—Mamá ¿puedo preguntarte algo?
—¡Claro que sí, mi niño!
Inhalé muy profundo y luego dejé que el aire escapara muy lentamente. Lo que tenía que decir era muy importante, y si lo hacía mal, incluso podría resultar un tanto hiriente.
—¿Por qué siembras tantas flores?
—¡Qué pregunta, hijo! ¡Pues para los colibríes! ¿Para quién más?
—Aquí no hay colibríes, mamá. Nunca los ha habido. Al menos jamás he visto uno.
—No los hay todavía, pero los habrá… ya verás que sí…
—Los pájaros no surgen de la nada. Tampoco visitan lugares distantes solo porque alguien que desea verlos los “llama”. La geografía no se puede cambiar con una flor, mamá.
—Te sorprenderías, mi niño—puntualizó la autora de mis días—con todas las cosas que puede cambiar una simple flor. Mejor ve y tráeme la regadera. La de aluminio, no la de peltre, esa ya está picada de la base y tira toda el agua.
—Puedo intentar arreglarla si gustas.
Mamá me miró con dulzura y luego puso uno de sus tiernos besos en mi frente. Inhaló justo como yo había hecho minutos atrás y dijo:
—Hay cosas en este mundo que ya han cumplido con su misión y no deben ser forzadas a dar más. También se muestra amor cuando uno se decide a dejar ir algo. Retener los suspiros solo por miedo a la soledad, es un acto de egoísmo y crueldad.
Confundido, torcí la boca y me di la vuelta. Dirigí mis pasos hacia la repisa con los implementos de jardín y busqué entre los viejos cacharros la regadera de aluminio. La encontré sin mayor problema. Cuando regresé, mamá tarareaba una curiosa melodía.
—¿Qué canción es esa? —pregunté.
—Es un canto maya—respondió, con una sonrisa dibujada en los labios.
—Nosotros no somos mayas. Somos más mestizos que el perro de Doña Hilaria. Quizá ni siquiera tengamos una pizca de “sangre” maya corriendo por nuestras venas.
—No se necesita la sangre cuando se tiene el corazón; la herencia de tus ancestros no viene en un papel ni en el color de la piel.
Tragué saliva. Mi plan iba de mal en peor. Si quería llegar al punto clave de mi disertación, debía dejar de dar tantos rodeos…
—¿Por qué quieres que venga un colibrí?
—Porque ellos nos traen noticias…
—¿De quién o de qué?
—De aquellos que se adelantaron ya…
—¡Mamá! —exclamé—. ¿De dónde sacaste esa idea?
—De los mayas…
—¡YA TE DIJE QUE NO SOMOS MAYAS!
Otro suspiro escapó de mamá. Sus ojos, adornados con el color de la paciencia y enmarcados por dos cejas llenas de comprensión, se fijaron en mí sin una sola gota de reproche.
—¿Sabes que es lo mejor de vivir en México? —dijo.
—No…
—Que aquí uno puede elegir ser lo que quiera…
—¿Y tú qué elegiste, mamá?
—Elegí creer…
Una ola de creciente vergüenza recorrió cada palmo de mi ser. Debí haberme puesto colorado o algo así, porque mi madre se sonrió cuando me miró de reojo.
—¿Qué dicen los mayas? —pregunté, avergonzado.
—Que los colibríes traen mensajes desde el más allá. Pequeños fragmentos de la voz de nuestros seres queridos, dirigidos a esos que se han quedado atrás.
—¿Nosotros?
—Así es. Es por eso que nunca dejan de batir sus alas, porque tienen tantas cosas que hacer y tantos mensajes que dar, que ponen su propia vida en ello.
—Y tú esperas unos de esos mensajes ¿verdad?
—Sí.
—¿Y si nunca llega?
—Llegará el día.
—¿Y si no?
—No hay plazo que no se cumpla ni sol que no salga.
Eso mismo decía la abuela… ¿La abuela? ¿Sería qué…?
—¿Esperas un mensaje de la abuela?
—Sí. Todos los días —respondió mama, ahogando un sollozo.
—¿Por qué? ¿Qué esperas que te diga?
—Que me perdona.
Entonces recordé la forma en que la abuela nos había dicho adiós. Enfermó de pronto y sin previo aviso. Después de años de inmejorable salud y casi increíble resistencia, cayó en cama y ya no fue capaz de levantarse otra vez. Más de una ocasión telefoneó a casa esa semana. Le pidió con insistencia a mamá que fuera a verla. Presionada por su trabajo, las responsabilidades del hogar y algunos compromisos sociales, mamá se excusó de ir a verla, argumentando que iría “la otra semana”.
Sin embargo, la abuela no pudo aguardar “otra semana”. Falleció un domingo temprano, cuando el sol apenas repuntaba en el cielo y el horizonte todavía era de color rojo.
Mamá nunca se perdonó a sí misma.
—No fue tu culpa. En verdad no podías ir…
—Siempre se puede, mi niño. Para los que uno quiere, siempre debe de haber tiempo.
Nos quedamos callados. El viento sopló por detrás de nosotros y levantó algunas hojas secas. El cielo se nubló un poco. La lluvia parecía inminente.
—Mamá, ¿Crees que alguna vez llegue un colibrí con un mensaje de la abuela?
—Sí, no tengo duda de ello. Llegaría el día. Lo sé.
El aire comenzó a silbar con más fuerza. Ahora las hojas secas formaban pequeños remolinos aquí y allá. Una fina lluvia hizo su aparición. Pronto arreció, y mi madre y yo tuvimos que buscar cobijo en el interior de la casa. No dijimos nada. Solo nos sentamos en el sillón que daba a la ventana, y miramos llover durante largo rato.
Finalmente, me decidí a ponerme en pie y abandonar la melancólica tarea. Suspiré y encaminé mis pasos hacia la cocina para preparar un par de tazas de café. En ese momento, mamá me sujetó la mano con fuerza. Cuando volteé para reclamarle su accionar, se llevó un dedo a los labios y señaló hacia la ventana.
Ahí, no lejos del vidrio, un pequeño colibrí con el lomo azul picoteaba con gran devoción una flor de color rosa que no supe reconocer. La avecilla se paseó por la planta durante casi un minuto. Luego, sin más, se fue.
Mamá comenzó a llorar. La abracé sin decir nada. Fue ella, quien al final, rompió el silencio:
—Esa flor…
—Sí, es muy extraña. No la reconozco ¿cómo se llama?
—Es el “corazón de María”.
—¿María? Igual que…
—Igual que la abuela, sí…
El llanto de mamá no cesaba. La tomé de la mano e intenté sonreír para que dejara la tristeza atrás. Funcionó a medias, pero al menos logré atraer su atención.
—Si crees en el mensaje del colibrí, seguro también tienes fe en que volverán a estar juntas en algún momento.
—Llegará el día…
Y la lluvia amainó. También el llanto que asolaba a mamá.
—Todo estará bien—susurré.
—Lo sé, mi niño—respondió—... Lo sé…
***
Ya han transcurrido diez años desde que vi un colibrí por última vez. Mamá aun estaba con nosotros. La extraño mucho... Creo que es por eso que no he dejado de atender su jardín. Tal vez me pasa lo mismo que le ocurría a ella, y espero que un día cualquiera, sin previo aviso, vuele entre las flores un pequeño colibrí…
—Papá ¿Por qué siembras tantas flores? —preguntó mi hija, que me miraba con gran atención.
—Para los colibríes—respondí.
—¡Nunca he visto uno por aquí!
—Pero llegará el día en que alguno nos visite para traernos noticias de aquellos que se nos adelantaron.
—¡Como la abuela! ¿En verdad lo crees?
—Sí, lo creo. ¿Y tú?
—Si tú crees, yo también…
La abracé y nos quedamos largo rato viendo las flores. Pasado un tiempo, hubo un momento en que nos pareció ver un colibrí revoloteando entre las petunias. Corrimos a verlo, pero cuando llegamos, había desaparecido.
Tal vez fue solo nuestra imaginación. Quizá estábamos tan ansiosos por ver uno, que lo confundimos con una ráfaga de aire o una hoja levantada por el viento.
No sé. A nosotros nos gusta pensar que vino para dejarnos un mensaje: un hilito de voz tarareando una canción, la deliciosa receta para un pan o un consejo para cuidar mejor a las flores… preferimos eso a una simple casualidad. Después de todo ¿quién en este mundo no desearía tener alguna noticia de aquellos que le esperan en el más allá?
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
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