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Le llamaban Cristóbal de Olea



-México-Tenochtitlan, 30 de junio de 1520-

–¿Habéis visto al Capitán? – preguntó el muchacho, desconsolado.
–No– respondieron a coro tres soldados que se afanaban en rescatar a un caballo que estaba a punto de ahogarse en el lago.

Tras la escueta respuesta, el joven agradeció con una leve inclinación de cabeza y corrió como un loco hacia el lugar del que todos huían. Debía encontrar al Capitán y ponerlo a salvo, aun a riesgo de poner en peligro su propia vida. Entre jadeos, decidió prescindir del yelmo y prosiguió la temeraria marcha con la cabeza descubierta. En el camino encontró a dos fieros “mejicas” con trajes marrón y un casco en forma de cono que los hacía parecer más altos de lo que eran en realidad. Armados con imponentes “macahuil” y protegidos por escudos de plumas, se lanzaron al ataque apenes notaron su presencia. 

Con el miedo haciendo presa de cada palmo de su piel, Cristóbal apretó los dientes y gritó “Santiago” para darse valor y hacer frente a ambos. Desenfundó la pesada espada de acero y lanzó un par de mandobles sin objetivo a modo de advertencia. El primero, para su fortuna, logró hacer blanco en el escudo de plumas de uno de sus rivales. La potencia del golpe fue tal, que la colorida protección del mexica salió volando por los aires, dejándolo expuesto ante un nuevo ataque. 

Consciente de que no hallaría oportunidad igual en batalla, el de Valladolid sujetó su arma con fuerza y dirigió una poderosa estocada contra el enemigo que había perdido su escudo. La fría punta de metal apenas penetró las entrañas del “mejica”, pero eso fue suficiente para hacerlo caer y dejarlo fuera de combate. No obstante, aún quedaba en pie su otro rival, quien, tras ser testigo de la derrota de su amigo, ahora tomaba mayores precauciones.

Envalentonado por la reciente victoria, Cristóbal se lanzó al ataque contra el nativo. Sin embargo, el peso de la armadura jugó en su contra y se desbalanceó en el cuarto paso dado hacía su objetivo. Tras verlo trastrabillar, el guerrero de traje marrón descargó sobre su faz un tremendo golpe de escudo. Luego le pateó el pecho y lo puso de espaldas al suelo. Entonces, cuando su esforzado rival se disponía a darle muerte, Cristóbal rodó sobre si mismo y escapó de un violento golpe de “macahuil”. Con la fortuna nuevamente de su lado, consiguió rehacerse tras la maniobra y dejó caer certero espadazo sobre la pierna derecha de su contrincante. El miembro fue amputado al instante y eso supuso la muerte de su rival.

El muchacho se irguió con dificultad y notó que su respiración era más agitada de lo normal. El combate contra los soldados del casco cónico le había exigido un esfuerzo más grande de lo habitual; combatir a los campeones “mejicas” frente a frente era una experiencia que pocos habrían de envidiar. Agotado, pero contento tras la pequeña victoria, se congratulo a si mismo por no haber tenido que enfrentar a uno de esos locos con traje de águila o jaguar.

Se desbrochó el peto de metal y lo tiró al lago. Miró alrededor y fue consciente por primera vez en toda la noche del caos que imperaba en la tierra de “Montezuma”: cientos de nativos abarrotaban las calles, arrojando piedras, cántaros, excremento y vegetales podridos a diestra y siniestra. Incluso las mujeres y niños atacaban desde los tejados y ventanas. Lo paralizó saber que nadie descansaba aquella noche en la hermosa “Méjico”.

Tragó saliva y miró hacia el frente. La calzada en la que él se hallaba estaba llena de las tropas locales dando cuenta de sus aliados “tlascaltecas” y “totonacos”. Algunos castellanos huían despavoridos por la amplísima avenida, y otros tantos caían como moscas a causa de los enormes dardos que portaban los sanguinarios “guerreros águila”.

De pronto, uno de sus compatriotas chocó con él. No portaba armas consigo, pero en las manos llevaba un par de bultos de algodón en los que se dejaban ver algunas joyas hechas de oro. Cristóbal pensó que sería oportuno darle muerte por su ambición desmedida y cobarde traición, pero necesitaba algunas respuestas, así que solo lo frenó y preguntó:

–¡Vos! ¿Habéis visto al Capitán? Tenemos que ponerlo a salvo.
–¡Estás loco! ¡Todo está perdido! ¡Los “mejicanos” nos tienen rodeados! Nos cazan como conejos apenas asomamos la cabeza. De poco sirven hoy los cañones, los arcabuces y el acero. ¡TODO SE HA PERDIDO YA!
–¡CALLAOS! – exclamó el muchacho mientras propinaba senda bofetada a su interlocutor– Podemos rehacernos, lo de hoy es solo un revés. El Capitán sabrá como organizar un contraataque, ¡Y los “mejicas” sabrán con quién se han metido!
–¡LOCO! ¿Acaso no ves lo que acontece a tu alrededor? Pedro de Alvarado tuvo que huir como una anciana desvalida de las fieras tropas de “Guatemoz”; Juan Velazquez de León acaba de ser asesinado cerca de Tacuba, Olid escapó por los pelos del loco “Güitlahua” … ¡Y tú te preocupas por tu Capitán! ¡Salva la vida, muchacho! A él ya nadie puede rescatarlo.
–¿Qué dices?
–Digo que Hernando Cortés está camino a ser sacrificado. Lo llevan al templo de “Huichilobos” para sacarle el corazón. Habría que ser un demente para ir en su busca. Huye. Nadie te lo va a reprochar.

Con las manos tiritando y el corazón latiendo tan fuerte que amenazaba con salir de su pecho, el joven de Valladolid pasó saliva con dificultad y evaluó sus opciones antes de emitir sonido alguno: si marchaba en pos de Cortés, era casi seguro que perdería la vida, y posiblemente sin lograr su cometido. Sin embargo, si se daba la vuelta y emprendía la huida junto con los demás, lo lamentaría para siempre. No hallaría paz en su vida, ni en “Méjico”, ni en Valladolid, ni en ninguna parte…

–Voy a por él. – dijo, con plena convicción.
–Eres un tonto– espetó su compatriota–. Toma, esto te servirá a ti que a mí…– y extendió frente al muchacho una rodela con un león rampante grabado en el frente. 

Cristóbal agradeció el gesto y reemprendió la carrera.
A su paso salieron algunos guerreros con la piel pintada y enormes macanas de madera endurecida. Su embate no se hizo esperar, lo golpearon una y otra vez, pero poco daño pudieron causarle debido a que lo que protegía la túnica de anillas que llevaba bajo la camisola. En respuesta, el joven atacó con su rodela y espada. El poderoso escudo de metal propinaba golpes de singular fuerza, y bastaba uno de ellos para dejar de fuera de combate a los mal armados contendientes. Su espada complementaba la acción: la fuerza del arma era tal, que quebraba con facilidad las macanas que se oponían su paso. Con cada desarme, Cristóbal ganaba terreno en el combate. Al final, solo tuvo que soportar algunos puñetazos en el rostro antes de despachar con espadazos y estocadas a sus contrincantes.

Miró a lo lejos, tratando de ubica el mejor camino hacia el templo de “Huichilobos”. Las antorchas encendidas en la cima de la “pirámide” facilitaron la tarea; solo debía seguir la luz del improvisado “faro” para llegar hasta el altar de sacrificios.

Lamentablemente, la guerra que se libraba frente a él era demasiado para un solo hombre: cruzar las calles de “Méjico” y llegar sano y salvo al adoratorio del dios de la guerra era una tarea más propia de un titán que de un soldado. Buscó en los alrededores algo que pudiera serle de utilidad, y entonces la suerte jugó a su favor una vez más: un oficial castellano había sido derribado de su caballo por uno de esos dementes vestidos de jaguar. Tan pronto cayó al suelo, un cuchillo de piedra hizo blanco en su pálido cuello. La sangre brotó a borbotones, y los alegres gritos de guerra “mejicas” no se hicieron esperar. Pronto un grupo de guerreros de elite se reunió en torno al cadáver. Curiosamente, todos se habían olvidado del caballo.

Con gran sigilo y férrea determinación, Cristóbal se arrastró hasta el equino, que, confundido, yacía en el suelo, sin saber qué hacer. Haciendo el menor ruido posible, puso en pie a la bestia y la montó. Luego exclamó:

–¡SANTIAGO! 

Y se lanzó al rescate de su Capitán con la espada en alto. Numerosas flechas fueron disparadas contra su persona. Los proyectiles venían de todas partes: casas, canoas, escondrijos y azoteas. Una de ellas se alojó en su brazo izquierdo, y la rodela que justo hace unos momentos le habían regalado, cayó al suelo en medio de un griterío insoportable. 

Agobiado a causa del dolor y la posibilidad de fracasar en su empresa, el muchacho dejó escapar un aullido de dolor que fue interpretado por sus rivales como un claro signo de rendición y derrota. Pero nada había más lejano de la verdad en aquellos momentos. El joven soldado enfundó la espada y se aferró a las riendas del caballo con inusual fuerza. Consciente de que combatir desde la montura le sería difícil a causa de lo numeroso del enemigo y los proyectiles lanzados en su contra, decidió concentrarse solamente en embestir a aquellos que le salían al paso.
Su estrategia funcionó; el caballo arrollaba a los incautos que intentaban frenar su marcha. Muchos esforzados pero ingenuos “mejicas”, fueron muertos bajo los cascos de la bestia, que no cesaba su avance a pesar de las adversidades. 

La herida en el brazo de Cristóbal manaba sangre a chorros. Aunque había retirado la flecha tan pronto como sucedió el impacto, la punta de obsidiana se había roto a momento de la extracción, provocando que el corte se hiciera más profundo conforme avanzaba el tiempo. 

La visión se le empezó a nublar. Pensó en dejarse caer y rendirse ante el infinitamente superior enemigo. Después de todo, era tal y como su compañero había dicho: la causa estaba perdida. Un intenso calor interrumpió sus pesimistas cavilaciones. ¿Sería que estaba ya en el ardiente infierno? Meneó la cabeza y abrió bien los ojos. Vio luz. Una luz tan intensa como nunca antes se había visto. No podía haber semejante brillo en el infierno, así que tal vez había llegado al Cielo. Sin embargo, los desaforados gritos “mejicas” seguían taladrando sus oídos. No, tampoco podía ser el Cielo. Esos “bárbaros” jamás habrían sido capaces de alcanzar los dominios celestiales. Era un hecho: seguía en la tierra. Justo a la mitad de una guerra que jamás pensó pelear. Otra flecha hizo blanco en él. Esta vez en una de sus piernas. El daño, para su fortuna, fue superficial, y pudo retirar el proyectil sin mayor dificultad.

Se mordió los labios a causa del dolor acumulado y una inesperada descarga de energía le recorrió el cuerpo. Quizá era ese último “jalón” del que hablaban sus compañeros, ese colofón de valentía que sucede cuando estás cerca de la muerte. Sin saber cómo ni porqué, desenfundó su espada y lanzó fieros mandobles a diestra y siniestra. Gemidos lejanos hicieron eco en sus oídos. Alzó la cabeza, y entonces se dio cuenta de que la esperanza aún no estaba perdida:

–¡El templo de “Huichilobos”! – exclamó, ante el gesto confuso de los guerreros “mejicas” que le rodeaban.

Con el ánimo a tope, y esa dosis de valentía extra que había recibido tras el último flechazo, Cristóbal arreó a su corcel y en el camino embistió a dos campeones enemigos. Se cubrió la frente intentando divisar la posible ubicación de su Capitán. No lo veía por ninguna parte. La decepción inundo su corazón. Una vez más, pensó en dar todo por perdido. No obstante, el destino tenía otros planes: cinco cabezas de sus compatriotas rodaron hacia él y su caballo. Contempló con horror la escena, pero a la vez se alegró de que ninguno de ellos fuera Hernando Cortés. 

Fue en ese momento cuando vio que una impresionante comitiva se disponía a ascender los escalones del colosal edificio dedicado al dios de la guerra. Al final de la línea, se encontraba su Capitán, con el rostro magullado a causa de los golpes y el semblante adusto, casi resignado. Presa de un loco anhelo de rescatar a su líder, se lanzó al ataque con la espada en alto. A su derecha, otro castellano hizo lo propio. Lo miro de reojo: era ese muchacho de apellido Lerma, que más de una vez había cenado en su compañía. 

–¡SANTIAGO! – gritaron ambos, y luego cayeron sobre las confiadas tropas “mejicas”.

Cristóbal saltó de su caballo, y apenas pisar el suelo, llevó a cabo una serie de furiosos mandobles, logrando asesinar a los hombres que sujetaban a Cortés. Un golpe de macana cayó de forma inesperada sobre su espalda. Luego dos impactos más hicieron blanco en su brazo izquierdo. Incapaz de soportar el dolor, el muchacho dejó escapar un lastimero quejido. Los “mejicas” alrededor se rieron de él. Resignado a una pronta muerte, solo atinaba a mirar a todas partes y preguntar por su capitán. Nadie respondía…

Consumido por la pena, estrelló su puño en el suelo y maldijo su mala estrella. Fue entonces, cuando bajó la mirada e inclinó la cabeza, que escuchó un grito a lo lejos:

–¡Lo tengo, Cristóbal! ¡Tengo al Capitán!
Animado, se puso en pie raudo y veloz. Alzó la barbilla y fue testigo de cómo, a lo lejos, un caballo negro llevaba en el lomo a dos castellanos. Uno era el Capitán. Al otro no pudo reconocerlo. 

Se permitió sonreír un instante, reconfortado por saber que había cumplido su misión. Sin embargo, un potente golpe en la pierna le recordó la precaria situación en la que se encontraba. El impacto había sido certero y lo había puesto de rodillas una vez más. Frente a él apareció un fornido sujeto enfundado en uno de los trajes de águila a los que tanto temía. Sin mediar palabra, el campeón alzó su macana con navajas de obsidiana y la descargó sobre él. Las filosas piedras se encajaron en su cuello y un copioso torrente de sangre botó tras al ataque. No hubo lamentos ni gritos. Su cabeza, casi desprendida del torso, pendía inerte, con los ojos bien abiertos.

A lo lejos, Cortés contemplaba la escena con llanto en los ojos. Haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas, se sujetó el puente de la nariz y dijo a su acompañante:

–Bernal, ese que dio muerte al muchacho fue…
–“Güitlahua”, señor. Aun con la espada en mano, el chaval no habría podido escapar de él.
–Lo sé ¡Joder! Lo sé… ¿Conocías al chico? ¿Cuál era su nombre?
–Le llamaban Cristóbal de Olea, Capitán.
–Que nunca nadie olvide su nombre, Bernal. Asegúrate de ello, por favor.
–Así será, Don Hernando, así será.

Tras ellos, la inmensa ciudad que ellos llamaban “Méjico” les decía adiós. ¿Volverían a verla? ¿Habría una nueva ocasión de recorrer sus calles y navegar sus canales? ¡Quién sabe! El destino es caprichoso y nadie escapa su voluntad.
Ni siquiera los héroes. Menos ellos… 



Original de JD Abrego

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