—Coatepec,
hace ya mucho tiempo—
–Voy a preguntártelo
por última vez: ¿Quién es el padre del hijo que estás cargando y en vano tratas
de ocultar? – dijo la mujer de cabello largo que lideraba al grupo de fieros
guerreros.
–No sé de qué
hablas, Coyol, yo no tengo idea de lo que…
–¡¡NO MIENTAS! –
gruñó la mujer, golpeando la tierra con el pie derecho, con tal fuerza que,
inmediatamente después, una enorme grieta apareció en el suelo.
Coatlicue dio un par de pasos hacia atrás intentado
separarse de su amenazadora hija, pero apenas se alejó un poco, chocó contra el
escudo de plumas de uno de sus vástagos. Miró a la derecha y se vio cercada por
otros tres de ellos. Observó de reojo a la izquierda y la situación no era
diferente; cuatro de sus otrora amados centzonhuiznahua,
las estrellas del sur, le habían cerrado el paso, y la observaban con el rostro
colérico y los arcos cargados.
Su destino
estaba sellado: moriría aquel día. Poco importaba si les revelaba a sus hijos
la procedencia del fruto que llevaba en su vientre; aún y cuando les diera la
mejor de las explicaciones, el resultado sería el mismo. Iban a matarla, y
también a aquel que desde hace unos meses habitaba en su interior.
Pensó en
quitarse la vida arrojándose por el despeñadero, pero evaluando las
posibilidades, era poco posible que Coyolxauhqui
y los centzonhuiznahua le permitieran
llegar a alguno de los riscos en la montaña. Se sujetó el vientre con
desesperación y cerró los ojos, aguardando por la muerte venida antes de tiempo.
–Nuestra madre
no va a hablar–declaró la feroz Coyolxauhqui
al momento en que empuñaba con fuerza su espada maqahuitl–. Si quiere llevarse
el secreto a la tumba, su deseo será concedido. ¡Preparen arcos! ¡Apunten sin
remordimientos! ¿Están listos para terminar con la deshonra traída a nuestra
familia?
Las cuerdas de
los arcos se tensaron. El cielo se nubló, y gruesas gotas de agua comenzaron a
caer sobre el fértil suelo del monte de la serpiente, Coatepec.
–¡Por favor,
Coyol! – exclamó Coatlicue, en un
último intento desesperado de salvar su vida y la del fruto que llevaba
dentro–. Es solo una pelotita de plumas, un pedacito de sol, una luz que no ha
conocido ni un palmo del Anáhuac…
¿Por qué no lo entiendes? ¡Es tu hermano! ¡No puedes matar a tu hermano!
–“Eso” no es mi hermano– respondió de
inmediato la aludida– ¡Es solo un miserable bastardo! ¡¡Disparen!!
Cuatro centenas
de flechas cruzaron el cielo oscurecido, y luego dirigieron su camino hacia la
indefensa diosa de los ojos cerrados y el vientre endurecido. Y tras ellas,
envuelta en un relámpago azul de movimiento agitado, avanzaba una maqahuitl de
colores brillantes. Se trataba del arma de la rencorosa Coyolxauhqui, la cual planeaba dar el golpe final a su “vergonzosa”
progenitora.
Cuando la
primera flecha se encajó en la piel de Coatlicue,
la de las faldas con forma de serpiente, una luz de proporciones inmensas
surgió de su interior. Era como si el mismo sol estuviera alojado en sus
entrañas, y preocupado por el destino de su protectora, saliera al mundo
envuelto en millones de rayos luminosos, clamando por justicia y venganza.
El brillo
descomunal no solo era cegador, sino también abrasador. Su fuerza calorífica
era tal, que deshizo en un instante las fechas con puntas de obsidiana,
reduciendo a un fino polvo cada uno de los proyectiles lanzados cobardemente
por los centzonhuiznahua.
La atroz
maqahuitl de Coyolxauhqui también fue
frenada por la “cortina de sol”, aunque al ser un arma divina, fue capaz de
sobreponerse al embate y no terminó deshecha como las flechas de sus hermanos.
Entre
confundidos y aterrorizados por el rumbo que estaban tomando los
acontecimientos, los llamados “estrellas del sur” recargaron sus arcos
tímidamente, mientras sus manos y brazos temblaban presas del pánico. Por su
parte, la mayor de los hermanos se cubría la frente con una mano y sujetaba la
maqahuitl con la otra, aguardando impaciente la materialización de aquel ser de
luz que había surgido del interior de su madre.
Los rayos de sol
empezaron a flotar lentamente hacia la bóveda celeste, y ahí terminaron con las
nubes de lluvia, despejando el firmamento en un parpadeo, dejando tras de sí un
vasto cielo muy limpio y claro.
Una atemorizante
silueta se alzaba majestuosa frente a ellos; era un guerrero al que jamás
habían visto, y al cual no tenían deseos de conocer. Tenía la piel azul y los
ojos muy negros; estaba armado con un escudo de plumas con la imagen de un
colibrí y una maqahuitl roja de forma irregular envuelta en llamas; llevaba
sobre su cabeza un casco con forma de ave, y en el cinturón, colgado con cuerda
de oro, lucía un cuchillo de pedernal enorme. Estaba claro que este último era
un arma ceremonial para llevar a cabo un sacrificio.
Los centzonhuiznahua temblaron al verlo.
Sabían bien que, si aquel día iba a haber un sacrificio, ese solo podía ser el
de ellos…
–Solo por
tratarse de mis hermanos – dijo el campeón de piel azul y traje de colibrí– les
daré la oportunidad de salvar la vida. Entreguen a la traidora y les permitiré
continuar con su miserable existencia.
Los llamados “estrellas
del sur” se miraron los unos a los otros. Por un lado, le temían
inexplicablemente al recién llegado, pero por el otro, no deseaban despertar la
furia de la sanguinaria Coyolxauhqui.
Al notar que sus hermanos estaban considerando seriamente el traicionarla, la
mayor de los hijos de Coatlicue
espetó llena de cólera:
–¡Idiotas! ¿Cómo
osan siquiera considerar sus palabras? ¡Es solo un tonto de piel azul venido de
la nada! ¿Por qué temerle a un colibrí cuando tenemos la fuerza del jaguar? ¡A
por él! ¡Que no quede ni solo pedazo de ese bastardo!
Envalentonados
por el grito de guerra de su hermana, los centzonhuiznahua
dispararon sus fechas contra el recién llegado. Luego, sin esperar a que
siquiera hicieran blanco, desataron sus maqahuitl del cinto y se abalanzaron
contra el enemigo.
Ni una sola
flecha tocó al “colibrí”, porque su escudo las atrajo todas, y las deshizo al
contacto con su faz emplumada.
Pero el ataque
de las cuatrocientas maqahuitl fue distinto: el campeón de la piel azul y casco
de ave salió al encuentro de sus hermanos, y cuando los tuvo en frente,
extendió su brazo izquierdo con la maqahuitl roja para marcarles el alto.
Ninguno hizo caso…
Entonces el arma
del “colibrí” pareció cobrar vida; se alargó hasta alcanzar el tamaño de un
hombre y se enroscó en el brazo del guerrero, para luego encenderse en llamas y
proferir un siseo descomunal que hizo trizas los oídos de sus cientos de
rivales.
Con la
“serpiente en llamas” bien sujeta entre los dedos, el campeón con el casco de
ave comenzó a dar cuenta de sus cobardes familiares, rebanando brazos y piernas
con cada golpe de su maqahuitl. Un giro, dos brazos cercenados; otro giro, una
pierna segada; una pirueta hacia atrás, el escudo en alto y un paso a la
derecha, dos cabezas separadas de sus cuerpos…
–¡Lo dejé bien
claro! –dijo el furioso guerrero azul– ¡Solo debían entregar a la traidora!
¡Ahora todos serán objeto de mi venganza!
Con una
velocidad indescriptible y movimientos precisos y certeros, el “colibrí” avanzaba entre las filas enemigas
de los centzonhuiznahua, rebanando,
destrozando y destazando. Cortaba brazos y piernas con singular maestría, y
separaba cabezas con movimientos limpios y gráciles.
Pronto el Coatepec estuvo cubierto de cadáveres.
Los cuatrocientos hermanos yacían sin vida sobre las faldas del “Cerro de la
serpiente”, y la rencorosa Coyolxauhqui,
temblando de ira y pavor, miraba la escena sin dar crédito a lo que ocurría
frente a sus ojos.
–¡Sigues tú! –
le advirtió el recién llegado.
Con la furia
desbordando cada poro de su cuerpo, la sanguinaria hija mayor de Coatlicue se
lanzó al ataque sin medir las consecuencias: descargó dos poderosos golpes de
maqahuitl que hicieron cimbrar el escudo de plumas de su adversario, y luego
intentó impactarle una poderosa patada en el brazo izquierdo, buscando que este
tirara su arma.
Pero no lo consiguió.
Su patada fue frenada con un poderoso codazo, y apenas tocó el piso su pie,
recibió un salvaje puñetazo en el rostro que la hizo caer de inmediato al
suelo. Ahí fue objeto de un nuevo impacto, esta vez fue un golpe de filo de
escudo en el estómago que la obligó a escupir un chorro de sangre.
Se sujetó el
abdomen de forma instintiva, y luego rodó lejos de su rival. Hincó una rodilla
en tierra y después se impulsó hacia arriba, esperando atacar desde lo alto al
misterioso hombre de azul que la tenía casi derrotada.
Con la mano
derecha se aferró a la maqahuitl, y con la izquierda sujetó su cuchillo de
pedernal. Cayó sobre el “colibrí” a una velocidad impresionante, y sonrió
mientras lo hacía, convencida de que su último ataque pondría fin a la
existencia del sujeto al que ella se empeñaba en llamar “bastardo”.
Pero tanto la
maqahuitl como el puñal perdieron su blanco: pasaron justo al lado del campeón
emplumado, que solo se inclinó hacia la izquierda para evadir el ataque de su
hermana.
Los ojos de Coyolxauhqui se pusieron en blanco; su
única oportunidad de ganar se había desvanecido por completo. Entonces esperó
chocar estrepitosamente en el suelo, más el impacto jamás llegó…
Antes de que
tocara el sagrado piso del Coatepec,
el “colibrí zurdo” la destazó miembro por miembro con su espada llameante; a la
izquierda cayeron los brazos, y a la diestra descendieron las piernas. La
cabeza fue “salvada” de tocar la tierra por la mano derecha del guerrero azul,
que tras comprobar que su hermana había perdido la vida, arrojó la testa con
gran fuerza y enorme desprecio hasta la recién aparecida luna.
Ahí mandó
también el resto de las extremidades de la una vez orgullosa Coyolxauhqui, para recordarle al mundo
que sin importar lo poderosa que se creyera la luna, esta siempre terminaría
por ser devuelta a la oscuridad debido a la gracia del sol.
Luego miró con
desdén los cadáveres de sus hermanos, y los elevó por encima de sus hombros,
los árboles y las nubes. Los puso en el cielo y los transformó en lo que una
vez indicó su nombre: estrellas. Ahora le pertenecían al cielo, y tal como lo
hicieron en vida, cuidarían de su hermana para siempre.
La espada con
forma de serpiente volvió a su forma y tamaño normal, segura de que la batalla
por fin había terminado. Ahora pendía inerte del cinto del campeón de piel
azulada, que embargado por el alivio de saber a su madre fuera de peligro, la
buscaba insistentemente con la mirada.
El rostro de Coatlicue escurría ríos de lágrimas, y
con las manos temblorosas, buscó el rostro de su hijo, que se había hincado
frente a ella para pedirle perdón por la muerte de sus hermanos.
–No te aflijas,
“Colibrí”, el que busca su destino
nunca tarda en encontrarlo… me salvaste, gracias, muchas gracias, mi hijo, mi
muy amado hijo…
–Pensé que se
rendirían, madre, nunca pensé que habríamos de llegar a esta conclusión.
Lamento haberles dado fin frente a ti, pero no me arrepiento de haberlo hecho.
De lo contrario estarías muerta, y no solo yo, sino también los más pequeños,
habríamos perdido a nuestra única madre….
Coatlicue
sonrió, acarició el rostro de su vástago, y luego lo animó a surcar los cielos
para posarse en el sol, lugar desde el que podría vigilar celosamente a su
amado pueblo.
El campeón de la
piel azul y el casco de ave voló sin mirar atrás, y cuando se perdió en la
vastedad del cielo, su madre musitó con la voz emocionada:
–¡Hasta pronto,
mi querido “colibrí”! ¡Adiós mi muy
amado Huitzilopochtli!…
Original
de JD Abrego “Viento del Sur”
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