Tras la muerte de Mayahuel, mi alma no encontraba consuelo en ninguna parte, así que decidí vagar por el Anáhuac hasta agotar mis energías. Consciente de que mi travesía no enfrentaría dificultad alguna si viajaba en mi forma de serpiente emplumada, cobré forma humana y emprendí la marcha sin siquiera pensar en regresar.
Dejé atrás Tollan y sus coloridos templos. Hice oídos sordos a las plegarias y rezos que se alzaban en mi nombre. Avancé con la mirada bien fija en el frente y prometí nunca más mirar atrás.
Caminé durante mil días con sus noches, siempre guardando un estricto ayuno que me permitiera revivir una y otra vez la tristeza por la injusta perdida de mi amada estrella. Sin importar si un río o un lago se dejaban ver en mi camino, me negaba a beber de sus aguas y continuaba mi avance ignorando la creciente sed que se apoderaba de mis entrañas. Debía sufrir. Tenía que sufrir… solo así podría honrar a mi amada, la que fue arrancada de mis brazos para ser luego ser asesinada.
Sí, solo el sufrimiento me salvaría de la tristeza. No había otra manera.
Anduve entre las montañas y me topé decenas de veces con viajeros amigables que departían alrededor de un cálido fuego. No hubo uno solo que no me invitara a sentarme a su lado y compartir los pocos alimentos de los que gozaba. Sin embargo, rechacé todos y cada uno de los ofrecimientos. Mi penitencia no habría tenido sentido si flaqueaba a la menor provocación. Un ayuno interrumpido es signo de honor corrompido.
No pocas milpas salieron a mi paso. Parecían brotar de la nada, siempre pendientes de brindarme alimento, sombra y consuelo. Tal vez Centeotl estaba detrás de todo aquello. No lo sé. Jamás lo averigüé. Solo sé que mantuve mi orgullo intacto y no cedí a la tentación de tocarlas. No hubo ocasión en que frenara mi marcha para arrancar una dulce mazorca de una vaina, ni tampoco me provocó el sabor del delicioso cuitlacochitl; permanecí indemne ante la tentación de saciar mi hambre y continué mi camino.
A veces densos bosques con campos de flores interrumpían mi travesía. Me invitaban al descanso y la relajación; la contemplación y la poesía; la paz y la tranquilidad. No obstante, me negué a penetrar en ellos. Si los hermanos Xochipilli y Xochiquétzal pretendían envolverme con sus absurdos juegos, estaban más que equivocados: jamás cedería ante sus presiones e invitaciones al goce. Mi luto era ineludible. Mi determinación era inquebrantable.
Rodeé sus dominios más de una vez, lo cual provocó que mi andar se topara con sinuosos caminos llenos de tierra suelta, puntiagudas rocas y plantas secas. Aunque no me di cuenta de cuándo pasó, la piel se me secó y mis labios se partieron; mi cabellera perdió su lustre y se enmarañó tanto como una zarza seca; mis pies se llenaron de pequeñas ampollas y cada vez me resultaba más difícil respirar.
Estaba claro que al fin la vida me estaba abandonando. Lo había conseguido. Pronto estaría con Mayahuel otra vez, sin necesidad de haber segado mi vida con mis propias manos.
Presa del agotamiento, caí de bruces en medio de un pastizal reseco. Mi rostro se estrelló de lleno sobre la áspera hierba. Una buena parte de ella se alojó en mi boca. Su sabor era amargo, infame, detestable…
Me incorporé no sin un gran esfuerzo. Conseguí sentarme. Abrí los ojos. Ya era de noche. Tal parecía que había permanecido inconsciente todo el día. Tosí un par de veces Una pequeña nube de polvo salió de mi garganta.
—¿Estás bien? —preguntó una voz a mis espaldas.
—Sí… sí, gracias…—respondí.
—No pareces estar bien. Luces pálido, igual que una nube. Y te ves muy delgado, igual que un tronco de ocote…
Aquellas palabras, llenas de verdad y razón, inflamaron mis ánimos. ¿Quién era aquel que se atrevía a juzgarme sin conocerme? ¿Quién se creía para interrumpir mi luto con sus absurdos cuestionamientos? Embargado por la colera, giré hacia él para advertirle que no se metiera en mis asuntos. Mas cuando nuestras miradas se encontraron, el enojo en mi ser se disipó al instante…
Mi interlocutor no era otro que un pequeño conejo marrón, con ojillos tímidos y curiosas orejas largas. Ajeno a las penas del mundo, pastaba tranquilo en la hierba seca, observándome de reojo de vez en cuando.
Aspiré muy hondo. Carraspeé en consecuencia y luego pregunté:
—¿Qué comes?
—Zacate.
—¿Te gusta?
—¡Sí! ¡Como no tienes una idea! Aunque no ha llovido en mucho tiempo y hoy está algo seco. Sin embargo, sigue siendo delicioso.
—Me alegro por ti…
—¿Quieres un poco?
—No. Gracias… yo no como zacate.
—¿Qué comes entonces?
—Por ahora, nada. Así es mejor.
—Todos deberían comer…
—Yo no…
El silencio se apoderó de la conversación. Mi amigo se había quedado sin palabras, y yo no di pie a que se dijera algo más. Durante largo rato solo nos quedamos ahí, mirándonos, bien callados, haciéndonos compañía…
—Dime qué clases de cosas comes y yo te las traeré con gusto —propuso el conejo.
—No necesito nada, muchas gracias…
—¡Debes de comer algo!
—¡Nada necesito! Por favor, vete. Déjame solo. Es lo único que pido de ti…
Mi pequeño acompañante arrugó la nariz en señal de disgusto. Movió los bigotes de un lado a otro y dejó escapar un suspiro. Luego se sentó.
—Me quedaré aquí, por si me necesitas.
Esbocé una media sonrisa y me dejé caer de espaldas sobre la hierba seca. Enfoqué la mirada en el cielo infinito y contemplé la luna. Su blanca e inmaculada faz me tranquilizó por un momento. De pronto, un inesperado invitado arruinó la quietud imperante de aquella noche. Decenas de gotas de lluvia comenzaron a caer de la bóveda celeste.
La humedad de la lluvia no tardó en penetrar en mi piel. Toda el agua que evité beber durante tanto tiempo ahora me asaltaba de lleno y saturaba cada palmo de mi cuerpo sin que pudiera hacer nada al respecto. Alguien allá arriba se estaba asegurando de que no muriera de sed.
Refunfuñé y maldije mi mala suerte. Desafortunadamente, no tenía energías para buscar refugio de la benévola tormenta y continuar con mi ayuno forzado. Me gustara o no, habría de recibir los dones de la lluvia.
Sin embargo, aún podía morir de hambre. Nadie podría obligarme a probar bocado. Esa sería mi salida del cruel Anáhuac: la inanición forzada, el hambre como arma…
De pronto, un relámpago cayó justo frente a mí. La poderosa energía emanada del rayo provocó un pequeño incendio capaz de soportar los embates de la lluvia.
—Eres un hombre ¿verdad? —preguntó el conejo, que no se había dejado amedrentar por el furioso estruendo.
—Lo soy…—contesté de forma mecánica, embelesado con la danza de las llamas presentes en la improvisada hoguera.
—Bien, entonces ya sé qué clase de comida necesitas… yo… no puedo dejarte morir…
—Ya te dije que no necesito nada de ti. Ve a tu madriguera. Seguramente están esperándote.
—Sí, así es. Pero no precisan tanto de mí como tú…
—¿De qué hablas, criatura? ¡No te necesito!
—No te dejaré morir…
Y entonces, sin previo aviso, el conejito corrió hacia las llamas. Cerró los ojos y saltó muy alto. Su descenso fue rápido, igual al de una estrella fugaz. También resultó certero, idéntico al vuelo de una flecha disparada por un diestro arquero.
Las llamas envolvieron su cuerpo al instante. Haciendo acopió de mis últimas fuerzas, me arrastré hacia la hoguera. Introduje las manos en el fuego y saqué su cuerpecito calcinado. Estaba inmóvil. Había entregado su vida para que yo pudiera vivir…
La lluvia arreció y el pequeño incendio no pudo soportar más. El fuego se apagó con la misma velocidad que se había encendido hace apenas unos instantes.
Devastado, estreché el cadáver de mi amigo conejo entre los brazos. Lloré desconsolado y mis lagrimas se fundieron con la lluvia. Un pequeño trozo de carne del lomo de la valiente criatura cayó al suelo. Lo alcé y luego lo puse en mi boca. Era el momento de romper mi promesa, de terminar con el autoimpuesto ayuno, de valorar el sacrificio que alguien más había hecho por mí…
Comí hasta saciar mi hambre. Comí hasta que no quedaron más que huesos. Comí hasta que las energías me volvieron al cuerpo. Entonces algo extraño ocurrió en mi interior. Las plumas que tanto me esforcé en ocultar se negaron a permanecer ocultas ni un instante más. Mis piernas y brazos desaparecieron al contacto con una furiosa corriente de viento y mi rostro de hombre fue reemplazado por la testa de una colorida serpiente engalanada con una copilli de escamas multicolor.
Una vez más mi verdadero ser salía a flote. Ya no podía ocultarle al Anáhuac que mi nombre era Quetzalcóatl… apenas completada la transformación, alcé del suelo el esqueleto de mi salvador. Lo ensamblé de nuevo y soplé sobre él para devolverle la vida.
El curioso movimiento de los bigotes me anunció su vuelta. Sorprendido, mi pequeño amigo dudaba de lo que acontecía a su alrededor. Solo se mantenía quieto, bien atento a todo aquello que ocurría frente a sus ojos. Volví a soplar y lo coloqué sobre mi lomo. Luego ascendimos juntos por el cielo.
Dejamos atrás las suaves nubes y las brillantes estrellas. Atrás quedaron el hambre, la sed, la tristeza y la pena. Solo éramos él y yo, en constante ascenso, en irrefrenable marcha… Cuando llegamos a la luna, lo invité a bajar. Aunque dudó al principio, descendió de un brinco y se posó sobre la infinita y pálida planicie. Arrugó la nariz y me miró fijamente.
—Gracias, amigo. Tu sacrificio me permitió vivir, aún y cuando yo mismo rechazaba la vida…
—Te lo dije—añadió el conejo—. No iba a dejarte morir…
—Y no lo hiciste… tuviste el valor de hacer lo que un dios se negaba a realizar… tu sacrificio nunca será olvidado…
—Yo no lo hice por recibir un premio…
—Lo sé, y por eso tu inmolación es más loable aún. Nadie en el Anáhuac olvidará lo que una noche hiciste por mí. Cada que salga la luna, el pueblo del maíz recordará tu hazaña y contará tu historia. Nunca este mundo enterrará tu recuerdo, te lo prometo.
El animalito me dedicó una última sonrisa y se adentró en el infinito territorio lunar. Jamás volví a verlo. Es por eso que me gusta mirar a la luna cuando se apodera del cielo, para recordar que todo lo que puedo ser y hacer, se lo debo al sacrificio de un valiente conejo.
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
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