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El vigilante



Al filo de la tarde, el cielo se pinta de naranja y púrpura en Ecatepec. La noche cae lenta y pesada, como si le costara trabajo al cielo aceptar que el día ha terminado y que el momento de hacerle un lugar a la noche por fin ha llegado.
Las brillantes luces de un autobús de pasajeros rompen la oscuridad de la recién caída noche. Avanza a gran velocidad y con poca precaución. El chófer del vehículo confía ciegamente en su vasto conocimiento del camino, producto de los años de práctica y las múltiples desveladas. Cuando la unidad está cerca de cruzar el límite entre Ecatepec y Tlalnepantla, tres sujetos con chamarras acolchadas comienzan a hacerse señas entre sí: una ceja levantada, dos toques de pulgar en la gorra, tres golpecitos con el pie en el suelo... un pequeño niño que lleva minutos observándolos advierte rápidamente lo que está a punto de suceder: esos tipos van a asaltarlos.
Intentando disimular, le da un codazo muy leve a su mamá para avisarle lo que va a ocurrir. Siempre atenta y desconfiada, la madre del niño rápidamente guarda su monedero en la hendidura que hay entre el asiento y la pared del camión.
El chiquillo hace lo propio con el billete de 20 pesos que le dio su abuelita y lo esconde en un agujero del respaldo del asiento de enfrente. Sin saber por qué, se asoma a la ventana. Allá afuera se alza una gigantesca estatua de un "ángel" (o eso piensa él) que se encuentra de cuclillas en el suelo, igual que si se dispusiera a dar un salto gigantesco que lo llevará de vuelta al cielo.
La noche se hace más y más espesa, y justo cuando uno de los viejos focos del autobús parpadea, el sonido de un arma de fuego recortando cartucho hace pedazos la quietud reinante en el transporte:
"¡Ya se la saben!" grita un sujeto de gorra naranja que agita agresivamente en el aire una pistola tipo escuadra.
Y efectivamente, las personas ya "saben" que es lo que deben hacer; sin grandes aspavientos, comienzan a vaciar los bolsillos de su ropa y mochilas, poniendo por delante de todo al valioso y versátil teléfono celular.
Los cómplices del improvisado pistolero sacan de las bolsas de sus pantalones un par de navajas retractiles que contribuyen a acrecentar el temor de los pasajeros.
Dos jovencitas con uniforme escolar comienzan a lloriquear en uno de los asientos de enfrente. A juzgar por su vestimenta, no tienen más de 15 años. Han entrado en una especie de shock y eso no hace otra cosa que desesperar a los criminales.
El de la pistola rápidamente corre hacia ellas y les apunta con su arma sin demora.
"¡O se callan o se las carga la chingada!" les dice amenazante, mientras las chicas no pueden hacer otra cosa más que llorar descontroladamente.
El primer golpe no se hace esperar; la más bajita de las niñas recibe una bofetada en el rostro... Un pasajero de edad avanzada que va sentado cerca de su lugar se levanta de inmediato. Con el puño en el alto, le reclama al ladrón su "poca valentía" y también su "poca madre".
Su acción rápidamente conlleva consecuencias: los cómplices del aludido le caen encima con furiosos puñetazos, y cuando lo tiran al suelo le propinan una serie de violentas patadas. Nadie interviene. Simplemente todos están aterrorizados.
Mientras tanto, el tipo con la pistola ha descubierto que el niño y su madre escondieron parte de sus pertenencias en el autobús para librar el asalto.
Así que haciendo gala nuevamente de su nula paciencia, recorta cartucho y apunta el cañón de su arma a la cabeza de la señora.
Y sonríe...
El olor a solvente viaja por el aire enrarecido del autobús y llega hasta las fosas nasales del pequeño, que siente como una gota fría de sudor le recorre la frente...
Las luces se apagan de pronto. Una especie de graznido se deja oír inmediatamente después del apagón. Asustados, los ladrones caminan de forma atropellada hacia la mitad del camión y ahí se quedan quietos, espalda con espalda.
Tras algunos segundos de angustiosa quietud, una serie de pasos veloces se escuchan en el techo del autobús. El silencio en el interior de la unidad es sepulcral, pues tanto los criminales como los pasajeros se esfuerzan en evitar respirar, aguijoneados por la curiosidad que les provoca la consecución de tan extraños sonidos.
El cuchillo de uno de los asaltantes comienza a temblar: está más que claro que los "rateros" comienzan a sentir algo parecido al miedo.
Un chirrido largo y agudo proveniente de las ventanas del lado derecho atrae nuevamente la atención del gentío. El sonido es aún peor que el provocado por las uñas humanas rasgando sobre un pizarrón. Es como si alguien hubiera rasguñado los vidrios con un picahielos, un desarmador, o unas garras...
Con los dientes castañeando y el sudor empapando su frente, el criminal poseedor de la pistola pierde la paciencia y dispara un par de veces hacia el techo.
Nada... Las balas han atravesado limpiamente la parte superior de autobús sin que nada (o nadie) interrumpa su paso.
De pronto, la puerta trasera del vehículo se abre de par en par. Una violenta ráfaga de aire hace su aparición. Los pasajeros cierran los ojos para evitar que el polvo del camino se introduzca en sus ojos, y justo en ese instante una enorme sombra irrumpe en el camión, envolviendo con su negrura a uno de los salteadores armados con cuchillo.
Las luces del interior del vehículo se encienden nuevamente, y cuando el líder de los criminales se percata de que le falta un secuaz, pierde la cabeza inmediatamente. Sin pensar, apunta su arma a la cabeza del chófer y amenaza con "perforarle la tatema" si la gente no revela "en chinga" que le ha pasado a su "carnalito".
Nadie dice una sola palabra. La desaparición de uno de los criminales resulta más que confusa para los pasajeros, que se miran los unos a los otros sin saber que decir o hacer.
La impaciencia del asaltante llega a su límite y pega un tiro al aire; un pequeño agujero surge en el techo del autobús tras la detonación. Algunos gritos de terror se dejan escuchar desde el frente y el fondo del transporte. El caos empieza a imperar por todas partes, y los antes aterrorizados pasajeros comienzan a mostrarse hostiles ante la situación.
Las luces se extinguen de pronto. El potente batir de unas alas logra apagar los gritos y satura por completo el interior de la unidad. Un golpe seco anuncia que algo había caído al suelo, pero nadie sabe de qué se trataba, pues la negrura que dominaba la escena hace imposible la identificación de cualquier objeto o silueta.
Luego se dan lugar un par de angustioso gritos. Se trata del tipo de la pistola, que a juzgar por sus alaridos, parece estar forcejeando con alguien (o algo). Un lamento desgarrador viene después. El interminable aleteo cesa, y las luces vuelven a encenderse.
Nadie está preparado para la escena que sucede a continuación: de rodillas en el suelo, se encuentra el líder de los asaltantes, cubriendo su ojo izquierdo con gran impaciencia y desesperación.
Por entre sus dedos mana un río de sangre que apenas y puede ser contenido. Sin importar quién o quiénes lo estén viendo, deja escapar de su boca auténticos aullidos de dolor, y entre cada gritó balbucea un "fue el pinche pájaro, fue ese cabrón pájaro..."
El tercer maleante se pone a temblar. Algunos pasajeros se levantan de su asiento para hacerle frente, aún a sabiendas de que sujeta fuertemente su navaja retráctil en la mano derecha.
Asustado ante el inminente ataque, se tira al suelo y recupera velozmente la pistola que había tirado su compañero unos instantes atrás. Entonces, sin dudar, dispara buscando el frente del autobús. La bala se incrusta en el parabrisas del vehículo y el chófer da un volantazo inesperado producto del susto.
Envalentonado por su accionar, el criminal dispara dos veces más sin ningún objetivo en particular. Dos vidrios se quiebran: uno a la derecha y otro a la izquierda.
El terror vuelve a dibujarse en el rostro de los pasajeros y el ladrón sonríe...
Las luces se disipan por tercera vez. Un estruendoso graznido inunda el interior del camión. No es el simple sonido de un ave, no, parece más que nada un curioso grito de batalla...
Un intercambio de golpes toma lugar entre las sombras: el asaltante parece llevarse la peor parte, y tras algunos segundos de escarceo cae fulminado al suelo. Algo lo sujeta por la espalda, y en un parpadeo sale disparado del autobús por la puerta de enfrente.
La paz y la quietud se apoderan del camino por algunos segundos. Tanto el chófer como los pasajeros creen que la pesadilla ya ha terminado, sin embargo, están más que equivocados…
Un bulto enorme cae frente al autobús, se estrella en el parabrisas y luego se precipita violentamente sobre el áspero pavimento. Las llantas de la unidad pasan sobre él y los pasajeros perciben un ligero brinco.
El conductor sabe bien qué fue ese inesperado "tope". Lleno de culpa y terror, frena el autobús de golpe y baja a trompicones los escalones de su camión.
Con gran dificultad, mira hacia atrás para comprobar su teoría: Está en lo correcto: a poco más de 10 metros de él, el cadáver destrozado del tercer maleante se eleva por sobre la carretera, completamente cubierto por lodo y sangre.
El autobús sigue en penumbras, pero algunos pequeños puntos de luz se dejan ver a través de las ventanas: son teléfonos celulares, que avanzan uno tras otro en una estampida digital cuyo único fin es notificarle al mundo la catástrofe ocurrida. Algunos lo postean en redes sociales, otros más llaman a la policía, y una muy pequeña minoría llama a sus familiares.
Ahora que su voz ha vuelto a pertenecerles, no hay nadie que desee acallarla.
La policía arriba pronto al lugar, y una vez confirmado que no existe peligro alguno en la escena, apresa al único criminal con vida e intenta interrogarlo para tratar de darse una idea de que es lo que está pasando.
Es inútil; el sujeto se limita a lloriquear y balbucear cosas sobre un violento "hombre pájaro" que le sacó un ojo y mató a sus dos hermanos...
"Chingaderas..." dictamina de inmediato el oficial a cargo de atender la emergencia. Su compañero se rasca la cabeza y mira el flujo vehicular que inunda la carrera. Al fondo del caos provocado por los autos, una estatua gigantesca llama su atención: es una hermosa figura de bronce que brilla majestuosa, debido tanto a las luces sembradas en su base como al fulgor nocturno de la luna.
Se trata de un hombre joven vestido de pájaro, el cual ostenta un pico enorme y unas gigantescas alas. No recuerda muy bien su nombre, pero le parece que le llaman algo así como el "vigilante".
Sin saber por qué, enfoca la mirada en las manos de la estatua, las cuales se hallan justo frente sus pies. Es extraño, pero le parece ver que los dedos de la escultura están manchados de rojo, como si fuera... ¿sangre?
No, no es posible... presa de la curiosidad, encara a su compañero y le dice:
-Pareja, ¿no será que a esas “ratotas” las "madreó" la estatua?
Con una colosal sonrisa en los labios, su colega lo mira a los ojos y responde:
-No ande pensando pendejadas, pareja. Esos "weyes" andaban "motos", "marihuanos", ¡qué sé yo¡ Lo único que sé es que estaban tan drogados que terminaron atacándose entre ellos... jálele ya, vamos a esperar al SeMeFo adentro de la patrulla porque hace un "chingo" de frío...
Resignado, el curioso oficial se da la vuelta y emprende el camino de regreso hacia la patrulla. Sin embargo, antes de entrar en el automóvil, mira por encima de su hombro y le echa un último vistazo a la estatua del hombre pájaro y suspira.
Ojalá que fuera cierto.
Ojalá que Ecatepec y Tlalnepantla estuvieran custodiados por un héroe.
Nada mejor podría pasarle al lugar que lo vio nacer que estar protegido por un verdadero “vigilante”…




Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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