El carro de Apolo iniciaba su brillante marcha a lo largo del cielo, y las tinieblas retrocedían cobardes a cada paso del dios sol. La penumbra cedía el dominio a la luz, y el horizonte, antes negro, se volvía púrpura y naranja.
Cobijada por el lento pero inexorable avance de la radiante carroza divina, una mujer espartana caminaba orgullosa. Tras ella marchaba su primogénito. El semblante del muchacho, lleno de aflicción y duda, dejaba entrever una creciente desesperanza.
Beocia sería el próximo destino del joven, y Tebas el enemigo que encontraría ahí. Todos le habían felicitado por su reciente inclusión en la infantería, pues dicho honor no era poca cosa; argumentaban que considerando su edad, el logro debía ser más que celebrado.
Contrario al pensamiento colectivo, el muchacho no se alegraba por tal acontecimiento. La muerte de su padre en el campo de batalla aún yacía fresca en su mente, y la sola idea de dejar sola a su madre en la fría Esparta le llenaba de pena. Sí algo le ocurriera en la guerra, solo los dioses acompañarían a la autora de sus días, y era bien sabido que ellos no acostumbraban preocuparse por los insignificantes mortales.
Presa de la melancolía, dejó que su barbilla cayera por un instante. Fue un desafortunado segundo en que sus ojos miraron al piso, y sus pupilas, acostumbradas a reflejar el sol, se encontraron por primera vez en mucho tiempo con el áspero y tosco suelo.
Una bofetada le devolvió a la realidad. Su mejilla, teñida temporalmente de rojo, palpitaba indefensa, mientras que un par de ojos fríos y severos le miraban con recelo.
—Un espartano JAMÁS mira al suelo.
—Sí, madre —respondió, y luego alzó el rostro.
La pequeña procesión continuó hasta salir de la ciudad. Una vez que el último arco quedó atrás y solo los campos de espigas se alzaban triunfantes alrededor, la mujer se decidió a hablar otra vez:
—Quiero que me prometas algo, Aetos.
—Lo que sea, madre.
—Quiero que regreses.
El joven soldado tragó saliva. ¿Cómo podía prometer tal cosa? Un nudo se le formó en la garganta y las manos le empezaron a temblar.
—Con tu escudo o sobre él —añadió su progenitora, al momento en le tendía el pesado “hoplon”.
Consciente de lo que significaba hacer semejante promesa, sobretodo considerando que el destinatario de la misma era su propia madre, el muchacho hizo acopio de todo el valor que residía en su cuerpo, tomó el escudo y respondió:
—Lo prometo.
Luego se puso el casco y marchó hacia el frente para integrarse a su regimiento. No hubo más palabras de despedida, solo una media sonrisa dibujada en el rostro solemne de una orgullosa matrona.
***
—¡Por todos los dioses! ¡Cubran el flanco izquierdo, maldita sea!— exclamó una voz distante y lejana.
Los espartanos no podían creer lo que acontecía a su alrededor: sus otrora imbatibles falanges estaban siendo “envueltas” por el ejército tebano. Lo que al principio lucía como una victoria fácil para el rey Cleombroto, ahora parecía apuntar a ser una estrepitosa y humillante derrota.
Aetos intentaba animar a sus compañeros, pero poco efecto surtian sus arengas; se hallaba justo en el extremo del ala izquierda de la falange, donde los soldados más jóvenes y de menos experiencia intentaban hacerse de un nombre en el campo de batalla.
Pronto el campo de Leuctra comenzó a llenarse de cadáveres espartanos, sembrando desazón en las tropas aliadas, las cuales no tuvieron empacho alguno en huir y dejar a los de Esparta a su suerte.
Invadido por el miedo, Aetos pensó en tirar su escudo y huir rápido y lejos. No importaba el destino, lo único que interesaba era evitar la muerte. Sin embargo, apenas la idea cobró fuerza en su atribulada cabeza, la grave voz de su progenitora se apoderó de sus pensamientos:
—Con tu escudo o sobre él…
Lo había prometido. Y un espartano no rompía sus promesas. Menos aquellas hechas a una madre.
Las piernas le temblaban, y copiosos ríos de sudor recorrían cada palmo del cuerpo. Sus dientes castañeaban, y la voz hacía tiempo que le había abandonado. Miedo era lo único que podía sentir. Pero debía sobreponerse; era la única forma en que podría llenar de orgullo a aquella que le había dado la vida.
Miró a su derecha: su amigo Admes yacía inconsciente sobre la tierra suelta, exhibiendo sobre su pecho la jabalina de un cobarde peltasta. Entonces decidió echar un vistazo a su izquierda: Adelphos, el arrogante hijo del Capitán, se retorcía de dolor a causa de cuatro flechas clavadas en su espalda. Aterrado, enfocó la mirada en el frente: cinco hoplitas del batallón sagrado de Tebas avanzaban hacia él, esbozando una sonrisa burlona tras los derruidos cascos.
Aetos aspiró muy hondo, sujetó el escudo con todas sus fuerzas y luego apuntó su pica hacia los recién llegados. No podía hablar, así que tenía fe en que aquel inútil gesto de virilidad fuera interpretado como una especie de advertencia por sus enemigos.
Y así fue. Tras la provocación, los tres curtidos guerreros se lanzaron al ataque, confiados en que un solo espartano no les haría gran daño. Se equivocaban…
El primero de aquel grupo de necios recibió una furiosa estocada en pleno estómago. Murió al instante tras la extracción de la lanza. El segundo hizo amago de arrojar su arma, y en ese momento fue blanco de un potente golpe de escudo que le sacó de escena. Preocupado ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos, el tercer miembro del grupo decidió ser más precavido y enfrentó a Aetos con la lanza bien puesta sobre el ovalado “hoplon”. Intentó amedrentarlo con una estocada corta, pero de poco le sirvió; el espartano rodó hacia él y se colocó a sus espaldas. Acto seguido, un chorro de sangre manó de su pecho. La filosa punta de la lanza enemiga se asomaba entre sus costillas como sol entre montañas en un brillante amanecer.
Cinco hoplitas más acudieron al auxilio de sus compañeros caídos. Aetos los acogió con la misma violencia que a sus predecesores: un golpe de escudo por aquí, una estocada por allá; un par de puntapiés, alguno que otro cabezazo; detener a aquel espartano se estaba volviendo una tarea imposible de llevar a cabo.
Agobiado por las pérdidas que estaba causando aquel loco solitario, el Capitán del batallón sagrado decidió encargarse él mismo del problema. Azuzó a su caballo y cargó a gran velocidad sobre el demente. Cuando se disponía a cercenar la cabeza de aquel hombre, lo sorprendió una maniobra poco común: el espartano se había hincado frente a su caballo, con la lanza en ristre y el escudo cubriéndole la testa.
La sorpresa fue momentánea, la consecuencia, en cambio, fue decisiva… la montura volcó en el suelo, arrastrando consigo a su azorado jinete. Una gran nube de polvo se alzó tras la caída, y numerosos soldados del batallón sagrado se reunieron en torno al hecho. Cuando la densa cortina de tierra se disipó, lo único que quedaba en pie era un desquiciado espartano con un escudo doblado colgando del brazo.
—¡El muy infeliz sigue con vida! ¡Rodeenlo! ¡Qué no escape!
El círculo de hombres alrededor de Aetos se hizo más estrecho. Estaba claro: el desenlace de su batalla estaba cerca.
Un sonido de cascos de caballo siguió a la furiosa exclamación. Era una marcha pausada, casi monótona, carente del furor característico de la guerra. Apenas oírla, los hoplitas se hicieron a un lado. Aetos contempló la escena con suma preocupación: si los tebanos habían hecho a un lado su creciente ánimo de venganza por la simple llegada de un jinete, debía tratarse de alguien sumamente importante.
—¡Espartano! — gritó el recién llegado—. Tira tu escudo y salva la vida. Se acabó. Es hora de que bajes la mirada y marches de regreso a casa.
—¡UN ESPARTANO JAMÁS MIRA AL SUELO! — respondió el muchacho tras escupir algo de sangre.
Un murmullo de desaprobación se dejó oír en el lugar. Los de Tebas no alcanzaban a comprender por qué aquel hombre se negaba a abandonar una batalla que ya estaba perdida.
—¿Es que acaso pretendes morir aquí? — preguntó el jinete, al momento en que se quitaba el casco.
—¿Epaminondas? — susurró Aetos, cuando se dio cuenta de quién le había invitado a salvar la vida y huir del campo de Leuctra.
—Has peleado bien, espartano. Vete a casa.
—¡Bien no es suficiente!
Los hoplitas al mando de Epaminondas se miraron los unos a los otros sin alcanzar a comprender lo que estaba sucediendo. Sabían bien que cualquiera de ellos ya habría aceptado la oferta del general enemigo. Huir una vez para volver a pelear otro día no era un mal trato.
— Tienes una pierna y un brazo rotos. La sangre te escurre por el cuello, y estoy seguro de que no falta mucho para que pierdas el conocimiento. Dime, espartano ¿Qué te mantiene en pie?
—Se lo prometí—murmuró el muchacho—no le puedo fallar…
—¿Qué prometiste? ¿A quién?—preguntó Epaminondas, casi en su oído.
—Que volvería… a mamá…
—¡Vuelve entonces!
—No sin mi escudo…
Un rayo de sol pegó de lleno en el rostro del estratega tebano. ¿Sería aquella una especie de señal de los dioses?
—¡LANZA! — exigió con un grito.
Un joven soldado se acercó a él y le tendió la suya.
—Hasta siempre, espartano.
Un grito ahogado se dejó ver en el rostro de Aetos antes de su caída al suelo. En su cuello yacía inmóvil una enorme lanza enmarcada por una creciente mancha de sangre.
—Extraigan la pica y pónganlo sobre su escudo. Luego avisen a los espartanos que pueden recoger a sus muertos. Cuando la tregua sea un hecho, avísenme para llevar yo mismo a este joven al campamento enemigo.
—General, ¿Cree usted que sea prudente…?
—Sí, lo creo.
Algunas nubes se cruzaron frente a Apolo y su carroza, y el cielo, antes deslumbrante, se volvió gris por un instante. Luego todo regresó a la normalidad, y el sol brilló una vez más.
***
—Hermione ¿Estás bien?
—Sí— respondió la mujer—. ¿Por qué no habría de estarlo?
—Yo solo creí que…
La disculpa del hombre fue interrumpida por una curiosa procesión. En ella se podía apreciar a numerosos heridos y algunos cadáveres tendidos sobre fríos escudos. Nadie se acercaba a confortar a los vivos, en cambio muchos corrían para admirar a los muertos.
Hermione alzó la cara cuando a lo lejos reconoció a su hijo. Esbozó una ligera sonrisa y suspiró con extraña satisfacción. Su padre, veterano de la guerra del Peloponeso, la miró extrañado y dijo:
—Nadie te culparía si te muestras triste.
—No lo estoy.
—Tu hijo murió en la guerra…
—Lo sé, y estoy orgullosa de él.
—¿Por qué?...
—Porque cumplió su promesa. Él prometió que iba a volver. Y volvió…
Sin decir nada más, corrió al encuentro de su vástago y le dio un último beso en la frente. No era necesario decir nada, las palabras siempre estaban de más en Esparta.
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
Comentarios
Publicar un comentario