El viento silbó con furia sobre la cabeza de Ilhuitemoc, arrancando de paso un par de plumas de garza de su elaborado tocado. Ansioso por devolver el golpe, el campeón texcalteca bajó su defensa por un segundo, y balanceó la espada maqahuitl frente a su adversario intentando intimidarlo.
Pero no funcionó, y en lugar de acometer con un contraataque efectivo, recibió un golpe de escudo en el rostro que lo dejó severamente aturdido. Dio un par de pasos hacia atrás y meneó la cabeza rápidamente para recuperarse del impacto. No podía volver a distraerse. No ahora. No contra un rival tan exageradamente peligroso…
Su contrincante era Tlecoatl, el más sanguinario en la orden de los campeones águila del imperio Mexica. Se decía incluso que era el favorito del Venerado Orador Ahuizotl, y que por tal motivo se le había prometido elevarlo al rango de Cuauhchique al término de esta “guerra florida”. Claro, siempre y cuando capturara vivo al más peligroso de los campeones texcaltecas.
Y ese no era otro que el valiente Ilhuitemoc.
El de Texcala sonrió con desgano y sujetó el escudo con todas sus fuerzas. Tragó saliva y luego lanzó un par de devastadores ataques sobre su enemigo. Mas ninguno llegó a su objetivo; Tlecoatl era más veloz de lo que siquiera podía imaginar. Sus movimientos eran gráciles y estilizados, ligeros como el propio viento, y peligrosos como el infame fuego.
Preocupado, el texcalteca respiró muy hondo y apretó los dientes producto de la desesperación; si en verdad deseaba hacerle frente al despiadado mexica, debía luchar con astucia y no con fuerza. Estaba más que claro que la depurada técnica del campeón tenochca era superior a la suya, y que solo un error de su rival podría otorgarle la victoria en esa cruel batalla.
Angustiado, miró hacia los lados en busca de algo que pudiera usar a su favor; un elemento en el entorno que fuera favorable para su causa, un regalo de la naturaleza capaz de inclinar la balanza de su lado, pero no lo encontró. La “guerra florida” en la que se hallaba inmerso había tomado lugar en una inmensa planicie, un interminable y repetitivo paisaje lleno de pasto húmedo y fango…
¿Fango?
Un minúsculo brillo refulgió en los ojos de Ilhuitemoc. Quizá el inmundo lodo del lugar era el elemento sorpresa por el que estaba esperando. Sin aguardar ni un segundo más, se lanzó al ataque rebanando el aire existente entre él y su contrincante. Tlecoatl, divertido ante lo que el creyó era una especie de maniobra estúpida y suicida, se limitó a esquivar los golpes dando pequeños saltos laterales que lo alejaron rápidamente de su enemigo. Sin embargo, eso era justamente lo que deseaba el campeón texcalteca.
Cuando tuvo al odiado mexica lejos de él, dio una marometa hacía el frente, colocándose justo a la a la altura de su confundido rival, pero del lado izquierdo. Dejó caer su escudo al suelo y con la mano derecha tomó un puñado de barro húmedo. Tan pronto lo tuvo en su palma, lo arrojó sobre la faz de Tlecoatl.
El mexica esperaba todo menos esa maniobra, y recibió el proyectil de lleno en pleno rostro. Quedó ciego temporalmente, y a lo largo de algunos instantes solo fue capaz de ver sombras borrosas y manchones de luz.
Era el momento de Ilhuitemoc.
Con la maqahuitl bien aferrada con la mano izquierda, y el escudo recuperado bien firme en la diestra, el de Texcala lo embistió sin piedad empujándolo con el hombro. La caída al suelo del guerrero mexica fue inevitable: apenas tocó el piso recibió un poderoso golpe en el abdomen que lo hizo perder el aliento; la parte plana de la maqahuitl de Ilhuitemoc le había dado con fuerza en el abdomen. Enseguida un despiadado impacto de escudo cayó sobre su rostro, y el barro húmedo se esparció por sus mejillas y boca.
El campeón texcalteca sonrío al ver que su rival hacía una horrenda mueca al probar su propia sangre. ¡Eso se tenía merecido aquel necio mexica!
Consciente de que debía aprovechar su oportunidad al máximo, Ilhuitemoc descargó dos potentes puñetazos sobre la humanidad de su rival. Ambos conectaron directamente en los pómulos, y de inmediato hicieron sangrar la cara del alguna vez orgulloso e inmaculado Tlecoatl.
Era el momento de terminar con la batalla. Podía intentar hacerlo prisionero, después de todo el mexica estaba a su merced, o podía simplemente acabar con su vida. Eso sonaba mejor, a fin de cuentas no le importaba ninguna distinción militar derivada de las inútiles “guerras floridas”. Lo único que deseaba en su corazón era volver a casa. Regresar volando a su hogar como una majestuosa y pacifica garza…
Un inesperado golpe en la nariz lo sacó de sus ensoñaciones. La potencia del ataque había sido tal, que el hueso del tabique parecía estar hundido en su rostro, y un reguero imparable de sangre le recorría la boca, el cuello y el pecho.
Instintivamente se hizo para atrás. Se palpó las fosas nasales y la sangre pronto le cubrió los dedos. Sin pensarlo mucho, se sujetó la nariz y la reacomodó con un tirón. La hemorragia se detuvo paulatinamente y se limpió la cara con la manga de su vestimenta de guerra. Entrecerró los ojos y miró al frente.
Ahí estaba Tlecoatl, de pie y con la maqahuitl balanceándose lentamente en su mano derecha. Estaba sonriendo, o al menos eso parecía, pues su rostro estaba más que hinchado debido a los golpes que había conseguido propinarle cuando estaba en el suelo.
Ilhuitemoc sabía muy bien que no haberlo rematado cuando tuvo oportunidad le iba a costar muy caro. Ahora el mexica estaba furioso, y si hasta hace unos momentos había tenido ciertas reservas en el combate, estas ya eran parte del pasado. La verdadera batalla estaba a punto de iniciar…
Un golpe vertical de maqahuitl cayó sobre el escudo del texcalteca, que alcanzó a defenderse de milagro del voraz ataque. Quiso contraatacar de inmediato, pero su embate horizontal fue rápidamente bloqueado por el arma de su adversario, que tan pronto paró el golpe, dejó caer una tremenda patada sobre la humanidad del campeón de Texcala.
Ilhuitemoc cayó de espaldas al suelo. El fango que había sido su aliado hasta hace apenas unos instantes se había vuelto en su contra, y ahora le impedía levantarse, adhiriéndose a sus brazos y costillas. Cuando por fin se logró poner en pie, un devastador golpe de maqahuitl lo mandó de regreso al suelo. Su cabeza rebotó en el pasto húmedo e inmediatamente después una maliciosa patada cayó sobre su ingle, haciéndolo aullar de dolor y desesperación.
¿Sería este el momento de su muerte? ¿Qué tal si Tlecoatl no deseaba tomar prisioneros? Tal vez la afrenta de haberlo golpeado mientras estaba en el suelo había sido demasiado grande y el mexica no se cobraría con otra cosa que no fuera su vida.
No. No podía ser de esa forma, ¡no podía morir así!
Con las últimas fuerzas que le quedaban, Ilhuitemoc rodó sobre si mismo hacia un lado para escapar del siguiente ataque del campeón águila. Se reincorporó con dificultad y presa del pánico, solo atinó a arrojar el escudo de plumas contra su adversario. Afortunadamente para él, su desesperado ataque había conseguido distraer al mexica, que con un golpe de maqahuitl había rechazado el lanzamiento del improvisado proyectil.
El de Texcala aprovechó estaba pequeña distracción para lanzarse contra el mexica con todas sus energías restantes; lo embistió con ambos brazos y los dos campeones cayeron al suelo lodoso. La maqahuitl de Tlecoatl salió volando por los aires al momento del impacto, sin embargo para mala fortuna del texcalteca, su escudo seguía en su poder.
El filo del chimalli emplumado del campeón tenochca aterrizó sobre la malherida faz de Ilhuitemoc, que comenzó a sangrar nuevamente, pero esta vez a causa de la pérdida de un diente. Luego dos poderosos embates más cayeron sobre su rostro, que ahora se hallaba más hinchado que el de su contrincante.
Consciente de que quizá estos eran sus últimos momentos con vida, el texcalteca se las arregló para sujetar el pico del casco de su rival y propinarle tres furiosos puñetazos. El mexica dejó escapar un quejido, pero inmediatamente respondió con un rodillazo en el estomago de su adversario.
Ambos estaban agotados y muy malheridos, pero ninguno estaba dispuesto a bajar los brazos. Con la adrenalina a tope y el rencor escapando de cada uno de sus poros, ambos campeones intercambiaron puñetazos sin pausa ni compasión: los nudillos de uno aterrizaban en los ojos del otro, la nariz del primero era machucada por el segundo, y ambos estómagos recibían tal cantidad de golpes que resultaba increíble que siguieran en pie.
Sin embargo, el de Texcala estaba en mucho peores condiciones que el mexica, y después de un golpe mal lanzado, fue tomado del brazo y sacado de balance; su rival le golpeó la espalda repetidas veces con el codo, y luego con un vigoroso puntapié en la pantorrilla lo mandó de golpe al húmedo suelo.
Sin fuerzas para defenderse, Ilhuitemoc se limitó a cerrar los ojos y aguardar por su muerte. No obstante, esta nunca llegó. A lo lejos escuchó algunas palabras distantes y confusas, y se preguntó porque aún seguía en el Anahuac, siendo que las puertas del otro mundo estaban abiertas para él y ya lo esperaban…
–Tú eres mi muy amado hijo… –mencionó una voz que ya no deseaba escuchar.
–Púdrete en el Mictlán, estúpido mexica – respondió el texcalteca, con la sangre burbujeándole en la garganta y el corazón latiéndole cada vez más lento.
–¿Así que no eres capaz de aceptar educadamente tu derrota? – le preguntó el mexica, con lo que le parecía ser la misma sonrisa arrogante que tenía al principio de la batalla.
–No aceptaré la derrota de una guerra que jamás debió de ser peleada. Ustedes, los soberbios mexicas, solo piensan en la “gloria de la batalla”, y son capaces de hacer trizas un mundo solo por obtener un inútil rango militar. ¡No son nada! ¿Me escuchas? ¡Nada!
–Mira quién lo dice– musitó el campeón águila en voz baja mientras se acuclillaba junto a él–, el héroe texcalteca que volvió una vez más a las “guerras floridas” solo para cubrirse de fama. Si no mal recuerdo, noble Ilhuitemoc, ya estabas retirado. ¿Qué te motivo a regresar sino es la arrogancia que tanto desprecias?
–Necio mexica…–murmuró el campeón caído mientras jalaba aire con dificultad–. Vine a esta estúpida batalla solo para evitar que mis hermanos menores murieran en ella. Tu admirado y sanguinario Ahuizote convocó a esta inmunda “guerra florida” solo para saciar la sed de sangre de los dioses mexicas, sin pensar en que nosotros no necesitamos de sacrificios para honrar a los nuestros. Lo único que deseamos es ver crecer a nuestros jóvenes hasta convertirse en hombres de bien, instrumentos útiles para el vasto Anáhuac…
–¿Pretendes hacerme llorar, noble Ilhuitemoc? ¿Qué más se puede anhelar en esta vida que ir a la guerra y morir en el altar de los sacrificios? ¿Qué más, mi muy amado hijo? –cuestionó el mexica, sin dejar de mirarlo a los ojos.
–Algunos deseamos sembrar la tierra o trabajar la cantera; otros deseamos fabricar cestas de palma o manufacturar tejas de adobe. ¿Tanto te cuesta aceptar que existen seres en esta tierra que solo desean vivir?
El rostro del campeón águila se oscureció de pronto. Parecía como si miles de pensamientos cruzaran su mente a velocidades inimaginables, igual que si el mundo se derrumbara frente a sus ojos y se volviera a poner en pie en menos de lo que dura un instante. Finalmente, tras algunos momentos de reflexión, habló nuevamente:
–Tendrás una muerte honorable. Participarás en los juegos ceremoniales y luego tu sangre será entregada al colibrí izquierdo, el poderoso señor del Sur, el gran Huitzilopochtli.
–Me importa poco qué o quién vaya a devorar mi sangre. ¿Acaso no lo entiendes, necio mexica? Mi sacrificio ya pasó: ¡fue aquí, peleando contigo! Di mi vida para que mis hermanos pudieran ser testigos de un nuevo amanecer. Poco me interesan tus dioses o tu cruel pantomima de combate. Yo morí aquí, y no por un dios, sino por aquellos a quienes amo… Anda, levántame de una vez, sujétame los brazos con interminables hilos de mecate y arrástrame a tu infame ciudad. Nada me importa ya ahora que he cumplido con mi cometido.
Tlecoatl se llevó un puño a la boca y mordió su dedo índice. Algo en su expresión parecía indicar que las palabras de su adversario habían calado en lo más profundo de su alma. Una sonrisa sincera se dibujó en su rostro, y miró a los ojos de su rival con orgullo y admiración.
–Noble Ilhuitemoc – dijo mientras lo ayudaba a ponerse de pie–: si tus motivos en esta guerra han sido tan puros como tu corazón, entonces no tengo derecho a arrebatarte lo que tan justamente has ganado en este campo de batalla. Respetar tus deseos me costará la oportunidad de alcanzar mi sueño más anhelado, pero ahora que conozco el tuyo, mi ideal en la vida me parece insulso y mal encaminado. No irás conmigo a Tenochtitlán…
El texcalteca no podía creerlo. Su contrincante estaba renunciando a su derecho de hacerlo prisionero. Era la máxima señal de respeto que un texcalteca recibiría jamás de un mexica, y también viceversa. Asintió con la cabeza y luego cerró los ojos. Sonrió por última vez y murmuró en voz baja:
–…y tú eres mi muy amado padre.
Luego el viento silbó de nuevo frente a él, y su cabeza cayó sobre el brillante pasto mojado. La muerte en batalla había sido su bien ganada recompensa.
–¿Por qué lo decapitó, Señor? –preguntó un joven acuchillador que había llegado justo en el momento en que Tlecoatl había dado cuenta de su rival.
–Insultó a nuestro Venerado Orador, no podía dejar pasar eso por alto– mintió el campeón águila, a sabiendas de que después de semejante respuesta no tendría que dar mayores explicaciones.
El sol alcanzó su punto más alto y sus rayos pronto comenzaron a secar el campo de batalla, convirtiendo el lodo en débiles rocas que eran pulverizadas sin piedad por la orgullosa marcha de los mexicas, los cuales volvían felices a Tenochtitlán, cargados de centenas de resignados prisioneros.
Al final de la comitiva, Tlecoatl caminaba en calma, con la frente muy en alto y una inexplicable sonrisa en los labios. Había descubierto que cuando se trataba de volar, la garza y el águila eran mucho más distintos de lo que todos pensaban.
Original de J.D Abrego "Viento del Sur"
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