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Biguidibela




Tan oscura era aquella noche, que no podía verse más allá de la propia nariz. Densas nubes negras envolvían a la luna y las estrellas, tornando el ambiente en un paraje frío y desolador, donde incluso el viento se mostraba renuente a danzar y soplar.
La lógica dictaba que nadie se atrevería a salir de sus madrigueras con tan funestas señales, sin embargo, siempre había alguien que ignora la voz de la naturaleza y decide seguir su propio camino. En esta ocasión se trataba de “Zaa”, el joven conejo que argumentaba no temerle a nada.
Aprovechando que la competencia por las flores de cardos era nula aquella noche, emprendió una arriesgada expedición que lo dotaría de cantidad suficiente para almacenar en su guarida y hacer frente así al crudo invierno que se avecinaba.
Motivado en un principio por la facilidad de la misión, comenzó a alejarse cada vez más de la zona de madrigueras, y se internó sin querer en la ciudad abandonaba que los humanos solían llamar “Monte Albán”. El canto de una lechuza lo alertó apenas toparse con el primer edificio. No pudo evitar sobresaltarse y buscar cobijo en el siguiente templo que vio abierto.
Una nueva advertencia del ave lo obligó a acceder a la primera cámara de la referida construcción, y de pronto, sin querer, pisó en falso una baldosa sobrepuesta. Cayó algunos metros hasta un agujero en la tierra. Seguramente se trataba de uno de esos hoyos que los humanos hacían para desenterrar cosas inútiles del suelo.
Visiblemente molesto –a causa principalmente de su “cobardía”– arrugó la nariz y extendió los largos bigotes. Se mordió los labios e hizo un intento de volver a ascender la pequeña colina que lo llevaría de vuelta en la primera sala del templo. No lo consiguió. Una nube de polvo se sucedió tras su pequeña caída. Algunas rocas rodaron también. Fue entonces cuando llamó la atención de alguien que dormía allí…
–¿Qué haces aquí, conejo?
Zaa tragó saliva y giró lentamente para encarar a quien había lanzado la pregunta.
No pudo verlo. La espesa penumbra impedía cualquier tipo de identificación posible. Temeroso, solo atinó a responder:
–Yo… solo… buscaba cardos…
Su interlocutor resopló y dijo:
–¡No hay cardos aquí! ¿Qué clase de conejo tonto eres?
–Me caí. Eso fue lo que sucedió…
–Bien. Pues vete. Intento dormir. Tengo que salir más tarde y estás interrumpiendo mi precioso tiempo de reposo.
–Quisiera hacerlo, pero no puedo… Pude caer, pero no logro subir…
Un largo suspiro cargado de fastidio hizo eco en el pequeño agujero. El dueño de la voz cayó de pronto al suelo y confrontó al diminuto conejo. A causa de la impresión, el joven Zaa trastabilló y rodó hacia atrás, quedando de panza frente a su inesperado rival.
Su horrenda apariencia aumentó drásticamente el efecto de la sorpresa. Era poseedor de una nariz arrugada y chata, cuerpo espigado y lampiño, con enormes brazos cuyos dedos terminaban en una suerte de alas o algo parecido. Sus ojillos, minúsculos cual guijarros, miraban sin mirar, como si fuera incapaces de contemplar las maravillas del mundo que les rodeaba. Sus orejas, por el contrario, parecían atentas a todo lo que acontecía alrededor, y se movían de forma muy singular ante cada imperceptible cambio en el entorno.
–¡Eres un murciélago!
–Eres listo, conejo… te ayudaré salir de aquí. Vamos, agárrate a mis patas.
Aunque renuente a recibir la ayuda de tan escalofriante personaje, Zaa atendió la indicación y pronto fue elevado por los aires. Tras escasos segundos, se hallaba nuevamente en la cámara principal.
–Gracias…–murmuró, aun algo contrariado a causa de la imprevista ayuda prestada por el murciélago.
–Sí, como sea. ¡Ahora vete! Tengo que descansar…
El conejito asintió y dio la vuelta. No obstante, tras dar algunos saltos, giró la cabeza y preguntó:
–¿Siempre has sido así?
–¿“Así” cómo? – espetó su interlocutor–. ¿Fea? ¿Ciega? ¿Con espantosas alas?
Zaa no se atrevió a responder, pero era exactamente a lo que se refería. Nunca había visto a un murciélago de cerca, y le intrigaba sobremanera su extraña apariencia.
–No respondiste nada, pero sé lo que piensas. Puedo sentirlo. A mi intuición no se le escapa nada…
–Solo digo que… me resulta extraño que los dioses te hayan hecho así.
–¡Pues así fue! Uno de ellos me condenó a ser lo que ves hoy. Antes nadie me llamaba murciélago. Todos me conocían por otro nombre; uno tan bello y majestuoso que todavía me hace estremecer cuando se asoma entre mis recuerdos…
–¿Cuál era?
–Biguidibela.
–¡Jamás había escuchado semejante palabra! ¿Qué significa?
–Mariposa desnuda. Eso es lo que era antes de convertirme en esto–dijo mientras extendía las alas y mirada con desprecio sus extremidades.
Zaa miró hacia el exterior. Aún estaba oscuro. Sería mejor permanecer otro rato resguardado en el templo, y que mejor que hacerlo escuchando una vieja historia que luego podría contar a todos en la madriguera. Se aclaró la garanta y pidió con toda la humildad de la que fue capaz:
–¿Me contarías lo que sucedió?
Biguidibela asintió. Aleteó un par de veces y elevó el vuelo. Luego se colgó de cabeza de una roca en el techo y comenzó su narración:
–Cuando la “gente nube” habitaba este lugar y Xipe Totec regía los destinos de todos y cada uno de los seres vivos, mi morada estaba en un árbol de Bla’we, a tan solo una carrera corta del edificio de los danzantes. Ahí residía feliz, contemplando los bellos colores de la naturaleza desde el amanecer hasta el anochecer, soñando con algún día ser tan vistosa como una hermosa guacamaya o tan brillante como un escurridizo perico. Mi condición, sin embargo, no me permitiría jamás ser tan agraciada como alguna de ellas…
–¿Cómo eras?
–No tan pavorosa como luzco hoy en día, pero muy lejana a lo concepción general de belleza: mi cuerpo era similar al de los humanos, pero carecía de cualquier vello en la piel; tenía pequeñas alas en forma de nube, y cabello corto que siempre apuntaba al sol; ojos grandes y negros, capaces de otear cualquier rayo de luz presente en el horizonte; nariz respingada y puntiaguda, hábil en demasía para detectar bancos de flores y arboles de frutas; orejas pequeñas, incapaces de oír más allá de lo que se decía muy cerca de mí…
–Quizá pienses que estoy equivocado, pero suena a que eras una criatura muy hermosa…
–Ese decía Xipe Totec, pero yo quería más… deseaba tener color, brillo, belleza… y eso era precisamente de lo que carecía. Mi piel era gris, casi parduzca. Mis alas tenían un tono similar, y frecuentemente era confundida con una sombra o una corteza de árbol muy seca. Nadie se detenía a mirarme. Era solo una criatura más del mosaico de la creación, donde todos tenían un papel y el mío era más que desagradable. Harta de sufrir la indiferencia de todos aquellos a quienes admiraba, acudí a la presencia del Creador, que, cuando fui a verle, estaba ocupado dando vida a nuevas clases de maíz. Los había de todos colores: púrpura, negro, verde, amarillo y rojo. Era un espectáculo maravilloso, digno de contemplar por horas y horas. Cuando terminó de dar forma a sus nuevas creaciones, me preguntó que deseaba, y se lo hice saber…
–¿Qué le dijiste? –preguntó el pequeño conejo.
–Le pedí que me diera color. Él solo rio, y me dijo que ya lo tenía; que mi color era el pardo, sutil y elegante, necesario para fundirse en la sombra y pasar desapercibido ante los ojos del mundo. Le contesté respetuosamente que yo no deseaba eso, que anhelaba estar llena de vibrantes tonos y brillos incandescentes, igual que un ave de la selva o una mariposa del bosque. Tal como su maíz, tal como lo que él había creado.
–¿Y qué te respondió?
–Que él no podía hacer nada por mí. Pero, que, si deseaba poseer algo de color, bien podía solicitar a un ave que me regalara una pluma para adornar mi cuerpo y así deshacerme de la sensación de vacío que dominaba mi ser. Y eso fue lo que hice…
Sus ojillos brillaron de forma casi macabra, y un destello mortecino apareció en sus nubosas pupilas. Un inesperado escalofrío recorrió la piel de Zaa, que, sin dudarlo, se hizo un ovillo antes de escuchar el resto de la narración.
–Abandoné la morada del Creador y me dispuse a hacer lo que me había recomendado. Fui con la guacamaya y le pedí humildemente una pluma. Hice lo mismo con el halcón, la paloma, el milano, el perico, la lechuza, el búho, el colibrí y la titira; tantas plumas junté, que me alcanzó para fabricarme una bella corona que no tuve reparo en presumir.
Todos me decían “¡Qué bella estás!” y yo solo sonreía sin decir nada. Me halagaban sus palabras, pero todavía no era tan bella como deseaba ser. Así que fui a buscar a otras aves y les solicité su ayuda: el martín pescador, la golondrina, el reyezuelo, el mirlo y el capulinero también me regalaron una de sus plumas. Y así me hice un vestido, tan vibrante y radiante, que era imposible no voltear a verme. Me había convertido en la reina de los cielos, una luz capaz de rivalizar con el mismo sol…
–¿Y qué pasó después?
–Pasó que quise más. Esta vez acudí con el chipe, la garza, la tangara, la piranga, el gorrión y la calandria. Y con sus plumas me hice una capa. Todos observaban mi paso con celos y envidia, y murmuraban por lo bajo que deseaban ser tan vistosas y maravillosas como yo. Eso era lo que quería: provocar discordia entre los demás, envidia pura y malsana, egoísmo sin par… era tan luminosa mi apariencia, que podía incluso salir en la noche y deslumbrar hasta a los lobos y las lechuzas. Nadie podía ignorarme, y no les quedaba más remedio que inclinar la cabeza a mi paso.
–Discúlpame, pero suena a que fuiste muy egoísta y vanidosa –recalcó Zaa.
–Lo fui… lo fui… es por eso que Xipe Totec solicitó que acudiera en su presencia. Me dijo que aguardaba por mi en una nube muy cerca del sol. Sonreí cuando lo supe.
–¿Por qué?
–Porque así todos habrían de mirarme. Nadie podría hacer caso omiso de mi ascenso hacia el Creador… ingenuamente creía que Xipe Totec me había llamado para felicitarme por mi hermosa apariencia y que pediría mi consejo para embellecer sus creaciones. ¡Cuan soberbios somos cuando la belleza está de nuestro lado!  Al llegar a la nube en que me había citado el dios, me percaté de que no estaba ahí, sino más alto: “¡Ven!” me dijo, mientras yo volaba afanosamente hacia su nueva ubicación. Tras de mí se desprendía un hermoso arco multicolor, uno que solo había visto cuando una lluvia torrencial era sucedida por un radiante sol.
–¿Un arcoíris, dices?
–Sí, un arcoíris… entonces, cuando alcancé nuevamente el punto que me había indicado el poderoso Xipe, vi que su locación había cambiado, y que solicitaba mi presencia más alto. Seguí volando. La cascada multicolor seguía ahí, acompañando mi travesía. Me embelesé mirándola, pero no dejé de volar… cada vez que alcanzaba una nube donde se supone habría de reunirme con el Creador, este desaparecía y gritaba otra vez desde arriba, obligándome a volar cada vez más alto, cada vez más lejos…
–¿Y el arcoíris?
–Seguía ahí, pero entre más subía, más color perdía… no fue sino cuando alcancé la última nube, que me di cuenta de que nunca había existido tal arco de color. La cascada luminosa que había acompañado mi travesía no era otra cosa que mis preciadas plumas desprendiéndose de mi capa, mi corona y mi vestido… al llegar con Xipe Totec estaba completamente desnuda, tal como siempre había sido…
–Te engañó…
–No. Solo me dio una lección, pero en ese entonces no supe comprenderla… cuando estuvimos cara a cara, me preguntó si había aprendido algo. No le respondí. Estaba demasiado horrorizada como para atender a sus cuestionamientos morales. La desesperación me corroía todo el cuerpo, y lo único que se me ocurrió fue sacarme los ojos para no ver aquello que tanto odiaba…
–Tú misma…
–Sí… Xipe intentó consolarme, pero me aparté de su paternal abrazo apenas sentí su roce. Iracunda, me lancé en picada hacia el suelo. Caí de bruces en la tierra. Mi cara se deformó por completo. Avergonzada, corrí hacia todas partes intentando ocultarme. Pero debido a que había perdido la vista, no era capaz de esconderme en ningún lado. Los demás animales hablaban para ofrecerme su ayuda. No les hice caso. Solo usé sus voces para obtener una guía y alejarme de ellos. Mis hasta entonces inútiles orejas por fin estaban haciendo algo bueno… Hui hasta que dejé de escuchar los gritos y exclamaciones. Fue así como acabé en una recóndita cueva, donde solo habitábamos mi creciente soledad y yo…
Zaa quiso decir algo para reconfortar a la Biguidibela, pero no encontraba las palabras necesarias para hacerlo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué clase de discurso sería capaz de hacer sentir bien a tan desafortunada criatura?
–No te preocupes conejo, aprendí mi lección y no me molesta pagar las consecuencias de mis acciones. Deberías de pensar en ello. Ser único a costa de los demás es una terrible idea… vete, ya va a amanecer. Seguro que todos te extrañan en tu madriguera.
Sin decir palabra, el conejo dio la vuelta y encaminó sus pasos hacia la salida del templo. Corrió como nunca había corrido y llegó resoplando de cansancio a su hogar.
Cuando le preguntaron donde había estado, aspiró muy hondo y contestó:
–Aprendiendo una lección que jamás voy a olvidar…




Original de JD Abrego "Viento del Sur"

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