–¡Qué el acusado suba al estrado! – exclamó el juez, con voz ronca y determinada.
Adán fue empujado con violencia hacia el banquillo de los acusados, y trastabilló sin querer en el primer escalón. Las risas no se hicieron esperar. Estaba claro que los asistentes al proceso no estaban de su lado.
Con la respiración entrecortada y el rostro cubierto por una bolsa negra de plástico, Adán intentaba deducir qué estaba ocurriendo a su alrededor. Nadie le decía nada, y cada pregunta que pretendía hacer era interrumpida por un golpe seco o un espeso escupitajo. Quizá el “juez” le revelara algo cuando por fin alcanzara el estrado…
–Tranquilo, amigo. Te acompañaré durante todo el juicio. No te prometo la victoria –de hecho, tendremos suerte si salimos de aquí con vida– pero si te juro que te defenderé hasta el último aliento.
–¿Quién carajo eres tú? –preguntó Adán, confundido.
–Tu abogado.
–¿En serio? ¿Y cómo te llamas?
–Magnus.
–¡Tienes que estar bromeando! – exclamó–. Magnus es el nombre de mi perro…
–Ya lo sé… anda, sube ya. No queremos hacer esperar al juez. ¡Apresúrate! ¡SENTADO!
Sin saber por qué, Adán atendió la indicación y tomó asiento. La bolsa de plástico le fue retirada, y la escena que se alzó frente a sus ojos le pareció dantesca, surreal, digna del más delirante sueño (o más bien, pesadilla).
Decenas de animales le miraban con furia y rencor desde rústicas bancas hechas de piedra y musgo. Aunque le resultaba imposible reconocerlos a todos, sí fue capaz de identificar a algunos: la liebre, el armiño, la ardilla, el bisonte, el oso gris, la lechuza y el mapache.
Tan pintoresca audiencia le hizo pensar que estaba soñando y en un arranque propio del instinto, se pellizcó un brazo. Magnus lo miró de reojo y luego le susurró al oído:
–No hagas idioteces; nos haces quedar mal…
Sobrecogido por completo, Adán solo atinó a mirar su “defensor” y cerciorarse de que su teoría previa era correcta:
–Eres tú. No puedo creerlo ¡ERES TÚ! ¿Qué demonios está pasando, Magnus? ¿Qué es todo esto?
–Te están juzgando. Y créeme, no van a detenerse hasta declararte culpable.
–Pero ¿Por qué?
–Mira, Adán, no te hagas el inocente. Tú sabes todo lo que has –hemos– hecho. Solo vamos a tratar de salir bien librados y con eso hay que darnos por bien servidos. No será fácil, dicen que el fiscal Dodo representará a la parte acusadora, y es bien sabido que es un bocado difícil de roer…
–¿Dodo? ¿De qué carajo estás ladrando?
–Tranquilo, déjame todo a mí. ¡Uy! Es el juez Venado… esto no se puede poner peor. Bien, haré mi mejor esfuerzo, pero no prometo nada. ¿De acuerdo?
Aún presa de la confusión y la sorpresa, Adán asintió de forma mecánica ante la inusual solicitud de su mejor amigo, y deseo con todo su corazón que el sueño se terminara pronto.
–¡SILENCIO! – gritó el juez de la gran cornamenta. Todos callaron tras escuchar la orden–. Esta mañana juzgaremos al humano por los cargos de asesinato en primer grado, extinción premeditada, destrucción de ecosistemas y manejo imprudente de desechos. Abogado Perro ¿Cómo se declara el acusado?
–Inocente, señor juez.
Una impresionante rechifla se dejó escuchar en el recinto de piedra. La incesante ola de abucheos taladró los oídos de Adán e instintivamente se llevó las manos a las orejas. Un potente golpe lo obligó a recular y de inmediato bajó los brazos. Cuando busco al agresor, se dio cuenta de que el autor de la acometida había sido el oficial de la corte, un mal encarado mono cappuccino que no dejaba de mostrarle los dientes.
–¡Bien! Partiremos del supuesto hecho. El primer cargo es asesinato en primer grado. Según las actas, el atentado fue cometido ayer por la noche…
–¡Imposible! – espetó Adán, indignado–No pude haber matado a nadie, ayer estaba de cacería en el bosque.
Crecientes murmullos de desaprobación abarrotaron el lugar. El juez esbozó una sonrisita irónica y Magnus se cubrió la nariz con las patas.
–Te dije que me lo dejaras todo a mí…
–Lo siento, solo trataba de defenderme.
–Te acabas de delatar, idiota… a partir de este momento, callado. A menos que yo te lo pida, no hables.
Complacido por la temprana confesión del acusado, el Venado carraspeó un par de veces y luego indicó:
–Fiscal Dodo ¿quiere llamar a su primer testigo?
–Gracias, su señoría. Llamo al estrado al cachorro oso gris.
Un pequeño osezno con el rostro desencajado se levantó de entre la multitud. Sollozaba a cada paso, y las muestras de apoyo por parte de sus compañeros no se hicieron esperar: todos le ponían la pata en el lomo y le deseaban pronta resignación y justicia.
–Cachorro Oso gris, es tu nombre ¿correcto? – cuestionó el ave fiscal.
–Sss-sí se-señor– respondió el osezno con miedo.
–No te preocupes, hijo, el humano no puede dañarte ahora. Mírame a los ojos; eso es… dime con lujo de detalle ¿qué ocurrió anoche?
–Mi madre y yo recolectábamos algunas bayas. Era mi primera salida nocturna desde que vi la luz. Estaba muy emocionado… entonces, de la nada, un ruido ensordecedor nos asustó a ambos. Corrí lejos para resguardarme. Pero, cuando volteé para buscar a mamá, ella no estaba ahí…
Decenas de exclamaciones inundaron el recinto. Eran gritos llenos de compasión, piedad y solidaridad. Todos y cada uno de los espectadores del juicio estaban con el pequeño osito.
–Entiendo–agregó el Dodo– tu madre fue herida, me supongo. ¿Podrías decirnos si el autor del cobarde ataque está presente en este lugar?
Sin levantar el rostro, el cachorro de oso alzó la pata derecha y apuntó hacia Adán.
El griterío no se hizo esperar. La multitud enardecida no deseaba esperar por el veredicto; deseaban justicia, y la querían ahora…
–¡SILENCIO! – demandó el juez–. Abogado Perro ¿desea agregar algo?
–Sí, hay algo que quisiera poner en claro: los humanos son primitivos, y mi cliente desconocía que estaba cometiendo un crimen. Usted sabe, sus reglas son burdas y difíciles de comprender, él no sabía que matar animales era malo…
–¡TRAICIÓN! ¡ASESINATO! ¡MUERTE!
Gritaban desde las bancas de piedra. Magnus intentó apaciguar los ánimos levantando ambas patas, pero solo logró enfadar más a la concurrencia.
–Me parece que este asunto ha quedado claro–espetó el juez– Fiscal Dodo ¿desea proceder con el siguiente cargo?
–Gracias, Señoría. Llamo al estrado al Leopardo nublado.
Adán tragó saliva. Si no mal recordaba, ese animal había sido declarado extinto hace apenas algunos años. ¿Sería que estaba ante la presencia de un milagro?
–Gracias, señor fiscal. Ansiaba tener la oportunidad de hablar desde hace tanto tiempo… no saben el gusto que me da estar aquí, frente al humano…
–Le suplico que contenga sus emociones, señor Leopardo. Dígame ¿cuál es su residencia actual?
–Ninguna parte.
–¿Qué dice?
–Ya no vivo en ningún lugar. Mi especie se extinguió hace ya varios años.
–¡Vaya! –resopló el Dodo–. Quiere decirnos que, usted y los suyos ya no existen ¿cierto?
–Así es.
–¡Qué desgracia! ¿Qué ocurrió?
–¡FUE ÉL! Cortó los árboles, secó los lagos, envenenó a nuestras presas, llenó la montaña de trampas… ¡FUE ÉL! ¡EXIJO JUSTICIA! ¡QUIERO DESOLLARLO VIVO! Igual que hizo con nosotros cuando aún habitábamos el mundo…
–¡Eso es ridículo! – increpó Adán– Yo ni siquiera viví en la misma época que ese animal. Es más ¡Su especie vivía en Taiwán! Yo ni siquiera he viajado a Asia.
–¡SIENTESE, HUMANO! Señor Perro, si el acusado vuelve a interrumpir un testimonio, lo acusaré de desacato y será devorado por las hienas ¿entendido?
–Sí, señor juez.
–Prosiga fiscal.
–Gracias, Señoría. Bien, como el testigo acaba de contarnos, el humano acabó de forma deliberada con el ecosistema que alojaba al Leopardo nublado. En las siguientes pictografías podemos apreciar al humano talando los bosques y envenenando el agua. Creo que no hay lugar a dudas en que es culpable del delito que se le imputa…
La llamada “pictografía” del fiscal era una pintura sobre roca con algunas figuritas simplificadas que representaban a un grupo de humanos derribando arboles y vertiendo una clase de liquido sobre las aguas de un lago. Aunque para Adán no era más que un mal dibujo lleno de errores, los asistentes al proceso se habían quedado sobrecogidos ante la imagen.
–¡Objeción! – exclamó Magnus– Esas pinturas representan a humanos ajenos a mi cliente.
–Todos los humanos son iguales–añadió el fiscal.
–¡Denegada! –confirmó el juez– continúe, señor Dodo.
–Gracias. Dígame, noble Leopardo nublado ¿hay algo más que desee agregar?
–Sí… quiero que todos aquellos que perdieron su hogar por culpa de este miserable levanten la pata. ¡Vamos! ¡No teman! ¡Es momento de unirnos en favor de la verdad!
Poco a poco las patas, alas y aletas levantadas se dejaron ver: el Tilacino, la Quagga, el Carpintero Imperial, la Vaquita marina, el Bucardo, el Lobo de Ezo, el Gecko de Delcourt, la Paloma Migratoria… junto a ellos, decenas de animales alzaron las extremidades también. Al final también el fiscal puso el ala en alto.
–Esto no marcha nada bien–susurró Magnus–… pero no te preocupes, mientras no muestren ninguna fotografía tuya, podemos alegar que son especulaciones.
–Debo decir que no esperaba semejante muestra de solidaridad en la corte, Fiscal Dodo. Es sobrecogedor el sentimiento generado por este inesperado testimonio colectivo. Sin embargo, debo solicitar que muestre pruebas contundentes contra el acusado, si es que desea probar su culpabilidad.
La multitud comenzó a silbar. Presentían que el humano podía salirse con la suya.
–Lo tengo claro, Señoría. Es por eso que, para confirmar su participación activa en el cuarto delito imputado, mostraré al jurado estos grabados–realizados con la voraz tecnología humana– en los que el acusado contamina de forma deliberada el ambiente del que también es parte.
–Ahora sí estamos perdidos…–susurró Magnus, antes de cubrir sus ojos con ambas patas.
–Grabado numero 1: el acusado posa alegre en una playa. En sus extremidades podemos ver un conjunto de cilindros metálicos unidos por una rejilla de anillos plásticos.
La audiencia se conmocionó al identificar el objeto. El delfín y la vaquita marina escupieron al suelo.
–Grabado número 2: el humano es capturado in fraganti depositando en la basura un árbol conífero casi seco, con la base mutilada y las ramas quebradas.
Una ardilla furiosa salió de entre la multitud y atacó por sorpresa a Adán. El mono capuchino hizo un intento tímido por detenerla.
–Y finalmente, el grabado número 3: el acusado se muestra sonriente sorbiendo alguna clase de líquido por un cilindro ahuecado de color blanco. No hace falta explicación alguna sobre esta falta…
El respetable termina de enloquecer y comienza a arrojar toda clase de objetos hacia el estrado. La mayor parte de ellos son excrementos recién elaborados.
–Abogado Perro ¿Puede preguntarle a su cliente si es él quien aparece en los grabados?
Magnus finge no oír. El juez se exaspera de inmediato y cuestiona directamente al acusado:
–¿Es usted el humano que aparece en las fotos?
–Sí, soy yo, pero no estoy haciendo nada malo. Solo estoy desechando un árbol de navidad y tomando un refresco ¿Qué hay de crimen en ello?
La rechifla es ensordecedora. Esta vez ni siquiera el Venado puede frenarla. Satisfecho, el Dodo se recuesta sobre una piedra y cierra los ojos. Su trabajo está hecho.
–¡CÁLLENSE! – ordena el juez– ¡FISCAL! ¿Está listo su alegato final?
–Sí, Señoría. Bien, no hay mucho qué decir; ustedes ya lo han visto todo. El humano es capaz de las peores atrocidades y aun así trata de disculparse, alegando que no fue su intención, o peor, que ni siquiera hizo algo malo… si me lo preguntan, es una especie que no merece vivir. Lo dejo todo en manos de los señores del jurado…
–Abogado Perro ¿Hay algo que desee agregar?
–Sí, señor juez. Amigos, no les voy a negar que los humanos son todo eso que dicen. Es verdad, son una de las peores plagas que han azotado el planeta. Sin embargo, no son pocos los animales que no hubieran sobrevivido sin ellos. Entre dichas especies puedo contar a los míos y a los detestables gatos; a los hurones, los cuyos y los hámster; también a los canarios, los periquitos y las incomprendidas cucarachas. Me atrevo a decirlo porque hemos coexistido con ellos y siempre han intentado cuidarnos –aunque de una forma burda y poco práctica– y amarnos (bueno, a las cucarachas no). Sí se le va a condenar, que no sea con la muerte, pues no ha actuado así con todas las especies. Que se tenga en cuenta el trato que le ha brindado a algunos de nosotros, que aunque lejos está de ser noble, no es ni por mucho reprochable.
La multitud calló por un momento. El argumento del can no parecía tan disparatado. A la izquierda, el jurado deliberaba en voz baja. Finalmente, tras algunos balbuceos ininteligibles, el Panda, presidente del grupo, se levantó de su asiento de piedra y pidió la palabra. El juez la concedió sin dudar.
–Hemos llegado a un veredicto. Encontramos al acusado culpable de los cuatro cargos que se le imputan. El discurso de su leal compañero fue conmovedor, pero no lo exime del maltrato que ha dispensado a las demás especies.
Magnus agachó las orejas. Adán la palmeó el lomo. No había sido su culpa, el can había hecho todo lo posible por salvarlo.
–En vista del veredicto emitido por el jurado, condeno al humano al siguiente castigo: vivir igual que aquellos animales a los que ha querido salvar. Permanecerá el resto de su existencia encerrado en una prisión a la vista de todos nosotros, donde se le exhibirá para recordarle al mundo que todo en esta vida tiene un precio. ¡CASO CERRADO!
Un par de fieros gorilas arrancaron a Adán del banquillo de los acusados. Magnus le regaló una última y leal mirada. Luego todo se oscureció.
***
–¡Mira, mamá! – exclamó el pequeño orangután–. ¡Es un humano!
–¡Por todos los monos! ¡Es horrible! No te acerques demasiado, hijo. Dicen que son muy peligrosos.
–No se preocupe, señora–intervino el jaguar, quien custodiaba la jaula durante aquel turno– sin su “vara de trueno” es incapaz de hacernos daño.
Con los dientes castañeando y las rodillas sujetas con ambos brazos, Adán los miró desde un rincón de su prisión. El Jaguar tenía razón: no podía lastimarlos. Después de todo no era más que una bestia enjaulada, un animal completamente inofensivo…
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
Me llaman. Puedo escucharlas con claridad. Sus voces buscan refugio en mis oídos y hacen eco en mi corazón. Y quiero ir, en verdad lo deseo. Pero aquí se niegan a soltarme. Me abrazan, lloran, se lamentan… Y piden que me quede, que no los abandone, pero yo ya no pertenezco aquí. Es hora; me esperan allá. El cielo se tiñe de naranja, amarillo y púrpura. El viento mece mis cabellos, y un sonido, estremecedor, hace temblar mis manos y pies. Es su llamado. El de los peces colosales que superan en tamaño a nuestros imponentes templos. Son ellos, los gigantes de color gris y azul que no dejan de verse enormes aunque se acerquen al horizonte… Ya vienen. Y es por mí. Casi cien veranos han transcurrido en mi piel, y el momento de pisar otros pastos, beber otra agua y respirar otro aire al fin ha llegado. Mis nietos, ignorantes del ciclo del sol, se aferran a mis manos y farfullan plegarias, apesadumbrados. Mis hijos varones reniegan de los dioses por lo bajo; algunos maldicen la vol...
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