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Guardianes del Tíbet


Bajo el cálido manto de un nutrido grupo de estrellas, Didi contempla absorto la infinita noche. Relajado, pero en constante estado de alerta, bufa cuando una fría corriente de aire choca contra su nariz, y alza las orejas por instinto, aguzando el oído para detectar el más mínimo cambio en el entorno. Orgulloso de su rol como guardián nocturno, mira con cierta condescendencia a Hei-lang, el imponente y fiero mastín tibetano que duerme plácidamente en el piso inmediato superior a su residencia.

Sus ronquidos, tan grandes como su colosal envergadura, se suceden en compás junto con el canto de los grillos, quienes, a pesar del frío, continúan chirriando como si el mundo les debiera legitima obediencia.

Mas pocos ruidos hay salvo el par antes descrito. Didi suspira y se congratula a si mismo por tener otra noche tranquila en la montaña. No porque le molesten la aventura o el peligro (todos saben bien que los Lhasa Apso son los canes más valientes en esta tierra), sino porque es mejor estar preparado para los problemas, que enfrentarlos y recibir desagradables sorpresas.

Convencido de que solo la quietud le visitará esta noche, el pequeño perro se deja caer sobre el frío suelo del monasterio y recarga la cabeza en las patas, disponiéndose a dormir una pequeña siesta. Justo en el momento en que sus párpados comienzan a volverse pesados y sus ojos le reclaman un merecido descanso, el rumor de una hoja que cae presurosa desde el cielo lo pone en alerta. Puede no ser nada, pero también puede significar algo; nada malo le pasará si investiga lo que sucede cerca del viejo árbol.

En un instante la pequeña bola de pelo se pone en pie y marcha cautelosa hasta la zona de la muralla rodeada por los castaños. Más hojas se han sumado a la primera que comenzó la alerta; al parecer hay forasteros ocultos entre las ramas de los ancianos árboles y si algo le ha enseñado la vida, es que todos los humanos que no usan el hábito del monje carecen de buenas intenciones.

Una sensación poco conocida comienza a tomar el control de sus patas y orejas. Es una especie de temblor que le infunde de arrojo y cautela al miso tiempo. Didi pronto comprende qué es, y gruñe muy quedo para alejarlo y recuperar el mando sobre su cuerpo. Resopla un par de veces y avanza con prudencia hacia una de las murallas. Tal vez el descubrir a los invasores lo distancie un poco de tan detestable sentimiento, el vergonzoso pero inevitable miedo.

–¡Rápido! – susurra uno de los inesperados visitantes–. Este es el momento que estábamos esperando: los monjes y el perro guardián duermen plácidamente. Ni siquiera se percatarán de que entramos en el monasterio. Para cuando se den cuenta de la irrupción, ya estaremos muy lejos, y tendremos al famoso Tigre Dorado entre las manos. ¡Seremos ricos!
–Aguarda. Según palabras de Timur, hay dos perros viviendo en este lugar. El mastín tibetano de la planta alta, y un enano peludo que ronda cerca de la muralla. Debemos permanecer alerta; odiaría que esa bestia cabezona arruinara nuestro plan…
–¿Arruinar? ¡Por favor! Poco podría hacer ese patetico animal para siquiera provocarnos alguna molestia; créeme, si ese can es el único obstáculo entre nosotros y el tesoro, no hay nada de que preocuparse…

Enfurecido por lo que recién acaba de escuchar, Didi aprieta los dientes y se dispone a atacar; se jura a si mismo que detendrá a los ladrones, aunque la vida se le vaya en ello. Alza la cara y cuenta a las sombras apiñadas entre las ramas: una, dos, tres, cuatro. ¡Cuatro tunantes! Sin mayor preámbulo, comienza a reunir toda la fuerza que duerme en su interior. Primero se manifiesta en forma de gruñido. Luego en un potente ladrido. Después en una serie de cuatro alaridos y un sepulcral silencio.

Es su llamada de alerta. El mensaje es claro y Hei-lang no debería tener problemas en entenderlo: Son cuatro amenazas. ¡Cuatro! El monasterio está en peligro.

Los villanos no tardan en darse cuenta de que la llamada de auxilio ya ha sido emitida. Espoleados por lo que puede resultar una potencial amenaza, descienden del árbol con rapidez, y tres de ellos desenfundan sendas espadas curvas. El objetivo de las filosas hojas es aquel al que han decidido llamar “el pequeño perro llorón”. Sin decir palabra, toman distintas direcciones para dar con el paradero del diminuto guardián. El cuarto miembro de la banda permanece cerca de la muralla, con una ballesta cargada entre los brazos y la mirada bien fija en la puerta que conecta al patio con las habitaciones de los monjes.

Angustiado porque no ha habido respuesta a su llamado, Didi resuelve enfrentar a los criminales sin ayuda de nadie. En el preciso momento en que afianza los pies en las baldosas del monasterio, percibe un olor bien conocido: Hei-lang. Su imponente compañero ya está despierto. Puede saberlo con certeza debido a que su aroma es muy distinto cuando está de pie y ha dejado atrás el placentero sueño.

Sin embargo, la ayuda del viejo mastín no garantiza el éxito en la misión; es imprescindible darle tiempo para que pueda enfrentar con garantías a los invasores. Sin dudarlo ni un segundo, el pequeño Didi sale corriendo de entre las sombras y emite ladridos sin ton ni son. Los ladrones sonríen y se miran entre sí con cierto dejo de orgullo: el pequeño latoso viene justo en su dirección, y bastará un solo golpe de espada para dejarlo fuera de combate.

Las hojas de sus armas se alzan amenazantes; el tímido brillo de la luna se refleja en su superficie, y el largo pelo del valiente Lhasa Apso ondea con el viento. De pronto todo se vuelve confusión; una enorme mole peluda sale de la nada y clava sus filosos dientes en el cuello de un desprevenido truhan. Después una filosa espada curva desciende con furia sobre el lomo del animal, que solo alcanza a aullar antes de caer estrepitosamente al suelo. El hombre de la ballesta se olvida de su posición de vigía y corre desesperado al auxilio de sus compañeros. Una pequeña bola de pelo se atraviesa en su camino y lo hace trastabillar, provocando que suelte el arma en el proceso.

Desafortunadamente, el infame lanza-proyectiles cae muy cerca de uno de los sorprendidos tunantes. Impulsado más por el instinto que por la astucia, recoge el arma y la prepara con el fin de rematar al colosal mastín, que lleva a cabo un esfuerzo descomunal para ponerse otra vez en pie. La flecha ha sido dispuesta y solo falta accionar la llave para disparar…

–Pero ¿qué…? –exclama el sorprendido criminal cuando una poderosa patada le arrebata su cobarde protección de entre las manos y la eleva por los aires.  Visiblemente adolorido a causa del impacto, el hombre busca refugio detrás de uno de sus compañeros, quien solo atina a manipular con torpeza su peligroso sable.

A unos pasos de ahí, Didi sonríe cuando se percata de quién ha sido el protagonista del impresionante desarme. No es otro que Fai, el miembro más joven y valiente de la orden. Al ver su reluciente cabeza, el can siente por primera vez en toda la noche que tienen oportunidad de superar con éxito el desafortunado trance.

Repuestos ya de la sorpresa, el invasor y sus dos compinches vivos sacan de entre las ropas nuevas armas para hacer frente a la segunda fase de la batalla; ahora no solo esgrimen amenazantes espadas curvas, sino también dagas de punta larga y afilada.

Hei-lang amaga con ponerse en pie, pero apenas apoya una pata en el suelo recibe un traicionero puntapié en el rostro. El líder de la perversa camarilla ríe ante la ocurrencia perpetrada por uno de sus hombres, y se suma a la golpiza propinando un puñetazo en el lomo del animal herido.

Algunas carcajadas se suceden tras el hecho, pero cesan con rapidez cuando Fai toma una vieja escoba que se hallaba recargada en una pared cercana y golpea con su mango la boca de uno de los ladrones. Cuatro dientes amarillentos vuelan por los aires ante la mirada complacida de Didi, que no puede evitar alegrarse por ver a los trúhanes recibir su merecido.

Tras limpiarse la sangre que manó tras el golpe, el criminal herido se lanza con desmedida cólera sobre el valeroso monje. Este lo recibe con un puñetazo en pleno rostro que lo saca de escena en un instante. Lastimados en su orgullo, sus camaradas deciden vengar la afrenta recibida y alzan sus espadas para dar cuenta del monje. Las estocadas se suceden una tras otra sin que consigan acercarse siquiera al joven Fai. Finalmente, cuando el monje toma conciencia de que tiene tras de sí la muralla, se tira al suelo y rueda hacia sus confundidos atacantes. Visiblemente sorprendidos por la maniobra, estrellan sus espadas en la pared. Satisfecho, el muchacho se coloca tras ellos y les impacta sendas patadas, primero en la columna, luego en los muslos, y finalmente en la nuca.

Los invasores caen al suelo fulminados. Fai sonríe, y tras él, el horizonte comienza a pintarse de púrpura, signo inequívoco de que la noche está a punto de terminar. De pronto, recuerda que uno de sus esforzados perros ha sido herido y corre para auxiliarlo. Cuando llega junto al maltrecho animal, sus ojos se empañan y el indeseable rencor comienza a inundar cada palmo de su ser. Hei-lang está muy herido, y si no lo trata pronto, el riesgo de la muerte será más que una posibilidad. Desesperado, palpa ansioso el lomo de su compañero, buscando sin éxito la herida de la cual fluye el incesante río de sangre. El espeso pelaje del mastín dificulta la tarea, pero el monje no cesa en su empeño y al final consigue encontrar el punto del que mana la hemorragia. Una vez ubicado, lo presiona con fuerza para detener el interminable reguero de sangre.

Didi mira todo desde lejos, avergonzado por no haber hecho más durante la batalla. No puede evitar pensar que, si hubiera sido más valiente, Hei-lang no se estaría debatiendo entre la vida y la muerte.

De pronto, un sonido familiar le taladra el oído. Es una cuerda tensándose, y un trozo de metal chirriando contra un pedazo de madera. Es la ballesta…

¡La maldita ballesta!

Didi mira hacia su derecha y se percata de que uno de los ladrones todavía está vivo. Aunque tendido en el piso, el hombre apunta con frialdad el lanza-proyectiles en dirección hacia el monje y el vapuleado mastín…

El pequeño perro guardián aspira hondo. Sabe que el momento de la verdad ha llegado; sin pensar siquiera en las enormes posibilidades de fracaso que conlleva su plan, pega un salto descomunal y abre el hocico tanto como es capaz. Sus diminutos pero filosos dientes se exhiben majestuosos bajo la cálida luz del alba, y su pelo, largo y enmarañado, refleja orgulloso los primeros rayos del sol emitidos por el naciente amanecer.

La fiera mordida hace blanco en un pálido brazo. Luego se deja escuchar un grito al que le siguen algunas gotas de sangre. Después una pequeña pero punzante flecha pasa silbando justo sobre la reluciente calva de un monje hincado en el suelo. Al final, una serie de estridentes ladridos cierra la comitiva de acontecimientos.

Un grupo de monjes con los ojos hinchados acude en tropel hacia lo que hasta hace unos momentos era el escenario de un sangriento combate. Algunos levantan a tres cadáveres del suelo del monasterio. Otros atan con sogas al único sobreviviente de los perpetradores. El resto se limita a permanecer expectante ante la escena, murmurando en voz baja y haciendo múltiples conjeturas sobre qué sucedió durante los últimos momentos de la noche.

Fai pide ayuda, y un par de sus compañeros acuden hacia su posición con una cubeta de agua, pequeños sacos de hierbas y lienzos limpios. Hei-lang es atendido con presteza, y tras ser vendado con esmero y precaución, es recostado sobre un lienzo de arpillera con el fin de proporcionarle un adecuado descanso.

Didi esboza una enorme sonrisa que pasa desapercibida para los monjes, y emprende la marcha con dirección al lugar de reposo de su amigo y compañero. Tras verificar que se encuentra dormido, alza la cabeza y posa los cuartos traseros sobre el suelo. El día puede haber comenzado ya, pero ese no es motivo suficiente para dejar de mostrarse alerta.

Fai lo mira de reojo. Aun le resulta imposible creer que ese pequeño perro acaba de salvarle la vida. De no haber sido por él, la flecha lanzada por el ladrón le habría arrebatado la vida. Suspira agradecido y luego busca un asiento entre ambos canes. Los acaricia al mismo tiempo y enfoca la mirada en el horizonte, donde el sol ha conseguido ya disipar cada palmo de oscuridad.

–Tuvimos una noche difícil, ¿verdad?
El valiente Lhasa Apso asiente, aunque su movimiento pasa inadvertido a los ojos del monje.

–En fin–musita el monje al momento en que se pone de pie y sujeta con fuerza el balde vacío con el que limpió el lomo del mastín–… un nuevo día ha llegado y es momento de trabajar. Tengo que llenar las piletas con agua fresca del río. Eso me tomará un rato, y no podré cuidar a Hei-lang como se merece… ¿Qué dices, Didi? ¿Puedes vigilarlo por mí durante un rato?

El pequeño can voltea y lo observa con la vista fija. Para el monje eso significa un rotundo “Sí”.

–No esperaba menos de ti… gracias amigo, gracias…

Tras el sincero agradecimiento, el joven Fai parte del lugar a paso veloz. A sus espaldas, un diminuto pero valiente perro menea la cola con alegría. Es su forma única e inimitable de decir: “No te preocupes, no fue nada…”



Original de JD Abrego "Viento del Sur"

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