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El ángel de la paz



                                                          -Portugal, 1916-

–¿Y dices que el mismísimo Señor de lo visible y lo invisible te ha enviado? – preguntó incrédula la joven pastora.
– ¡¿Por qué habría de mentirles, mi pequeña y dulce niña?! 
–Hay algo en ti que no me acaba de gustar… ¿en serio eres un ángel?
–¡Juzga por ti misma!

La chiquilla miró al hombre con detenimiento y comprobó que su estampa en verdad coincidía con lo que ella y su hermano habían aprendido en la iglesia. La piel blanca, los ojos azules, la túnica impoluta, el largo cabello rubio y las inconfundibles alas eran señales inequívocas; aquel muchacho debía de ser un ángel del Señor.

Sin embargo, tras el deslumbrante brillo que manaba de sus ojos, había algo que la invitaba a desconfiar. Suspiró y rezó un par de “Aves María” en silencio. El individuo se mantenía incólume, radiante, sonriente… Nada malo debía haber en él, porque se había pronunciado (más bien pensado) el nombre de María en su presencia y no le había generado ningún malestar. Un tanto aliviada por el resultado de la pequeña prueba, la niña se permitió pensar en otra posibilidad: que tal vez ella no era digna de recibir el mensaje de Dios, y por eso se rehusaba a creer lo que se mostraba tan majestuoso ante sus ojos…

–¡Bienaventurados los que dudan, porque de ellos será el Reino de los Cielos!

La pequeña alzó el rostro y descubrió que una lagrima rodaba por su mejilla. Se apresuró a limpiarla, pero su interlocutor la interrumpió con un repentino destello de luz y dijo:

–¡Sé que dudas ser merecedora de tan importante encargo! Pero no debes temer: es a ti, a tu hermano y a tu prima a quienes he venido a buscar. La misión que voy a encomendarles solo puede ser llevada a cabo por ustedes… Dime, Jacinta ¿puedo confiar en ti?

Agobiada por el peso de la responsabilidad, la pequeña bajó la mirada y puso las manos sobre su frente. El áspero roce de la pañoleta que cubría su cabello la hizo tiritar, pues recordó que no era mas que una simple pastora, y nadie le creería cuando dijera que había visto un ángel en las afueras de una cueva.

–¡Te creerán! – dijo el ángel.
–¿De verdad?
–Sí. Te lo prometo…

Las dudas y las sospechas de la niña quedaron sepultadas para siempre desde ese momento. Una indecible y creciente fe llenó cada palmo de su ser. Entonces, cuando se disponía a decirle al hombre alado que podía confiar plenamente en ella, su prima Lucía y su hermano Francisco se acercaron.

–¡Es un ángel! – exclamó Lucía.
–¡Increíble! – añadió Francisco, que hizo amago de querer tocarlo.

Renuente al contacto, el supuesto mensajero de Dios se hizo hacia atrás y voló un poco. Ahora se hallaba lo suficientemente lejos de los niños y no daría oportunidad a que intentaran tocarlo otra vez.

–Soy un ser de luz– dijo para disculparse– si llegaras a tocarme, tu cuerpo se haría polvo al instante.

Francisco se persignó varias veces tras la no tan sutil advertencia, y pidió perdón al ángel con una rodilla hincada en tierra. El hombre alado asintió y lo invitó a levantarse.

–Vine a avisarles sobre algo muy importante que les sucederá pronto…
–¡¿A nosotros?! – expresó Francisco, con gesto de asombro.
–Sí, mi querido niño, a ustedes…
–¿Qué podría ocurrir con nosotros? No somos nadie importante. –interrumpió Lucía, con gran incredulidad.
–No lo son ahora, pero lo serán mañana.

El rostro de los chiquillos se iluminó como por arte de magia. Un adulto (y no cualquiera) les brindaba la confianza que nunca habían recibido. No solo eso, les aseguraba que su vida cobraría relevancia muy pronto… 

El ángel sonrió al ver la esperanza dibujada en las infantiles caras. Era increíble lo que unas simples palabras podían hacer en una persona. Una sencilla frase pronunciada en el momento correcto era capaz de llevar a un alma hasta el mismo Cielo.

–Yo solo soy un mensajero. El que viene a anunciar la llegada de alguien mucho más importante. Vengo a allanar el camino, solo eso… 
–¡Pero quien podría ser más importante que un ángel! – espetó Jacinta, con ligero enfado.
–Una virgen, por ejemplo… –agregó el hombre alado, casi susurrando.

Los niños se miraron los unos a los otros, emocionados. No solo habrían de ser bendecidos con el mensaje del Ángel ¡sino también con la visita de una virgen! Las cosas mejoraban a cada segundo.

–Voy a preguntarlo solo una vez, y quiero que respondan con toda sinceridad mis amados jovencitos: ¿Puedo confiar en ustedes?
–Sí.
–Desde luego.
–No encontrarás a nadie más digno–puntualizó la pequeña Jacinta.
–Pues bien, les diré todo lo que necesitan saber acerca de “Fátima” …

Había algo en aquel nombre que hizo a los niños estremecer. Ese curioso mote les evocaba confusas sensaciones. Solo eran seis letras, pero no eran letras cualquiera. Algo extraño había en ellas, aunque desconocían qué.

–Llegará pronto. Es hermosa, pero severa, y no admite replica alguna a su discurso.
–¿Nos regañará? – inquirió Jacinta.
–No. Pero sí los confundirá. Alegará tener un nombre distinto al que les digo, un apelativo complejo que parecerá más un acertijo. Llegará enfundada en un traje plateado con hilos de colores parpadeantes en cada costura. Dudará de ustedes, e incluso les invitará a llamar a un adulto para recibir el mensaje en su lugar.
–¡Pero por qué haría eso la virgencita! –preguntó Francisco, lleno de preocupación.
–¡Porque querrá probarlos! – profirió el ángel–. Su reticencia inicial será señal manifiesta de que busca comprobar su dignidad para acometer la tarea que habrá de encomendarles.
–¿Y que tarea es esa, Señor ángel? –musitó Lucía.
–La de llevar el mensaje del fortalecimiento de la fe. Fátima les dirá tres secretos, cada uno más importante que el anterior, y ustedes deberán interpretarlos sabiamente, puesto que sus palabras supondrán a sus oídos un indescifrable galimatías.
–¿Qué nos dirá? ¿Por qué pretendería confundirnos?
–Para probar su fe.
–¡Nuestra fe es grande! – exclamó la pequeña Jacinta.
–Lo sé, por eso vine a explicarles cómo deben afrontar la visita de la Señora.  En primera instancia les hablará de dos guerras, ambas provocadas por un maligno imperio. Es importante que asimilen que estas batallas no pueden ser prevenidas. ¡Sucederán! No importa lo que haga nadie para evitarlas. Porque esas guerras son necesarias para que la Tierra alcance una nueva limpieza, como en el diluvio ¿recuerdan?

Los pequeños asintieron sin hablar. El ángel siguió con su discurso:

–Después hablará de una injusta e imparable serie de asesinatos. El más importante de ellos: el de nuestro Santo Padre, el Papa. ¡No se distraigan con los demás nombres y lugares! Enfóquense en escuchar con atención todo lo referente al pontífice. Lo demás no es relevante…
–¿Qué más nos dirá? – cuestionó el joven Francisco, mientras se mordía todas y cada una de las uñas de las manos.
–Le preocupará que ustedes no entiendan el mensaje. No teman, lo entenderán. Ella solo querrá ponerlos a prueba. Si ustedes centran toda su atención en lo que les he dicho, verán que la virgen quedará complacida con ustedes.

Confundidos y llenos de temor, los niños se tomaron de las manos y buscaron un lugar en el pasto para sentarse. Estaban más que abrumados. Cuando el hombre de las alas se percató de la situación, apresuró su perorata y advirtió:

–Una ultima cosa: ella jurará y perjurará que no es una virgen. No le crean. Solo será una prueba a su fe. Si dudan, ella se decepcionará de ustedes, y jamás regresará a revelarles el tercer secreto. No importa lo que Fátima diga, es una virgen, y punto. 
–Sí… – susurraron a coro los pequeños, sumidos en sus propias cavilaciones.

El gesto del ángel se entornó con dulzura, y satisfecho con la fuerza de su contundente disertación, preguntó:

–¿Puedo confiar en ustedes?
Los chiquillos asintieron, con sendas sonrisas iluminando sus rostros.
–Bien. Pueden marchar a casa. Vayan y cuéntenles a sus padres todo lo que han visto y oído aquí.

Los pastorcillos se dieron la vuelta y emprendieron el camino de regreso a su hogar. Sin embargo, apenas recorridos algunos metros, Francisco soltó las manos de Jacinta y Lucía, y regresó corriendo hasta el ángel. Curiosamente, las niñas siguieron avanzando.

–Señor ángel– dijo el chiquillo– ¿Cuál es tu nombre?

El hombre de la sonrisa brillante y las enormes alas se mordió los labios. No esperaba tener que hacer frente a semejante situación. Concebido para engañar y mentir, era incapaz de hacerlo en esta ocasión. Su Creador, aquel que todo lo había hecho y después todo había abandonado, lo forjó con un solo defecto: responder con la verdad cuando alguien le preguntara su nombre.

La angustia se apoderó del ángel. Sus dientes, perlas enormes de indiscutible belleza, mordían con fuerza los labios, intentando evitar –en vano– la salida de tan temible respuesta. Sus ojos, otrora deslumbrantes, se habían cerrado y evitaban hacer contacto con los del chiquillo, que aguardaba impaciente por la ansiada contestación y ni todas las virtudes que ostentaba su raza, pilar cósmico del universo, le salvarían de revelar el mote con el que su Creador le había nombrado. 

Los labios se despegaron lento. La lengua se dobló para dar forma a las letras. El sonido se disponía a salir de la garganta, y la sonrisa, antes perenne, se había transformado en una sórdida mueca imposible de describir…

–¡Paco! ¡Apúrate! ¡No vamos a esperarte todo el día! –gritaron las niñas, a lo lejos.
– ¡YA VOY! – respondió el aludido. Le sonrió al ángel y echó a correr en pos de sus parientes.

Aliviado por lo que suponía la salvedad de su secreto, el ángel respiró muy hondo y dejó salir las palabras que tanto temía pronunciar:

–Me llamo Luzbel…



Original de JD Abrego "Viento del Sur"

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