Miró hacia abajo con desdén. Allá, muy a lo lejos, se alzaban decenas de hermosos arboles llenos de frutos y flores. Parecían danzar con el viento que venía del norte, e incluso algunas veces, si se quedaba muy quieta y dejaba de respirar, podría incluso jurar que murmuraban viejas canciones, compuestas en un tiempo que ya no existe por personas que ya todo el mundo había olvidado.
Se frotó la nariz con el pulgar y el índice. Nuevamente el polvo venido de las montañas buscaba hacerla estornudar. Aguantó cuatro, cinco segundos, pero al final el estornudo la venció. Limpió su nariz con la manga de su vestido y continúo mirando hacia el suelo.
No hay muchas cosas que hacer cuando se está encerrada en la torre más alta de un viejo castillo. La única compañía con la que puedes contar es tu propia soledad. Tus pensamientos son tus únicos amigos, aunque a veces también se convierten en tus enemigos.
Pensar es lo único que se puede hacer cuando tu miserable existencia se limita al absurdo acto de esperar.
Esperar…
Ya habían transcurrido quince años desde que su madre la enclaustrara en aquel polvoriento castillo. “Es por tu bien” fue lo último que le dijo antes de partir y desaparecer para siempre. Aún no entendía aquella extraña sentencia; ¿Cómo puede ser posible que vivir esperanzada a la llegada de un príncipe sea lo mejor que te pueda pasar?
Suspiró y puso las manos en el balcón. Cuarenta y cuatro bloques de piedra formaban la base de aquella maldita ventana. Era lo suficientemente bajo como para permitirle la vista hacia el exterior, pero lo suficientemente alto como para evitar que cayera hacia el vacío víctima de un inesperado tropezón.
No sabía quién había construido ese castillo, pero era una realidad que había pensado en todo; su ingenio también había alcanzado la única puerta que conectaba su habitación con el interior de la mole de piedra.
Dicho umbral se encontraba absurdamente reforzado: con doscientos cuarenta y siete remaches de hierro y ocho barras transversales de acero cubriendo la gruesa puerta de madera, cualquier intento de huida era francamente una completa pérdida de tiempo.
Agradeció que al menos no necesitara ir al baño. Tampoco necesitaba comer. De hecho era bastante extraño que pudiera respirar. Quizá ni siquiera estaba viva. Tal vez tanto el “príncipe” como su propio mundo ya la habían olvidado.
Esto era demasiado. Tantas preguntas y tan pocas respuestas solo conseguían saturar su cabeza. Se alejó de la ventana y dejó caer su cuerpo sobre la cama con colcha de satén. Algo lastimaba su columna. Metió la mano izquierda bajo su espalda y sacó un pequeño libro.
“Ciento dieciséis cuentos para princesas” rezaba el título. Lo abrió por nonagésima quinta vez y repasó con desgano cada página del aburrido libro; una chica de enorme cabello había logrado subir a un príncipe a su prisión en un castillo, otra se había quedado dormida durante siglos, hasta que el fin su amado había ido a su encuentro y logrado rescatarla. Otra más mordió una manzana (fruta… ¡lo que daría ella por volver a probar una miserable fruta!) envenenada y su galante caballero la había despertado con un beso… ¡Ah, el amor!
Pero, ¿Qué era el amor?
¿Era eso que su madre había hecho al encerrarla en la torre más alta de un castillo abandonado, mohoso y sucio?
¿O era aquello que su padre (aquel que aseguraba amarla tanto) había dejado de hacer cuando su madre y su abuela la arrebataron de sus brazos en aras de buscarle “al mejor de los pretendientes”?
¿O tal vez el amor era eso que ella tanto esperó durante algunos años? ¿Eso que el príncipe le regalaría cuando por fin la rescatara de su encierro?
O no… quizá el tan renombrado amor no era nada de esas cosas, y en su lugar se refería más bien a no dejar que nadie decidiera por ti, a que ninguna persona en el mundo hiciera con tu vida algo que tu no quisieras hacer…
¿Es que uno se puede amar a sí mismo?
¡Pero que absurdo!… amar es un acto de dos. Todos sus libros lo decían. El amor hacia tu misma persona era un concepto tan desequilibrado que solo un loco de atar podría siquiera considerarlo. Sacudió la cabeza y se levantó de la cama. Se paró sobre un solo pie y dio pequeños brinquitos sobre el piso de mármol cuidando de no pisar ninguna línea de unión entre los mosaicos.
Finalmente llegó otra vez hacia la ventana y adoptó su clásica posición de espera por si algún príncipe allá abajo la divisaba: la mano izquierda sujetando el codo derecho y la barbilla bien pegada a la mano derecha, con la mirada perdida en el horizonte y el cuello levemente erguido para hacer notar que pertenecía a la realeza.
El viento sopló nuevamente. En esta ocasión del sur al norte. Un ave voló cerca de su ventana e instintivamente trató de atraparla. No lo logró. El pájaro no solo era más veloz, sino que tampoco permitiría tan fácilmente que alguien le robara su libertad.
Se mordió el labio y refunfuñó un poco. Durante estos largos quince años había visto doce nevadas, cuatro incendios forestales, mil quinientas treinta y cinco lluvias, y trescientos veintitrés arboles quedarse sin hojas. Pero jamás, nunca, ni en sus sueños más locos, había visto volar un ave tan cerca de su torre.
Tal vez era una señal. Posiblemente el pajarraco había volado hasta allí solo para hacerle notar que la única persona que la mantenía ahí encerrada era ella misma, y que en el momento en que lo deseara, podría abandonar esa torre para hacerse una con la eternidad.
Frunció el ceño y acto seguido se hizo una trenza. Se dobló las mangas del vestido y luego hizo tronar su cuello. Se sintió bien. Cerró los ojos y respiró hondo. Por primera vez en quince largos años tomó una decisión: ya no esperaría más.
Ningún príncipe en este mundo le daría la libertad que tanto anhelaba. Nadie salvo ella tenía el poder de liberarla. Caminó hacia atrás cinco pasos y luego saltó a través del balcón…
Creyó volar por algunos segundos. El viento le golpeaba la cara y algunas hojas sueltas le rasguñaban el rostro.
Abrió los ojos por un segundo y vio a los arboles más cerca que nunca. Casi podía sentir el aroma de sus flores y probar el sabor de sus frutos.
Cerró los ojos. No sabía adónde iba, pero la verdad es que no tenía importancia.
Sola una cosa era cierta en aquel momento: allá abajo la libertad le aguardaba.
Original de JD Abrego
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