-Calagurris,
Hispania, 74 a.C-
Cneo Valerio Regulo atravesó el campamento
con copiosos chorros de sudor escurriéndole por la frente. En parte se debía a
la desastrosa carrera que había tenido que emprender desde el campo de batalla
hasta la tienda del procónsul, y por otro lado le preocupaba también la actitud
que tomaría este último al enterarse de los detalles de la sorprendente derrota
recién sufrida por su ejército.
A él mismo le parecía increíble
que una fuerza enemiga tan pequeña hubiera conseguido no solo plantarles cara,
sino hacerlos retroceder de forma tan vergonzosa.
Sin embargo, sin importar lo
inverosímil o no que fuera la situación, lo que realmente interesaba era que sería
él quien haría frente al procónsul Pompeyo y su muy posible ira. Si bien el
fracaso sufrido no recaía en su absoluta responsabilidad, sí que había empezado
en los manípulos que en teoría estaban bajo su responsabilidad…
El casco le apretaba como nunca. Pensó
en quitárselo, pero pensó que sería una mala idea presentarse ante su oficial
superior sin él, así que siguió corriendo con la pesada pieza de bronce a
cuestas. Cuando llegó a la tienda del procónsul, un escalofrío terrible le recorrió
todo el cuerpo.
«Quizá me obliguen a cometer
“devotio” como castigo a mi fracaso» pensó. Luego sacudió la cabeza e intentó
alejar ese pensamiento de su cabeza. El suicidio de honor militar no sonaba tan
atractivo cuando uno era el que podría sufrirlo…
La guardia consular lo miró con desdén
antes de autorizar su entrada a los aposentos del procónsul Pompeyo. Tras
anunciarlo de forma escueta, ambos soldados se hicieron a un lado y le dejaron
vía libre.
«Aquí voy, directo al matadero»
caviló para sí, y luego encaminó sus pasos hacia donde un atribulado Pompeyo
miraba con gesto perplejo un mapa de Hispania.
—¿Estás esperando algo, tribuno?
¿Un vaso de vino? ¿Un trozo de pan, quizás? Por que de otra forma no me explico
por qué sigues ahí de pie sin hablar y con el cuerpo temblando…
Cneo Valerio carraspeó con
debilidad y luego dio un paso al frente. Intentó saludar a su oficial, pero sus
brazos se habían engarrotado y se negaban a obedecerle. Al final, tras algunos
segundos llenos de frustración y desesperación, habló:
—No me explico cómo lo han hecho,
procónsul, pero un pequeño grupo de soldados ha roto el cerco que teníamos
sobre la ciudad…
—¿Qué tan pequeño, tribuno? —
inquirió Pompeyo, con visible molestia.
—No más de 600 soldados, señor.
—¿Apenas una cohorte?
—Sí, procónsul, pero su empuje
era devastador. Parecían poseídos por una tremenda fuerza que…
—Espera un segundo—interrumpió
Pompeyo—. ¿Me estás diciendo que era una especie de “tremenda cohorte” o algo
parecido?
—No, señor, quiero decir, sí lo
era, es solo que…
—¿Estás consciente de lo que
estás diciendo, tribuno? ¿Una simple cohorte detuvo a una legión completa que
asediaba con todas las ventajas una ciudad?
—Sí, procónsul, así es…
Pompeyo arrojó su copa de vino al
suelo para dejar en claro que el asunto no le hacía gracia. Aun no lograba
explicarse como un blandengue amigo de “bárbaros” como Sertorio había
conseguido mantenerlos a él y a Mételo a raya; cuando le dijeron que viajaría a
Hispania para someter a un “fastidioso” rebelde seguidor de Mario, nunca
imaginó que las cosas estarían tan fuera de control como lo estaban ahora…
—¿Quién fue el idiota que dejó
que sucediera eso? ¿Acaso fuiste tú? Dudo que mi “legatii” te haya puesto a
cargo de una legión entera ¿O sí?
El tribuno negó con la cabeza,
aunque tampoco dijo nada a su favor. Al no escuchar más que silencio, el
procónsul perdió la razón y gritó:
—¡¿Entonces qué demonios haces
aquí?! ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¿Cuál es la razón de que hayas sido tú el
que trajera esta terrible noticia y no el “legatii” que puse al mando?
—Señor, yo… no lo sé… supongo que
fue por que los manípulos que tenía a mi cargo fueron los primeros en ceder
ante el tremendo empuje enemigo, yo no…
—¡Silencio! — exigió Pompeyo—.
Necesito saber más detalles de esa “tremenda cohorte” y el estado de mis
fuerzas. ¿Puedes dármelos tú o te ejecuto y traigo a alguien más capaz?
Cneo Valerio tragó saliva y negó
con vehemencia. Ni deseaba ser ejecutado ni tampoco le hacia gracia ser reemplazado
en tan importante —aunque desastrosa— labor.
—Yo-yo l-lo haré, procónsul. Es
solo que es mi primera vez en un campo de batalla, y me ha costado sobreponerme
a las… adversidades…
—¡Me importa una mierda si eres
un novato o un veterano! —puntualizó Pompeyo—. Eres un patricio ¿no? Eres parte
de la orden ecuestre y no voy a tolerar idioteces en mi ejército. Tienes otra
oportunidad: ¡Por todos los dioses! ¿Qué diablos sucedió allá?
El tribuno aspiró muy hondo y trató
de ordenar sus ideas. Cuando se sintió conforme con lo que había en su cabeza, comenzó
a hablar sin parar:
—Al inicio del asedio la diosa
Fortuna estaba de nuestra: nuestros arqueros auxiliares abrieron fuego y se dejaron
escuchar algunos gritos tras las murallas de la ciudad de Calagurris. Los
lamentos encendieron el ánimo de nuestras tropas, y el legatii Claudio ordenó la
primera descarga de los vélites. Una nueva ola de lastimeros quejidos se
sucedió tras el lanzamiento. Tanto yo como los otros tribunos nos sonreímos los
unos a los otros. Tontamente pensamos que se trataría de una batalla sencilla
que nos haría regresar con honor a Roma antes de lo esperado. No podíamos estar
más equivocados… envalentonados por el aparente buen inicio de las tropas de
ataque a distancia, le solicitamos al “legatii” Claudio que nos permitiera
asediar la ciudad con infantería y escaleras.
En un principio se negó,
argumentando que sería mejor agotar a Sertorio con un largo asedio a punta de balistas
y catapultas. Pero, embriagados con la inminente posibilidad de victoria,
apuntamos que no serian necesarias, y que bastaría con una legión para someter
al traidor Sertorio, que, según informes de nuestros exploradores, no poseía
más de 8000 soldados.
Aun no sé por qué, pero el “legatii”
nos dio la razón y los tres tribunos fuimos puestos a cargo de algunos manípulos
de la legión VII. Cual niños a los que apenas están enseñando a usar un escudo
y espada, nos apresuramos a entrar en combate. Dimos ordenes que fueron bien
recibidas y los “bucinatores” soplaron sus trompetas para marcar el inicio de nuestro
avance.
Todo marchaba muy bien…
—¡Por Marte! ¡En verdad que tú y
tus amigos son una sarta de incompetentes! —interrumpió Pompeyo—. ¿Qué ocurrió
después, pedazo de idiota?
Cneo Valerio miró al suelo tras
la reprimenda y continuó su narración sin mirar el procónsul:
—Puedo asegurarle que en ese momento
no creíamos que la derrota era posible… era media legión de hombres valientes
contra un puñado de romanos renegados y sus aliados iberos… ¡El fracaso no era
siquiera una opción! Cuando estábamos a solo quinientos pasos de la ciudad, las
puertas de la muralla principal se abrieron y emergió de ellas una vorágine de
soldados sedientos de sangre…
—¿Vorágine o una turba? Recuerdo
que al principio de tu lastimoso informe hablaste de una “tremenda cohorte” …
¿Ahora resulta que eran más?
—No, señor—apuntó el tribuno—
eran ellos, pero sus fieros gestos e incesantes gritos nos hicieron pensar —al
menos de entrada— que eran muchos más… Sobra decir que no estábamos listos para
enfrentarlos. Apenas nos tuvieron a tiro, arrojaron sus “pilum” sobre nosotros…
Eran barbaros, sí ¡Pero luchaban como romanos! La descarga nos tomó por
sorpresa y muchos de los nuestros cayeron. En un intento de recuperar el
control, ordené que mis manípulos se formaran en “testudo” y avanzaran hacia el
enemigo. La estrategia, claro, no funcionó: al separar a mis tropas de la cohorte
principal, la puse en un riesgo innecesario: fue engullida en un “abrir y
cerrar de ojos” por las fuerzas élite de Sertorio y eso sin querer abrió el
paso hacia los manípulos que estaban detrás. Era tal la ferocidad de aquellos bárbaros
que no hubo forma de hacerles frente. Caímos ante ellos sin apenas dar batalla…
Cuando el “legatii” Claudio se percató de nuestro estrepitoso fracaso, envió al
resto de la legión a la refriega. En ese momento la demoniaca cohorte se plegó
en franca retirada a la ciudad…
—¿Y ahí terminó todo? —cuestionó
Pompeyo con desdén—. Se perdieron algunos manípulos, sí, pero Sertorio sigue
encerrado, ¿no?
Cneo Valerio negó con la cabeza y
prosiguió su crónica:
—El resto de la legión VII fue
recibida con flechas y piedras disparadas desde adentro de la ciudad. La
cantidad de proyectiles era tal, que todos se vieron obligados a levantar sus
escudos para cubrirse y perdieron de vista el asentamiento…
—¡Hato de bestias! —exclamó el
procónsul, pues sabía bien lo que venía a continuación en el desastroso relato.
—Las puertas de Calagurris se
abrieron otra vez y una imponente fuerza de caballería emergió de ellas. Tras
ellos, numerosas cohortes de infantería hicieron su aparición. Rápidamente
rodearon a la legión VII y aquello fue una masacre… más de 10 mil hombres perdieron
la vida, y el “legatii” se vio obligado a tocar retirada…
Pompeyo dio un puñetazo en la
mesa de madera sobre la que tenía extendió el mapa y sus nudillos sangraron al
contacto. Luego pateó un cesto con pergaminos y finalmente estrelló su casco en
el suelo.
La guardia consular acudió al
interior de la tienda con presteza al oír los ruidos, pero cuando vio que era
el procónsul quien era el responsable de los destrozos, prefirieron salir de la
tienda y aguardar a que el berrinche terminara.
—¡Traigan a Claudio, ahora!
Su esclavo personal fue el único
que asintió tras la orden y corrió fuera de la tienda a buscar al “legatii”.
Por su parte, Cneo Valerio seguía temblando, pero no se atrevía a solicitar
permiso de irse…
—¿Cuál es tu nombre, tribuno?
—Cneo Valerio Regulo, señor.
—Pues bien, Cneo Valerio, tu
servicio a Roma ha terminado. ¡Guardias! Ayuden a este tribuno a efectuar su “devotio”
… que los dioses lo acompañen, porque yo no pienso hacerlo…
El joven tribuno pensó en
suplicar por su vida e implorar clemencia al procónsul. Sin embargo, la idea
rápidamente abandonó su cabeza:
«Ya me han humillado demasiado el
día de hoy. No pienso soportar otra vejación más.»
Y sin decir palabra, se dejó
dirigir por la guardia consular fuera de la tienda. Seguramente su inmolación tendría
lugar en algún lugar apartado del campamento, donde nadie fuera de testigo del
funesto acontecimiento.
Tras dejar atrás la tienda del procónsul,
Cneo Valerio, resignado a perder la vida cayendo sobre su propia espada, estableció
una suerte de dialogo con los guardias:
—Amigos, ¿les gusta estar en la
guardia consular?
—Sí— respondieron ambos,
lacónicos.
—¿No le gustaría estar en el
frente? ¿No desearían estar en la primera línea de batalla peleando por la
gloria de Roma?
Los guardias se miraron el uno al
otro y luego observaron de reojo al abatido Cneo Valerio. Tras algunos segundos
de angustioso silencio, uno de ellos sonrió y exclamo:
—¡Ni por toda la sal del mar,
tribuno! ¡Ni por toda la sal!
Original de JD Abrego "Viento del
Sur"
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