La puerta de la entrada se abrió de golpe, y el violento choque de la perilla con la pared asustó a Roque, el pequeño perro mestizo que dormía plácidamente en la sala. Luego se cerró de un azotón, y el can, alterado en su máxima expresión, corrió despavorido en dirección a la cocina, donde Carmen se afanaba en preparar la comida del día.
–¿Quién hace tanto escándalo, pues? – preguntó la joven mujer, sin dejar de prestar atención al cazo con agua hirviendo que se alzaba sobre la estufa.
–¡NADIE! – respondió una voz infantil, que evidentemente no deseaba pasar desapercibida.
–¡Ay, Pame! – exclamó Carmen, limpiándose las manos en el delantal que solo usaba cuando estaba en la cocina–, ¿Qué te traes hija? ¿Te pasó algo en la escuela? ¡No me digas que te peleaste! ¡Es el primer día después de las vacaciones!
La niña murmuró algunas palabras, pero poco se pudo entender del improvisado discurso. Hablaba entre dientes, como enojada o apenada. Quizá ambas cosas a la vez…
–Hija, no te puedo ayudar si no me dices qué ocurre; ¿me vas a decir qué te pasa?
Con el llanto escurriendo por las mejillas, la pequeña corrió al encuentro de su madre y la abrazó por la cintura con inusual fuerza. Su rostro, bien apretado contra el pecho de su progenitora, era el indicador principal de que las cosas no andaban bien.
–Mamá– se animó al fin a decir–, ¿los Reyes Magos existen?
Carmen suspiró muy fuerte y luego enjugó las lágrimas del rostro de su hija. Tomó su mano y la llevó lentamente al comedor, donde le tendió una silla y la invitó a sentarse con un gesto amable. Enseguida hizo lo mismo y dijo:
–¿Por qué me lo preguntas?
–Porque Carlos dice que NO existen. Que los reyes son los papás, y que todo lo que nos dicen los “mayores” es mentira… dice que ya estamos grandes como para creer en esa basura, y que lo que deberíamos de hacer es contarles la verdad a todos los niños más chicos que nosotros. Dice que hasta tiene una foto de su mamá poniéndole un regalo en su zapato…
–¿Y tu qué crees? –inquirió la madre, pensativa.
–Pus’ no sé… que lo que dice es cierto ¿verdad?
–Sí y no. – respondió la joven mujer, sin dejar de mirar a los ojos de su hija.
La pequeña, confundida por la respuesta, se echó a llorar nuevamente. Esta vez el llanto no solo acarreó lágrimas, sino también algunos “mocos” que tuvo a bien limpiar con su suéter del uniforme. Presa de la tristeza, no alcanzó a ver cuando su mamá se mordió los labios para no echar a llorar también. Lo único que pudo notar fue que una mano le extendía un vaso con agua, el cual bebió de un trago sin hacer una sola pausa. Los sollozos se detuvieron tras el pequeño respiro, y entonces, sin quererlo, se encontró otra vez con los ojos de su madre…
–Pame, lo que te dijo el metiche de Carlos es una verdad a medias. Es cierto, los papás le compramos regalos a los niños para dárselos el día de Reyes…
–¡ENTONCES ES VERDAD! ¡NOS MIENTEN! ¡NOS OBLIGAN A CREER EN UN ENGAÑO! –interrumpió la niña, haciendo el amago de dejar su asiento en el comedor para huir a cualquier otro lado.
–¡PAMELA! –exclamó su mamá mientras le sujetaba con firmeza del rostro– Escúchame primero y luego decides si vale la pena hacer un drama…
Decepcionada, pero a la vez embargada por la curiosidad, la pequeña asintió con coraje y se fundió literalmente en la silla que la alojaba. Su mirada, llena de confusión y rencor, hubiera incomodado a cualquier adulto que osara mirarla. Claro, a cualquiera que no fuera su propia madre…
–Como te decía, los padres acostumbran a comprar regalos para sus hijos y dárselos el día de Reyes, porque es una tradición. Una muy bonita, si se me permite decirlo. Es una forma de honrar los regalos que tres hombres sabios le otorgaron al infante Jesús tras su nacimiento. Es el símbolo de la alegría que sentimos como adultos al ver nacer y crecer a un niño. ¿Recuerdas cuáles eran los regalos?
Pamela negó con la cabeza y murmuró un “¡qué me importa!” que su madre fingió no escuchar.
–Los obsequios fueron: oro, incienso y mirra. El primero representaba la riqueza, el segundo la espiritualidad, y el tercero la naturaleza perecedera de las cosas. Como puedes notar, cada regalo tenía dos significados, el físico y el simbólico…
–No entiendo que tiene que ver “todo eso” con las mentiras que nos dicen los papás… –argumentó la chiquilla, no sin algo de razón.
–Es porque aún no terminas de escuchar la historia... Los “Reyes”, aunque sabios, eran hombres comunes y corrientes. Murieron tiempo después de visitar a Jesús, y sus cuerpos, tan humanos como cualquier otro, se hicieron polvo y volvieron a la tierra donde todos pertenecemos.
–¡Entonces no existen! – gritó la niña, con el enojo a flor de piel.
–Su envoltura corporal ya no existe. Su mensaje, en cambio, sí… no hay hombre o mujer en este mundo que pueda vivir más allá de los 120 años (incluso creo que mi limite es algo exagerado). Eso es una verdad incuestionable que todos debemos aceptar. Ni siquiera los Reyes Magos serían capaces de tal milagro. Sin embargo, hay otras formas de alcanzar la eternidad: la sabiduría, la bondad, la justicia… y los Reyes Magos son un gran ejemplo de ello. Su acto desinteresado inspiró a muchos más a imitarlos, por eso hay tantos padres y madres sacrificando lo poco que tienen para celebrar cada año la dicha de tener un hijo…
–Pero es una mentira, mamá…
–No, es una ilusión. La de saber que hay algo más grande que tú. La de creer en la magia que existe a tu alrededor (¡Y que existe en realidad!). La de soñar con un mundo que es mil veces mejor que el nuestro, uno donde las promesas no se rompen y los deseos se hacen realidad.
–Pero entiende, mamá, ¡TODO ESO VIENE DE LOS PAPÁS!
–¿Y de donde crees que nosotros, los “mayores”, sacamos esa idea? ¿Quién nos inspiró a crear y hacer crecer esa ilusión?
–Los “Reyes” …
–Sí, Pame, los REYES.
–Aún así, no existen. Vivieron alguna vez, pero ya no. Solo son muertos. Recuerdos de un tiempo que ya pasó. ¿Por qué tenemos que creer en ellos?
–Porque su mensaje es bueno y verdadero. Y nunca debe de ser desechado aquello que es bueno. Además…
–¿Además qué…? – cuestionó la niña, todavía poco convencida.
–Que estén muertos no quiere decir que no puedan conceder deseos… cuando yo me enteré de que los regalos del Día de Reyes los daban los papás, me enfurecí con mi madre tanto o más que tú; ella solo sonrió y me reveló algo que desde ese día decidí creer: al igual que con Jesús, los Reyes todavía pueden regalarnos cosas, pero incorpóreas, intangibles, invisibles a los ojos de todos, menos del corazón. Sí creemos de verdad, podemos pedirles salud, valor, fuerza y felicidad. Cosas que en ningún lugar del mundo se pueden comprar.
–No sé…
–Es fácil, Pame; dime ¿tú crees que hay alguien allá arriba?
–Sí…
–Yo también. Y por eso creo que el espíritu de los Reyes Magos está vivo aún. Allá, donde algún día habremos de llegar.
La pequeña agachó la cabeza y comenzó a llorar en silencio. Confundida y triste a la vez, renuente a seguir lo que le dictaba su corazón.
–Ven, vamos a hacer algo que hice con mi mamá aquel día. Sígueme.
A regañadientes, la chiquilla la siguió hasta la zotehuela. Al llegar ahí, se quedó en el marco de la puerta, limitándose a observar con creciente curiosidad la frenética búsqueda que llevaba a cabo su progenitora. Al fin, después de interminables segundos, el objeto de la pesquisa fue encontrado.
–Le vamos a mandar tu carta a los Reyes. ¿Todavía la tienes?
–Sí, anda por ahí… ¿Cómo la vamos a mandar? –preguntó la niña, con cierta desconfianza.
–La vamos a quemar en el brasero–respondió su madre, mostrando el artilugio, casi orgullosa–. Y el humo que salga de ella llegará hasta el Cielo. Verás que así la reciben los Reyes Magos…
Pamela torció la boca y entornó los ojos. La idea, aunque curiosa, no le parecía muy buena que digamos. ¿Qué diferencia había con poner la carta en el zapato y fingir que nada de esto había pasado?
–Creer, mi niña–declaró su mama–no es un asunto de imposición, sino de decisión. Y eso es algo que nadie puede tomar por ti.
Sin decir nada, la niña dio medio vuelta y se encaminó hacia su cuarto. La casa estaba en completo silencio, como si incluso ella, con su corazón de arena y cemento, fuera capaz de entender la solemnidad del momento.
La joven madre dejó escapar una lagrima y procedió a preparar el fuego del brasero. No estaba segura de que su hija volviera, pero tenía esperanza, y eso es mejor que nada. Mojó una servilleta en aceite de cocina, tomó un puñito de carbón vegetal que sobró de una lejana reunión familiar, y luego echó ambos al interior del desgastado artefacto. Prendió un cerillo que se apagó al instante. Refunfuñó en voz baja. Esa no era una buena señal, quizá Pame no regresaría con su carta. Tal vez su ilusión se había roto para siempre... Convencida de que aún había algo por hacer, encendió otro fósforo. Este permaneció prendido. Sonrió, y acto seguido, lo arrojó a donde yacía el carbón. Pequeñas brasas rojas hicieron su aparición. El fuego pronto estaría listo, pero ¿lo estaría también su hija?
–Ya vine…–susurró una vocecita trémula y apagada.
–Ven, mi niña, ya casi está todo listo.
–¿Por qué enviarla el Cielo, mamá?
–“Algo más grande que nosotros”, ¿recuerdas?
–Sí… ¿qué dijiste tú cuando la abuela hizo esto contigo? ¿creíste?
–Creí. Deseaba creer, y lo hice. ¿Tú quieres creer?
–Sí, mamá. Sí quiero.
El delgado brazo de Pamela se extendió con la carta y su madre la recibió con presteza. Era una hoja de cuaderno, con el borde que da al espiral recién recortado. Esta no era la carta que su hija había escrito días antes.
–Hice una nueva–agregó la niña al ver la confusión en el rostro de su progenitora–. En la otra pedía los patines, y como ya me los regalaron ustedes, decidí pedir otra cosa.
–¿Puedo saber qué es? –inquirió la mujer, llena de curiosidad.
–Sí… pedí que los niños nunca dejen de creer.
Esta vez ninguna de las dos pudo contener el llanto. Se abrazaron muy fuerte y sus corazones, que latían emocionados, se hicieron uno mismo durante un mágico segundo. Al separarse, Pame hizo una seña, como pidiendo permiso de poner el papel al fuego. Su mamá asintió.
Las llamas devoraron el papel con avidez. También ellas tenían prisa por entregar el mensaje que la carta llevaba grabado.
El humo procedente del pequeño incendio se elevó con lentitud al cielo, dejando tras de si una pequeña estela gris que desapareció al encontrarse con una impetuosa corriente de viento.
–¿Crees que los Reyes reciban tu carta?
–Sí, mamá. Sí creo. ¿y tú?
–Yo también, hija. Yo también…
Original de JD Abrego "Viento del Sur"
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