaba. Después de volver victorioso de esta batalla, mi padre al fin me heredaría en vida un buen pedazo de tierra en el cual cultivar papas y criar hijos al lado de una bella esposa. No tenía ni la más remota idea de cómo sembrar y cosechar patatas, ni tampoco sabía de ninguna mujer que tuviera cierto interés romántico en mí, pero eso era lo de menos: me preocuparía por esas minucias al volver de la guerra.

Las nubes comenzaron a dispersarse a lo ancho del cielo, y un sol tímido hizo su débil aparición. Los rayos del enclenque astro se reflejaron en la cota de malla de las centenas de arqueros ingleses que ocupaban la primera línea del ejército enemigo.

Temí lo peor.

Todos recordábamos con tristeza la batalla de Falkirk, donde Wallace y sus aliados fueron derrotados por la superioridad militar de las tropas del rey “zanquilargo”. Debo confesar que sentí miedo, y cuando me disponía a darme la vuelta para abandonar la primera línea de combate, uno de mis compañeros me cerró el paso.

Se trataba de un tipo enigmático al que todos apodaban “Mael Duín”, en clara referencia a una antigua leyenda que pocos solían recordar. Tenía fama de ser violento en la batalla y callado en la vida diaria; empuñaba una enorme espada de mandoble, razón por la cual prescindía de cualquier tipo de escudo; usaba el cabello largo suelto y se pintaba el rostro de verde y blanco. Todo un espécimen de campeón irlandés…

No dijo nada, solo me empujó con el pecho y comprendí el mensaje: “vuélvete a formar y déjate de niñerías.”

Aunque pude haberle hecho frente, preferí no hacerlo; su mirada perdida y los fibrosos músculos de su brazo me convencieron de que estaba haciendo lo correcto. Un cuerno de batalla sonó a lo lejos. Nunca supe si había sido irlandés o inglés. Me daba igual, de todos modos anunciaba el principio de una batalla que yo no añoraba comenzar.

Nos lanzamos al ataque. Algunos con más ganas que otros, y nos congratulamos de ver que pasados unos segundos no se veía en el cielo ni una sola de las temibles flechas inglesas. Eso era un buen augurio, porque al menos nos dejarían combatir cuerpo a cuerpo en la primera parte del combate.

¿Buen augurio? Lamentó decir que me equivoqué.

Me equivoqué bastante…

La infantería ligera que salió a nuestro paso no era tan “ligera” como pensamos en primera instancia; se trataba de una fuerza de elite del Señorío de Irlanda: los angloirlandeses que estaban del lado de Inglaterra en lugar de la familia Bruce.

Se apretaban unos contra otros en una carga decidida y bien cohesionada. Los lideraba un joven alto con armadura de placas y casco en forma de león. Blandía con asombrosa habilidad una espada larga en la mano izquierda y un escudo ovalada en la derecha.

Esto no podía ser bueno; apenas iniciada la batalla tendríamos que enfrentar al famoso Richard de Birmingham, el “león plateado” de Britania. Era evidente que no teníamos oportunidad de vencer, así que nuevamente intenté emprender la graciosa huida. Mi segundo intento se vio frustrado por el mismo sujeto que lo había impedido antes: Mael Duín, el loco de la cara pintada.

Encogí los hombros y arrojé mi lanza hacia el frente con todas mis fuerzas. Sorprendentemente hizo blanco y derribó a un gordo enorme cuyas intenciones para conmigo no parecían ser buenas. Desenfundé mi espada corta y lancé un par de estocadas hacia la nada; una rebanó una mano, pero la otra chocó violentamente contra un enorme escudo en forma de ovalo…

¡Pero qué mala suerte! Mi tercer adversario había resultado ser Sir Richard. Mi destino estaba escrito, cerré los ojos y le rogué al Altísimo una muerte rápida e indolora.

No sentí nada. Mi primer pensamiento fue que mi plegaria había dado resultado. Me palpé el cuello buscando algo de sangre, pero fui incapaz de encontrar una sola gota del líquido carmesí.

Abrí los ojos y simplemente fui incapaz de creer en aquello que presenciaban mis ojos: el poderoso Richard de Birmingham se batía en furioso duelo con el misterioso Mael Duín. Por un segundo pensé que el combate acabaría pronto, pues mi compatriota no llevaba escudo ni armadura pesada, solo cargaba una ligerísima cota de malla por debajo de su túnica y carecía de la esencial protección que podía ofrecerle un casco.

Mas pronto mi creencia inicial cambio de forma radical: el irlandés se movía dos veces más rápido que el inglés, y la ligereza de  sus movimientos estaba haciendo pasar un mal rato al “león plateado”, que pasaba más tiempo cubriéndose con su escudo que asestando golpes con la espada.

Consciente de la ventaja de su velocidad, Mael Duín se esforzaba en cansar al inglés con repetidos ataques de entrada y salida: daba un par de mandobles y luego se retiraba unos pasos para que su rival tuviera que perseguirlo.

A veces se encontraban sus espadas y saltaban chispas rojizas en cada impacto, como si el mismo infierno estuviera presente en aquel combate que parecía no tener fin. Harto de recibir más golpes que propinarlos, Richard se despojó de su casco y su escudo. Luego, se lanzó al ataque otra vez.

El haberse quitado aquel peso de encima mejoró notablemente su capacidad de combate; pronto se pudo acercar al irlandés y le asestó dos furiosos puñetazos con su guantelete izquierdo. La sangre brotó de inmediato de los pómulos de nuestro campeón, e incluso hincó una rodilla en tierra intentando recuperarse del impacto.

El “león” sonrió, como si tras ese par de golpes la batalla se hubiera decantado de su lado. Sin embargo, no podía estar más equivocado: con una velocidad pocas veces vista hasta entonces, Mael Duín corrió hacia él, saltó apenas lo tuvo cerca y le pateó el pecho con el pie izquierdo. El inglés cayó estrepitosamente al suelo y su adversario de inmediato se puso sobre él, aprisionándole los brazos con las rodillas. Luego dejó caer sobre el rostro del oriundo de Birmingham una serie de golpes descomunales, los cuales inflamaron sus ojos, nariz y labios en tan solo unos instantes.

Pero la alegría irlandesa duró muy poco; Richard se puso de pie tras propinar una patada a las partes nobles de Mael Duín, y rápidamente tomó la espada que minutos antes había tirado al suelo. Sorprendido más que adolorido, mi compañero rodó hacia atrás y también recuperó su espada.

Con odio inyectado en los ojos, ambos contrincantes se lanzaron nuevamente al ataque, asestando coléricos impactos de espada a diestra y siniestra, siempre intentando rebanar o destazar al rival que tenían al frente.

A veces alguno de los dos se distraía y recibía una patada o un puñetazo que lograba sacarlo de balance por un instante, pero el golpe nunca resultaba ser lo demasiado fuerte como para someter al rival que había recibido el impacto y la pelea pronto se reanudaba, dejando que al acero chirriante fuera el principal protagonista de un combate rebosante de patriotismo y honor, una disputa que amenazaba con cimbrar la tierra misma con el odio que se profesaban cada uno de los contendientes.

Pronto el sol comenzó a calentar con mayor intensidad, y la humedad del suelo no tardó en convertirse en una densa neblina, impidiendo que pudiera verse más allá de tu propia nariz. Lleno de curiosidad por enterarme de quien obtendría el triunfo en aquel singular combate, opté por permanecer en mi lugar y esperar a que se disipara la bruma. Sin embargo, una serie de gritos me obligaron a dejar mi posición: nuestros comandantes habían decidido emprender la retirada.

La luz de algunas antorchas se dejaba ver a lo lejos, y tenía como objetivo señalarnos el punto de reunión al que debíamos acudir. Cedí al impulso de mantenerme vivo y abandoné mi insana curiosidad por saber quién se había alzado con la victoria en la contienda entre Richard y Mael Duín.

Al llegar al punto de reunión de las tropas, me percaté de que éramos muchos menos de los que habíamos iniciado la batalla; quizá solo una sexta o séptima parte de los efectivos del ejército irlandés se hallaba en el lugar.

Nuestros líderes cayeron también, y solo Donchad O’Briain se encontraba sano y salvo, de hecho había sido el quién decidió tocar la retirada. Sin hacer grandes aspavientos ni mostrarse excesivamente consternado, murmuró las palabras: “este es un día oscuro para Irlanda”, y luego se retiró a su tienda, dejándonos a todos sumidos en nuestros propios miedos y preocupaciones.
Pronto todos dejamos de llorar y lamentarnos, y decidimos irnos a dormir.

Tras una noche de abundantes pesadillas y llantos ahogados, nos sorprendió la llegada de un nuevo día.

Dado mi estatus de novato y sobreviviente, se me confirió el “honor” de ir a buscar los cadáveres de nuestros comandantes caídos en batalla. Expresé mi preocupación por mi integridad física, argumentando que los ingleses no me recibirían bien en el campo de batalla en el que apenas hace un día habíamos intentado matarlos, pero Donchad intentó calmarme diciendo que “había hecho una tregua para que pudiéramos ir a recoger a nuestros muertos”.

Falsamente convencido y completamente resignado, marché hacia la planicie en la que habíamos peleado contra los ingleses hace tan solo unas horas. Mis pies se sumergían en el barro mientras buscaba afanosamente – y sin éxito alguno–  a nuestros líderes caídos. El sol había comenzado a brillar en el cielo y la neblina hizo su aparición otra vez. Enfurecido por la nueva dificultad en la búsqueda, corrí sin dirección alguna intentando alejarme de la absurda misión que me habían encomendado. Cerré los ojos y me entregué a una carrera frenética  que culminó con un tropiezo salvaje que sumió mi rostro en el lodo. Con la cara llena de barro y los parpados cerrados, tuve que confiar en mis oídos para orientarme.

El sonido de espadas chocando capturo mi atención. Me limpié el rostro como pude y enfoqué la mirada hacia adelante
Cuando los vi, simplemente me congelé; justo frente a mí se batían en duelo dos poderosos e incasables guerreros. Sé qué suena increíble, pero se trataba de Mael Duín y Sir Richard de Birmingham. Agitaban sus espadas en el aire y luego las dejaban caer sobre el otro con fuerza inusitada; gritaban encolerizados tras cada ataque, y se miraban el uno al otro con el más profundo de los odios.

Lleno de curiosidad, corrí hacía ellos, y cuando estuve a tan solo un par de ellos, tropecé nuevamente; caería sobre ellos e inevitablemente me rebanarían sus espadas. Y justo como acostumbraba hacer en momentos de peligro, cerré los ojos y le pedí a Dios un fin rápido y piadoso.

Lo curioso fue que nuevamente me estrellé en el suelo mojado. Simplemente los había atravesado. Sin saber qué hacer, miré hacia atrás horrorizado. El combate seguía su marcha; Mael Duín y el “león plateado” no cesaban de atacarse el uno al otro con embates feroces y despiadados.

Era evidente que su odio había sido más grande que sus propias vidas, y su pelea no tendría fin en esta vida, y quizá tampoco encontraría su conclusión en la otra…

Con el sudor bañándome la piel y el miedo consumiéndome las entrañas, hui del lugar sin dirección fija. No quería regresar a ese campo de batalla, ni tampoco deseaba volver al puesto de avanzada. Solo ansiaba escapar y no mirar hacia atrás nunca más.

Abandoné Irlanda y decidí jamás regresar.

Años después, rompí mi promesa, y visité nuevamente el condado de Galway, convencido de que lo que había presenciado aquel 14 de Agosto había sido una mera ilusión, una jugarreta que el cansancio le había jugado a mi cabeza.

Entré a la taberna del pueblo y me senté en la barra. Antes de que pudiera ordenar una cerveza siquiera, una conversación en la mesa de atrás taladró mis oídos; hablaban de los “espadachines fantasmas de Atherny”, unas curiosas entidades místicas que se aparecían todas las mañanas en lo que alguna vez fue un sangriento campo de batalla.

Se decía que se odiaban tanto el uno al otro que eran incapaces de frenar su combate, y que incluso la muerte había desistido de llevárselos, pues la furia los mantenía sumidos en la más cruel de las contiendas.

Me levanté de mi asiento y contrario a mi costumbre, los encaré. Miré a cada uno de los comensales sentados a la mesa y les dije: “No es un asunto de odio, es un asunto de honor”.

Se rieron de mí, así que sin decir más, encaminé mis pasos hacia la salida y partí del lugar.

Honor. Quizá es un concepto tan extraño ya, que todos – excepto los espadachines fantasmas – han preferido olvidar.



Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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