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En el despacho del virrey


—¡La real audiencia da inicio! — exclamó un hombre enjuto y de ademanes delicados.

Con pasmosa lentitud, los funcionarios se dispusieron a entrar en el gran salón, lugar predilecto del virrey para llevar a cabo las juntas de gobierno. Si bien todos hubieran preferido que la audiencia se llevara a cabo en uno de los jardines del Palacio Real, prudentemente guardaban silencio sobre sus predilecciones; el virrey —o uno de sus tantos oídos— podía escucharlos y exiliarlos a Alaska o las Filipinas, lugares de donde se contaba, uno ya no volvía nunca.

—¡Su alteza, el virrey, preside! —avisó el hombrecillo de los gestos suaves.

Todos se pusieron de pie para recibir a la máxima autoridad de la Nueva España. Falsas sonrisas brotaron de la nada apenas subió al estrado. Innecesarias loas y burdos halagos se hicieron presentes también. El virrey, cansado de tanta zalamería, fingió no escuchar nada y tomó con desprecio el pliego de papel que contenía las ordenanzas del día.

Primer asunto: los derechos de los indios.

«¿indios? ¿Qué indios?”» pensó. «Los “indios” estaban en las “Indias”, y si él no mal recordaba, vivían en la Nueva España, hogar de los furiosos mejicas, los necios tarascos, los leales tlascaltecas y los misteriosos mayas. No había que ser muy iluminado para notar las diferencias. Hasta el tonto Cortés lo sabía…»

—Su alteza ¿damos inicio? —preguntó el escuálido sujeto de bigotillo peinado. El virrey asintió tras un suspiro.
—¡Ordenanza primera! ¿Deben los indios tener derechos reconocidos por nuestras leyes?

Un murmullo espantoso comenzó a saturar la sala. Quejas aisladas, lamentos sin fundamento y advertencias fatalistas surgieron de repente. En la Nueva España todos querían soluciones, pero nadie quería ponerse de acuerdo en nada.

El virrey torció la boca y el pidió al hombrecillo que se acercara. Le murmuró algo al oído. El lacayo asintió de forma exagerada con una caravana y dijo:

—El señor virrey prefiere que el término designado para los oriundos del territorio que hoy es la Nueva España sea “nativos”.  ¿Hay alguna moción en contra?

Evidentemente, nadie alzó la mano. Una palabra era solo eso, una palabra. Tras el irrelevante anuncio, la discusión continuó. Todos murmuraban, pero nadie alzaba la mano para compartir una idea. Aburrido, el virrey recargó la cabeza en su puño izquierdo. Mejor se ponía cómodo, esto iba a durar todavía un rato…
Tras algunos minutos, un cabildo presentó una escueta propuesta:

—Dado que la Santa Iglesia ya ha reconocido que estos salvajes tienen alma, creo que en consecuencia también poseen derechos. Podrían adquirir propiedades, si es que cuentan dinero para pagarlas…

Los ojos del virrey se posaron en el funcionario. Durante angustiosos segundos, nadie dijo nada. 

«¿Salvajes?» se preguntó a sí mismo el gobernante mientras miraba con lujo de detalle al desarrapado cabildo. «¡Por todos los ángeles! ¡Esos “salvajes” tenían drenaje! Se bañaban a diario, con agua, no con perfume, y tenían una ciudad limpísima que ya quisiéramos en el viejo terruño… “Salvajes” … claro, quién mejor para designarlos así que este mugroso tendero que parece no se ha bañado en todo lo que va del año…»

El silencio comenzó a ser incomodo y preocupante. Tan poco ruido había, que la respiración de los asistentes hacía eco en las paredes de la sala. Finalmente, el máximo representante del Rey de España dio su beneplácito y un paje salido de quién sabe dónde tachó la línea que hablaba del asunto en el pliego real.

—¡Ordenanza segunda: la construcción de un dique para evitar inundaciones en la Ciudad de Méjico!
—¡Urge que se lleve a cabo la magna obra! ¡No sé como podían estos salvajes vivir en tan penosas condiciones! Mis establos se han inundado dos veces, y no he recibido ni un centavo de la corona para reemplazar a mis caballos muertos. —gimió un tipo gordo con sombrero de tricornio.

El virrey lo observó con enfado y el hombre se amedrentó de inmediato. Luego, haciendo caso omiso de todos los que aguardaban por una respuesta, se sumió otra vez en sus más profundos pensamientos:

«Otra vez con esos de los salvajes…» caviló. «¿Qué parte no entienden estos tíos de que construimos una ciudad sobre un lago? ¡Un lago, por todos los Cielos! Los “salvajes” tenían acueductos y un complejo sistema de canales que a diario eran navegados por centenares de canoas. Nosotros lo empedramos y queremos trasladarnos a todos lados con inútiles caballos…»

—Señor…—murmuró el hombrecito del bigote. No quería molestar a su majestad, pero todos esperaban por una respuesta.

Hastiado, el virrey hizo un ademan con la mano indicando que estaba de acuerdo. El misterioso paje que tachaba los asuntos pendientes hizo su aparición otra vez. 

—Ordenanza tercera: la destrucción inmediata de los ídolos “nativos” en Ciudad de Méjico. Propuesta a cargo del señor obispo.
—Su alteza—dijo el referido religioso, con aires petulantes y poco tacto—demandamos la presta y completa demolición de las aberrantes figurillas de piedra de las tribus salvajes que habitaban este fértil y hoy cristiano territorio; mis colegas en la iglesia y yo estamos cansados de los primitivos rituales “indios” que se llevan a cabo por doquier. No pensamos tolerar más a ningún “colibrí”, “jaguar” o peor aún, a una “serpiente” llena de plumas. ¡Todos ellos simbolizan el caos y el pecado! 

Un profundo y largo resoplido manó del Virrey. El obispo, poco acostumbrado a los desaires, torció la boca y refunfuñó por lo bajo.

«¿Será acaso que este tío nunca se ha preguntado si le está rezando al Dios adecuado?» pensó el gobernante de la Nueva España. «¿Qué tal si el “huichilobos” de los “mejicas” es una advocación del niño Jesús? ¡Casi nacieron el mismo día! ... Tal vez todos creemos en el mismo dios, pero le llamamos de diferente forma…»

—¡Señor Virrey! — exclamó el obispo, tras ver que la respuesta a su pregunta no llegaba.

El representante del rey se puso en pie y el religioso se hizo para atrás de inmediato. Trastabilló con su hábito y cayó al suelo de sentón. Hubo algunas risitas apagadas, pero todos se aprestaron a ayudarlo para que se incorporase. 

El sujeto de los ademanes delicados fue llamado por la máxima autoridad y nuevamente recibió instrucciones al oído. Asintió como había hecho con anterioridad y dijo:

—Algunos ídolos serán destruidos y otros tantos serán confiscados para su estudio en la Universidad. El asunto no está a discusión.

Consciente de que poco más podía ganar en aquella discusión, el obispo asintió de mala gana y volvió a sentarse en el banquillo que había ocupado durante toda la audiencia. Como las veces anteriores, el paje apareció de súbito, tachó el pendiente y desapareció sin previo aviso.

—¡Ordenanza cuarta! Castigo pendiente para la rebelión de esclavos “mulatos” y “lobos”.

El Virrey tragó saliva. A diferencia de los otros asuntos, este si le preocupaba…

«¿Cómo es posible que un ser humano pueda ser propiedad de otro?» pensó.

—¡Exigimos la muerte para esos negros infelices! — dijo alguien al fondo de la sala. La mayoría lo secundó de inmediato.

«¿Negros? ¡Estos tíos están locos de atar!» meditó el virrey. «¡No hay color de piel que justifique la sumisión de una persona hacia otra!»

—¡Que todo el peso de la ley caiga sobre esos malditos! Me hicieron perder un cargamento de tabaco y robaron dos ovejas de uno de mis corrales. —exclamó una segunda voz. El apoyo hacia la causa se volvió a poner de manifiesto.

«¡Pero si esa gente solo tenía hambre! Dos ovejas no significan nada para un hombre con cientos de cabezas de ganado…»

—¡Que paguen! ¡Que paguen!

«Tal vez está es mi oportunidad” pensó el virrey. «Quizá este es mi momento para anular la esclavitud en la Nueva España y terminar con esta locura esclavista de una vez por todas!»

Se puso de pie. Miro a todos en el gran salón y una vez más, el silencio se apoderó del lugar. Era su momento, solo tenía que decirlo y todo terminaría al fin. O tal vez no…

«Los esclavos son parte vital de la economía de los monarcas» dijo para sí. «Si termino con el negocio en la Nueva España, el Consejo de Indias no tardará en removerme de mi cargo, y no creo que haya muchos por aquí que deseen apoyar mi causa…»

Herido en su orgullo y decepcionado a causa de su propia cobardía, el máximo represente de rey frunció el ceño y llamó a su hombrecillo de confianza. Le susurró algunas cosas al oído y luego este dijo en voz alta:

—Su majestad, magnánimo como pocos, ha decidido comprar a los “negros” y ponerlos bajo su servicio en el Palacio Real. La pérdida de las dos ovejas y el cargamento de tabaco serán absorbidos por la fortuna personal del Virrey y serán pagaderos en cuatro exhibiciones durante los siguientes meses.

Los afectados se mostraron de acuerdo apenas oyeron que la solución conllevaba dinero. 

«Apenas tenga en mi casa a esas personas, las pondré en una carroza hacia Veracruz» caviló el gobernante colonial. «Dicen que allá hay una comuna de antiguos esclavos que viven en las montañas o algo parecido...»

Como por arte de magia, el paje surgió de entre las sombras y tachó el último de los asuntos pendientes.

—¡La agenda del día ha finalizado! Su majestad el virrey los espera mañana.

Los asistentes a la audiencia se pusieron en pie y salieron de forma desordenada, atropellándose unos a otros. El obispo volvió a trastabillar, pero esta vez no lo dejaron caer. Los “afectados” por la rebelión de esclavos se abrazaron con alegría y quedaron de verse por la tarde en la taberna cercana. Puesto que iban a recibir un dinerillo extra no había motivo alguno para no tomar una “copita” de jerez para celebrar la alegría de vivir.

El gran salón quedo vacío y solo el virrey se mantuvo en el estrado con la vista fija en la nada. Un día más había transcurrido frente a sus ojos, y las cosas, como siempre, seguirían igual. Tal vez así debía ser. Tal vez eso significaba hacer valer la voluntad del rey…



Original de JD Abrego "Viento del Sur"

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