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Una flor revolucionaria


Todavía tengo un poco de sangre seca en la piel y la ropa, producto de la última escaramuza que sostuvimos con los federales. Ni siquiera recuerdo en qué momento se terminó el combate, solo tengo imágenes vagas y dispersas flotando en la cabeza, en las que manchones cafés huían despavoridos de mi “improvisado” ejercito, ese que el gobierno llama despectivamente “una turba de viejas argüenderas”, y que ha demostrado ser mucho más que un simple grupo de mujeres encabronadas; ha probado incluso ser una armada más peligrosa y letal que los “disciplinados” ejércitos de hombres del poder federal.

Ya los quisiera ver, a esos pelados de uniforme planchado y gorrita almidonada, haciendo lo que mis mujeres y yo hemos logrado hacer: repeler una y otra vez a militares y bandidos por igual, tomar ciudades a punta de rifle y machete, y sobre todo, recordarle a la mujer que no vino a esta tierra para ser un adorno, sino más bien para brillar, y con su propia luz, no con el pálido reflejo de lo que su hombre haga o deje de hacer…

Todavía me zumban los oídos, quizá pasé mucho tiempo cerca de las ametralladoras manejadas hábilmente por mis valientes soldaderas, pero, ¿qué otra cosa podía hacer sino estar en el mero fragor de la batalla? ¿A poco no era donde yo debía de estar? Ahí, bien plantada en el campo de batalla, ahí tenía que alzarse la flor revolucionaria, la margarita que prefería ser regada con sangre que con agua, la mujer que lo había dejado todo para ir por algo más, la merecida libertad…

“¡Es Margarita Neri!” le oí gritar a un oficial del ejército Federal que montaba a caballo cerca de nuestra primera línea de trincheras, y entonces todos los energúmenos de su batallón se fueron como posesos sobre nosotras.

Mis leales soldaderas los vieron venir y plantaron sus pies en la tierra suelta. No se echaron pa’ atrás aunque lo más lógico mandaba que hicieran eso. Aguantaron a pie firme el embate de los soldados y los recibieron a machetazos bien acomodados.

 Y aunque no todos dieron en el blanco, si fueron útiles para que pudiéramos agruparnos y contraatacar de forma efectiva: ocultas en la primera trinchera, mi segunda línea de ataque disparó una furiosa descarga de balas malintencionadas.

Cayeron muchos federales, y los que siguieron en pie literalmente estaban muertos del susto. Alguien ordenó la retirada y aprovechamos para apresurarlos con una ráfaga de nuestras ametralladoras.

Envalentonadas, los seguimos a caballo, apuntando con nuestras armas  siempre a la cabeza; más valía un enemigo muerto que veinte rivales heridos. Los lastimados se recuperaban, pero los cadáveres se pudrían, y esos últimos eran los que más nos gustaban.

Pronto nos dimos cuenta de que habíamos cometido un pequeño error: por perseguir a cincuenta terminamos enfrentándonos a otros doscientos. Ahora nosotras estábamos en clara desventaja. Recargamos los fusiles y disparamos a discreción. Cuando los enemigos se refugiaron para apuntar sus armas, jalamos las riendas de los caballos y los hicimos andar en círculos; de la nada se alzó una enorme polvareda que nos envolvió a todos provocando que algunos tosieran.
Pero no nosotras, porque ya estábamos más que preparadas  para aquel torbellino de tierra.

Nos cubrimos boca y nariz con los rebozos, y luego galopamos de regreso a la seguridad de nuestras trincheras. Creímos que lo habíamos logrado, pero a medio camino un nuevo contingente nos cerró el paso: un puñetazo en el rostro me tiró del caballo. Rodé por el suelo buscando escapar de las patas de los equinos. Me puse en pie rápidamente y levanté mi machete con un gesto amenazante. No podía ver con claridad entre tanto polvo y caballos asustados, pero agité mi arma en lo alto y grité:

“¡Jálense, cabrones! ¡Con este machete los voy a matar uno por uno! Y cuando acabe, voy a ir por el “Porfirio”, ¡y le voy a arrancar la cabeza para sembrarla en un campo de henequén en Yucatán!"

Evidentemente estaba exagerando, pero para mí fortuna, mi mal genio me precedía; con mi amenaza asusté a algunos soldados, lo cual me permitió arremeter contra ellos a machetazos, llevándome en el proceso un par de manos y creo que una oreja… hubo algunos gritos de dolor, otras tantas amenazas y uno que otro recordatorio para mi señora madre. Como sea, fue suficiente para que mis soldaderas y yo pudiéramos escapar.

Ya no nos siguieron.

Aunque no fue una victoria propiamente dicha, la consideré como tal para mantener en alto el ánimo de las tropas; mi batallón me vitoreó al verme regresar y yo los dejé hacer, después de todo, ahuyentar a un contingente de federales no era poca cosa - aunque la mayor parte de la sangre que tuviera en la piel y la ropa fuera mía y no de alguno de mis detestables rivales-.

Y tras esa desafortunada batalla fue como llegamos aquí, a los linderos de Guerrero, con la costa de un lado y la montaña de otro. Con el ánimo por los cielos, pero la realidad jalándonos con fuerza hacia más allá del suelo.

¿A dónde me lleva esta revolución? ¿A hacer justicia por los hermanos mayas que vi morir en Yucatán? ¿A resarcir el daño de todas esas mujeres violadas que conocí en Tabasco? ¿A vengar la muerte de los padres de aquellos niños que encontré llorando en Chiapas? ¿O tan solo a salvarme a mí?

A mí…

¿Será que estoy en medio de una lucha egoísta y vana? ¿Es que solo deseo pasar a la historia sin importar a quién me lleve “entre las patas”?

El viento sopla tras de mí y hace volar mi sombrero. Todavía algo enfurecida conmigo misma y con los ojos un poco llorosos, giro bruscamente hacía donde la ráfaga de aire ha arrojado a mi compañero de mil batallas. Entonces, cuando quiero enfocar la mirada en el suelo para reencontrarme con él, me topo con los ojos de una mujer con la cara llena de hollín. La miro con más detenimiento y veo que además de la cara sucia tiene las ropas hechas trizas, no lleva zapatos, y por si fuera poco, presenta dos enormes moretones en el brazo derecho. Sin embargo, sonríe.

El mundo le ha pasado encima, y aun así está sonriendo.

Y esa sonrisa es para mí. Cuando me le acerco, de inmediato sujeta mi mano y susurra un débil “gracias”. Nunca supe que había hecho por ella, pero debió de haber sido algo bueno, porque no existe en el mundo ninguna otra forma de ganarse una sonrisa así, tan pura, tan honesta, tan real…

Suspiro y miro alrededor; hay más sonrisas ahí: niñas, ancianas, viudas, mujeres de todo tipo. Luchadoras como yo, soñadoras como yo…

Recojo el sombrero y lo pongo sobre mi cabeza sin sacudirle el polvo. Devuelvo todas esas sonrisas que me regalaron y entonces me doy cuenta de que tras hacerlo recibo de vuelta todavía más.

Eso es la revolución; agradecimiento y esperanza.

La esperanza de un México nuevo, uno donde las mujeres ya no sean una mera propiedad ni un objeto de lujo y presunción. Un país donde tengamos libertad de ir y venir, de andar por las calles sin necesidad de estar colgadas del brazo de un hombre, y donde se nos reconozca el derecho de elegir ser madres o de no hacerlo. Una nación donde podamos ser iguales a aquellos que nos han sometido por tanto tiempo, compartiendo todos los derechos y todas las obligaciones. Un lugar donde incluso no se nos impida votar…

Miro hacia el horizonte que se alza frente a mí. El mar se deja ver a lo lejos, y su brillo me convence de que aquel sueño “guajiro” que acabo de tener es muy posible, tal vez incluso es más que eso…

Sacudo la cabeza y aprieto los dientes.  Aún falta mucho camino por recorrer. Si en verdad deseo encontrarme con el general Zapata, tengo que tomar y cruzar el estado de Guerrero cuanto antes. Es la última frontera hacia Morelos, allá donde reside mi único héroe masculino, el primer hombre que he admirado desde mi padre…

Subo a mi caballo, y sin decir nada, emprendo el camino hasta el palacio de gobierno del estado. Nadie me cuestiona, y tampoco hay quién ose preguntar a dónde vamos ni porque lo hacemos. Solo me siguen, con las miradas llenas de confianza y los corazones rebosantes de esperanza.

Me siguen, al igual que yo sigo mi sueño.

Tras algunas horas de cabalgata, arribamos al Palacio de gobierno y lo tomamos sin disparar una sola bala. Se nos informa que el gobernador ha abandonado su despacho súbitamente, que no ha dejado instrucción alguna, y que la ciudad se “rendía a nuestros pies”.

Mis soldaderas festejan, pero yo soy incapaz de alegrarme siquiera. ¿Sería esta la clase de victoria que las mujeres obtendríamos al final? ¿Un simple mundo vacío donde no habría más que el eco de nuestras propias voces?

Distraída en mis ensoñaciones, casi por paso por alto el hecho de que los pocos guardias estatales que quedan en palacio sacan con ahínco decenas de cajones de madera de las despachos del lugar. Sin que les pregunte nada, se apresuran a decirme que solo son “documentos”, y que los pondrán en una carreta para deshacerse de ellos.

Encojo los hombros y les doy la espalda. Luego recuerdo, sin querer, que uno de los cajones parecía más pesado que los demás, e incluso juraría que se había movido un poco.
Dirijo mis pasos hacia la pila de cajas de madera y los guardias se ponen más que nerviosos. Ahí hay “gato encerrado”, no cabe duda. Sonrío, llamo a mis soldaderas y les digo:

“A veces las mujeres tenemos más huevos que los hombres. Ellos dicen que tienen dos, pero nosotras tenemos dos, o varios…”

Mis leales compañeras ríen ante la ocurrencia que sale de mis labios, y sin necesidad de que diga nada, apuntan hacia el grupo de cajones amontonados en la carreta.

“¡Disparen!” grito con decisión y firmeza.

Una feroz ráfaga de disparos hace volar por el cielo decenas de astillas en medio de una densa nube de humo.

No sé, tal vez si había puros papeles en aquellas cajas de madera, pero yo no iba a arriesgarme. Más vale un adversario muerto que veinte heridos. Los lastimados eventualmente se recuperan, pero los muertos…

¡Esos ya ni Dios los levanta!


Original de J.D. Abrego "Viento del Sur"

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