–Entonces, ¿dice que en este sitio fue donde se vio a los niños por última vez? – inquirió con gesto circunspecto el agente Valdivia, evidentemente sumido en sus cavilaciones.
–Sí, sí, segurísimo, aquí fue –respondió el anciano jardinero, sujetando un viejo rastrillo para hojas con las manos temblorosas.
Lorenzo Peña frunció el ceño apenas oyó la respuesta. Él, a diferencia de su compañero Lauro Valdivia, odiaba estos casos raros sin explicación lógica. Prefería las indagaciones periciales posteriores a los asaltos a negocios o autobuses, donde se sentía más cómodo caminando entre cadáveres y manchas de sangre. Tratar con sujetos desaparecidos de rastro escaso o nulo simplemente no era lo suyo.
Suspiró muy hondo y luego fijó la mirada en el suelo. Había pequeñas pisadas frescas en el lodo que rodeaba a aquel enorme árbol de eucalipto. Eran las huellas de diminutos “tenis” que parecían ir en todas direcciones, igual que si un grupo de infantes hubiera estado jugando en la zona durante toda la noche.
Con una mezcla de indiferencia y malsana curiosidad, se puso en cuclillas para ver más de cerca las marcas en la tierra húmeda, y notó con desazón que estas correspondían a diferentes pares de zapatos, pues variaban en tamaño, forma y grabado.
Era demasiado extraño, sobre todo tomando en consideración que si bien se habían “esfumado” muchos niños en aquel parque, las desapariciones habían tomado lugar en diferentes días, y resultaba imposible que las huellas de unos y otros permanecieran frescas en la tierra mojada, la cual, dicho sea de paso, no tenía por qué estar húmeda, dado que no había llovido ni un solo día del último mes, y el viejo jardinero argumentaba no regar nunca al enorme eucalipto.
Este caso era simplemente perturbador. Cuando el agente Peña se preparaba para dar una gran excusa que le permitiera salir de aquel lugar cuanto antes, su compañero le tocó el hombro y dijo:
– Tenemos que cerrar el parque y descubrir que está pasando–luego giró la vista hacia el viejo cuidador de los prados y preguntó–: Dígannos, señor: ¿cuántas entradas tiene esta zona de áreas verdes?
–So-solo dos–respondió con voz trémula el anciano.
–Bien, quiero que le pida a la gente que aún permanece en el sitio que se marche de inmediato, y tan pronto como el lugar este vacío, váyase usted también. Peña y yo nos quedaremos toda la noche para intentar recabar pistas que nos ayuden a esclarecer el caso. Ya activamos la alerta “AMBER” para la ultima desaparición, por si acaso. Pero algo me dice que ese chamaco y los demás siguen aquí…
El jardinero asintió titubeante, tomó el rastrillo de hojas y apresuró el paso apenas se dio la vuelta. Con gritos maleducados y grandes aspavientos de brazos, echó a las últimas personas que permanecían en el parque. Cuando se aseguró de que ya no había nadie “estorbando la labor policial”, cerró con llave la puerta del lado izquierdo y de inmediato corrió hacia la entrada de la derecha.
Dio un paso fuera del parque, respiró aliviado, y cerró con rapidez el candado de ese lado del enrejado. Sin decir más, botó su sombrero de paja y el rastrillo de hojas en el suelo. Luego corrió con gran desesperación hacia el otro lado de la calle. Cuando se sintió lo suficientemente lejos del lugar se persignó un par de veces y emprendió la carrera otra vez.
Valdivia lo miraba desde lejos con gran atención. Había algo muy raro en este asunto, sí que lo había… meneó la cabeza y se quitó los lentes oscuros de policía ministerial. Ya era tarde, sí, pero sus gafas oscuras eran un accesorio indispensable para infundir respeto entre los civiles, y solo podía prescindir de estos cuando no había ni uno de ellos cerca.
El agente Peña hizo lo mismo, luego miró hacia el cielo: notó que el color rojo del atardecer se estaba disipando y que el púrpura oscuro de la noche se estaba apoderando de la bóveda celeste. La primera estrella se dejó ver pronto, y le pareció que se había apagado un segundo tras su veloz aparición. ¡Qué raro! pensó. Era justo como si aquella luz en el cielo le hubiera guiñado el ojo…
–En la mochila traigo algunas provisiones –mencionó su compañero–; galletas, pan, unos sándwiches, unas latitas de bebidas energéticas, y unas botellitas de café con leche. Nomás faltaron las “chelas”, pero pues estamos de servicio… y no sé por qué, pero “me late” que si mañana amanecemos oliendo a alcohol, nadie nos va a creer lo que vamos a presenciar esta noche…
–¡Ya vas a empezar con tus pinches supersticiones! ¡Aquí no hay nada raro, cabrón! –espetó Peña con furia –. Este es un caso de robo de niños, y deberíamos de andar cerrando carreteras, ¡no vigilando chingados árboles! Estamos perdiendo el tiempo… te vas a acordar de mí mañana, cuando hayamos desperdiciado horas preciosas de búsqueda.
–Ya verás, Lorenzo, ya verás –respondió Valdivia con una sonrisa en los labios– aquí hay algo raro, te lo puedo jurar. Vamos a echarnos una “pestaña” en aquellas banquitas, necesitamos estar frescos toda la noche, así que vamos a tomar turnos para descansar un poquito antes de que empiece “lo bueno”.
–Lo “bueno”, cabrón…–musitó Peña mientras se frotaba los brazos con ansiedad. No sabía por qué razón, pero había comenzado a sentir algunos escalofríos, y eso no le gustaba nada.
Ambos agentes se sentaron en la banca de metal y se durmieron apenas cerraron los ojos. Transcurrieron un par de horas, y entonces un ladrido los sacó de su “merecido” descanso.
Valdivia abrió los ojos, e instintivamente buscó la fuente del ruido. A su izquierda notó que un perro de talla mediana ladraba con insistencia mientras observaba un punto en el parque. Trató de ubicar el punto al que le gruñía el perro, pero la oscuridad no lo dejaba ver casi nada. Se levantó del banco y dio algunos pasos hacía la zona a la que al parecer se dirigían los ladridos del can.
Avanzó con cautela. Aguzó el oído para escuchar algún ruido que delatara la presencia de algo o alguien, pero no pudo escuchar nada. Convencido de que solo él y su compañero estaban en el parque, se echo a reír y prendió un cigarro. Una fuerte corriente de aire le botó el tabaco de la boca, y luego oyó con claridad que algo había rebotado en la cancha de basquetbol que se alzaba a sus espaldas.
Miró hacia el lugar, pero no halló nada. Se frotó la nuca, confundido, y luego se inclinó para recoger su cigarro. Aún estaba encendido. Le dio una buena aspirada y luego dejó salir el humo en forma de pequeños aros de forma irregular. Cerró los ojos y apenas hacerlo, volvió a oír que algo rebotaba en la plancha de concreto.
Sin darle tiempo al miedo, apretó los dientes y giró el cuerpo rápidamente hacía la dirección en la que se hallaba la cancha. No había nada… tragó saliva, entornó los ojos, y entonces pudo ver que una pelota roja con verde rebotaba con furia hacia donde él estaba. Colocó las manos al frente para detenerla, pero cuando la esférica iba a chocar con él, se desvaneció en el aire, y solo el eco de una risa permaneció en la escena.
Una gota de sudor le recorrió la frente. Los labios le temblaban y le resultaba imposible hablar sin tartamudear. Aspiró hondo para relajarse un poco, y cuando se sintió un poco más tranquilo, gritó:
–¡Lorenzo! ¡Jálate para acá! Oí algo.
El agente Peña se levantó con dificultad de la banca. Su abultado abdomen le impedía moverse con agilidad, sobre todo en esos momentos en que se hallaba todavía un poco dormido. Apenas dio un par de pasos hacia su amigo, cuando una sombra que apenas le llegaba a la cintura pasó corriendo a su lado, provocándole un tropiezo que de milagro no terminó en caída.
–¡Chingada madre, Lorenzo! ¡Apúrate! ¡No podemos estar tan separados! – lo apresuró su compañero, moviendo las manos con gran desesperación.
Pero el agente Peña no podía moverse. Algo se lo impedía: era como si los pies se le hubieran hundido en la piedra suelta de la vereda del parque. Sacudió la pierna derecha, pero no la logró desatascar. Intentó con la izquierda, pero le pasó lo mismo. Entonces miró hacia abajo para ver con que se había atorado. Cuando sus ojos se dirigían al suelo, su mirada se topó con algo que no esperaba ver ahí…
–¡Hola! –exclamó una voz infantil.
–¡Ay cabrón, es un niño! ¡UN NIÑO! –gritó Lorenzo mientras señalaba con insistencia sus pies. Sacudió las piernas frenéticamente, pero por más que lo hacía no lograba desembarazarse de dos pequeños de edad preescolar que le sujetaban con fuerza los tobillos.
–¡Ahí te voy! ¡Aguanta “vara”! –avisó su compañero con la voz en cuello, a la vez que corría lleno de cólera y miedo hacia donde él se hallaba.
Apenas llegar Valdivia, los pequeños se pusieron en pie y se alejaron de la escena riendo estruendosamente. Cada uno corrió en una dirección diferente.
Al verse liberado, Peña cayó de rodillas al suelo y se mordió el puño derecho en clara señal de desesperación. Esto no podía estarle pasando a él, ¡no tenía razón de ser! No era capaz de dejar de temblar, y articular una frase completa le costaba mucho trabajo. Su compañero le frotó la espalda y luego lo puso en pie. Le hizo señas para que sacara su arma y le susurró en voz baja:
–No sé qué chingaos está pasando, pero si vemos algo, le disparamos. Esos no eran niños, han de haber sido unos chingados enanos bromistas. Vamos por ellos, y apenas los veamos, ¡nos los quebramos!
Peña asintió sin gran convencimiento. Cortó cartucho y tomó el lado derecho de la vereda del parque. Valdivia se dirigió a la izquierda. Con señas acordaron verse unos metros más adelante, donde los caminos se cruzaban. Seguro que cuando se encontraran ya habrían divisado al menos a alguno de los enanos…
Avanzaron a paso lento, mirando y apuntando hacia todos lados. De vez en cuando oían alguna risita, pero apenas alistaban el oído esta cesaba de golpe. Alguien quería volverlos locos, y lo estaba logrando…
Llegaron a la intersección sin hallar a nadie. Decepcionados, miraron hacía el frente, en busca de unas respuestas que bien sabían no encontrarían. Lo curioso es que lo único que se podía observar hacia delante era una mancha café grisácea perdido en la penumbra de la noche. Era un vil tronco de madera percudida, un árbol cualquiera, uno de esos enormes gigantes que huelen mucho de noche, un...
–Eucalipto… ¿ya viste donde estamos, Valdivia? ¡Es un puto eucalipto! ¡Es donde estaban las pisadas en el lodo!
Valdivia tragó saliva y miró hacia el suelo. Su compañero tenía razón, la tierra húmeda se hallaba bajo sus pies, y las huellas que habían visto en la tarde parecían haber multiplicado…
–¡PÁSAME LA PELOTA! – demandó una vocecilla femenina muy aguda.
–¿CUÁL PELOTA? – le respondió una voz chillona muy joven.
–¡ESAAAAAA!
Una de las ramas del árbol cobró vida en aquel instante y golpeó la cabeza del agente Peña con una fuerza inusitada. Luego lo levantó en vilo del suelo y lo balanceó frente a su amigo como si de una piñata se tratara.
Valdivia trató de sujetarlo, pero apenas pudo rozar sus dedos; una nueva rama se abalanzó sobre él y solo tuvo tiempo de agacharse para evitar el impacto. La enorme rama volvió a la carga, pero esta vez se detuvo frente a su faz, y sus hojas se agruparon de tal forma que parecían formar un rostro humano… uno de niño para ser más exactos…
–¡ESTA ES NUESTRA PELOTA! ¡VETE! ¡JAJAJAJAJA!
El agente Lauro Valdivia rodó sobre la tierra mojada y sin saber por qué disparó un par de veces sobre el árbol.
–¡ESO NO SE VALE! – gritó otra de las ramas, cuyas hojas habían “dibujado” la cara de una niña de melena larga.
–¡ESO ES TRAMPA! ¡NOS LA VAS A PAGAR! ¡JAJAJAJA! –dijo otro de los “brazos” del coloso de madera.
El agente intentó correr lejos del árbol, pero una de ellas le dio alcance y le golpeó con gran fuerza la espalda. Lauro cayó al suelo y su rostro se hundió en el lodo. Miró de reojo hacia la banca en la que estaban sentados, y notó que su mochila con las provisiones estaba abierta. Como pudo se arrastró hacia ella, y destapó con los dientes una de las bebidas energéticas. Luego la arrojó hacia la base del árbol, provocando que una raíz salida se mojara tímidamente.
–¡JAJAJA!
–¡PERO QUE CHISTOSO!
–¡AVIENTANOS OTRA! ¡OTRA! ¡OTRA!
Las ramas gritaban en son de burla. Las vocecitas infantiles taladraban la cabeza del agente Valdivia, pero debía mantenerse concentrado si deseaba salvar a su amigo. Con el rostro compungido y los labios sangrando, destapó una botella más de bebida energética y la arrojó otra vez contra la base del árbol.
–¡JAJAJAJAJAJA! ¡OTRA, “POLICLETO”! ¡OTRAAAA!
Lauro atendió la indicación del árbol burlón y arrojó otro par de proyectiles hacía la raíz salida de aquel árbol. Las risas no paraban, cada vez eran más estrepitosas y molestas, y los perros de las casas aledañas no dejaban de ladrar, convirtiendo aquella noche silenciosa en una macabra pesadilla.
–¿YA SE TE ACABARON LAS AGÜITAS? – preguntó una rama con el rostro de un pequeño cachetón inmerso entre las hojas.
–Sí –respondió secamente Lauro– .Ya nomás me queda esto…
Con las fuerzas que le quedaban, prendió su encendedor y lo arrojó hacia el pequeño charco de bebida energética. Pronto el fuego comenzó a consumir al árbol. Los rostros de los niños dejaron de reír, y de un momento a otro empezaron a quejarse y suplicar por sus vidas. Cuando el fuego logró ennegrecer la corteza de la base de la mole de madera, pequeñas sombras comenzaron a descender las ramas y a refugiarse en el interior del Eucalipto.
Valdivia miraba el espectáculo con gran confusión, y no alcanzaba a comprender que era lo que estaba ocurriendo frente a sus ojos… por más que lo intentaba, no lograba encontrar a su compañero, y la desesperación comenzaba a hacer presa de él, pues si no lo hallaba pronto, este también sería consumido por las llamas…
–¿BUSCAS ESTO? –preguntó una voz cavernosa que parecía no venir de ninguna parte. Una enorme rama a la que no había alcanzado el fuego aún se presentó ante Lauro, y comenzó a balancear frente a él la voluminosa figura inconsciente de su compañero.
–¡Devuélveme a mi amigo! – gritó el agente sin demora.
–NO. NO PUEDO – respondió la voz grave–. Y TAMPOCO QUIERO. A MENOS QUE… ESTÉS INTERESADO EN UN CAMBIO…
El agente Valdivia se puso en pie y miró desafiante al gigantesco coloso en llamas. No dijo nada, pero era claro que lo había escuchado.
–TE DEVUELVO A LOS NIÑOS Y A TU AMIGO, PERO TÚ TE QUEDAS CONMIGO. NECESITO ALGUIEN CON QUIÉN DIVERTIRME…
Lauro sintió como un sudor frío le recorría la espalda. Pensó en su esposa y en sus dos hijas. Recordó a su madre enferma y también a sus viejos gatos. No quería dejarlos, no tenía porque dejarlos… eran tan sencillo: darse la vuelta, dejar que el árbol se quemara hasta la raíz y luego dormir. Ya al otro día daría una explicación, eso no importaba. Lo único que valdría es que estaría vivo… sin embargo, su amigo no. Y tampoco esos niños. Habría más lagrimas llorando por todos ellos que las que surgirían por él si dejara esta tierra… se sacó la cartera de la bolsa del pantalón, le echó una última ojeada a la foto de sus hijas, y luego la tiró al suelo.
No dijo nada. Solo caminó hasta el árbol y penetró en sus entrañas. Apenas tocó el interior del monstruo, las llamas se apagaron, y una multitud de sombras salieron disparadas hacia distintos puntos del parque.
Ya no había risas. Tampoco ladridos. Ahora solo reinaba el silencio. Y la noche, tan fría y callada como siempre, continuó su reinado, al menos durante algunas horas más…
***
A la mañana siguiente, el agente Peña se despertó con dolor de cabeza. Miró su reloj de cadena y vio que apenas eran las 5:50. Se levantó con dificultad del suelo y vio que a su lado yacían dos niños pequeñitos. Rápidamente les puso un par de dedos en el cuello para verificar que hubiera pulso. Lo había. Sonrió con desganó y los cubrió con su chamarra. Sin razón alguna miró alrededor, y vio que había más niños regados por todo el parque. Uno a uno los fue recolectando y ubicando cerca de la banca donde él y su amigo habían pasado la noche.
Tras ponerlos en resguardo, buscó a su compañero con gran insistencia. No pudo encontrarlo. Decepcionado, se sentó en el suelo y recostó la espalda en un árbol. Fue entonces cuando lo recordó todo… miró con detalle el lugar en el que se hallaba, y se percató de que se trataba del eucalipto calcinado. Ni una sola hoja pendía de las ramas. Parecía como si aquel árbol simplemente se hubiera muerto.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no dejó salir ninguna. Solo se paró frente al gigantesco tronco quemado y lo observó durante largo rato. Tras algunos minutos, sintió que alguien lo jalaba del pantalón. Miró hacia abajo y notó que era uno de los pequeños que había encontrado al principio.
–¿Eres policía? – le preguntó el niño.
–Era –respondió Lorenzo–. Ahora soy jardinero. Cuido este parque, en especial a ese árbol.
El chiquillo miró hacia el punto que señalaba aquel hombre de vientre abultado, y de inmediato torció la boca. Lo que aquel sujeto le mostraba no era un árbol; solo era un tronco seco, con muchas ramas, pero ninguna hoja en ellas. Honesto como todos los niños, no dudó en decir:
–Ese árbol ya está muerto.
–No –refutó Lorenzo Peña–, te equivocas niño. Ese árbol puede estar como quieras, pero no está muerto…
El cielo comenzó a teñirse de naranja, y los primeros rayos del sol cayeron sobre el parque. Uno de ellos iluminó una fotografía en el suelo en la que dos niñas sonrientes abrazaban a un par de gatos. Una esquina estaba doblada. Y una grieta, que nacía desde aquel punto, tenía una forma muy peculiar: era igual que una rama.
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
Comentarios
Publicar un comentario