—Por última vez, Sofía: ¡NADIE TE PUEDE AYUDAR EN CLASE!
—Maestra, no sé de qué habla…
—¡No me quieras ver la cara de tonta! Estoy viendo en la pantalla como tu mamá te dice las respuestas al oído cada vez que participas…
—Maestra Isaura, de verdad, no tengo idea de…
—¡SUFICIENTE! Hoy no te recibo evidencias y mañana no puedes conectarte a clase hasta que tu madre y yo tengamos una video conferencia… ¿Está claro?
Silencio. Solo un zumbido casi imperceptible se hace presente en los audífonos de diadema de la licenciada Isaura Vazquez. Tras casi veinte años de dar clases en segundo y tercer año de secundaria, es la primera vez que pierde el control frente al grupo. Sabedora de que quizá se ha sobrepasado en esta ocasión, busca respirar hondo para recuperar el temple. No lo logra; la fría imagen de la mamá de Sofía mirándola desde uno de los diminutos cuadros de la pantalla de su computadora simplemente le hace perder la paciencia.
¿Será ese corte de cabello tan pasado de moda? ¿O tal vez es esa ridícula playera tipo “polo” con estampado a rayas? No. Isaura sabe que cosas tan vanas no son las responsable de sacarla de quicio. Hay algo en la progenitora de Sofí que la hace perder completamente la cabeza…
—Sí, maestra…—contesta la adolescente al otro lado de la pantalla.
—Bien. Eso es todo por hoy. Les enviaré la tarea vía “whats” y suben la evidencia a más tardar a las 18:00. Sofía: si quieres tener la participación de hoy, asegúrate de que tu mamá me llame pronto…
—Lo intentaré; ya sabe que tiene su cocina económica y ahorita no tan fácil la deja… tenemos pocos clientes por lo de la pandemia y no quiere ahuyentarlos…
—Pues tú sabrás. Hasta mañana, muchachos.
Sin decir nada más, Isaura pulsa el botón de “terminar reunión” y finaliza la última clase en línea del día. Sus brazos se estiran de forma instintiva y sin querer mira el foco de la sala. La bombilla parpadea un par de veces y luego se funde.
«Cochinada. Debí saber que duraría poco; no vuelvo a comprar cosas de “marca propia”.»
Acuciada por el hambre, la docente se levanta y encamina sus pasos en dirección al refrigerador. Quizá solo necesita un bocadillo para pasar el trago amargo de esta mañana. Cuatro clases impartidas desde su casa han sido suficientes para acabar con sus energías. Para su mala fortuna, solo hay jamón y queso amarillo en el frigorífico.
«¡Ya no quiero más sándwiches! Necesito ir rápido al “super” a comprar algo…»
Sin pensarlo demasiado, toma su abrigo del perchero y camina a paso veloz hacia la puerta. Apenas toca el picaporte, su teléfono comienza a llamar.
«¡Me lleva la…! ¿Eh? ¿La mamá de Sofía? Ahorita me va a oír esa infeliz…»
Emocionada por la posibilidad de efectuar un temprano “desquite” contra la molesta alumna que le fastidió la mañana, Isaura se acomoda el pelo y ensaya una mueca de fastidio para el momento de responder la llamada. Una vez satisfecha, toma el dispositivo con desdén y alza una ceja para hacer patente su “indiferencia” por el encuentro.
Su gesto, sin embargo, cambia radicalmente apenas encarar a la madre de su alumna.
—Buenas tardes, maestra… Me dice Sofí que quiere hablar conmigo… ¿Se portó mal mi niña?
La docente no sabe qué hacer o decir. La mujer que ha aparecido en su teléfono ni siquiera se parece a la tipa insoportable que le ha estado diciendo a Sofía las respuestas al oído.
—Pe-per-dón… ¿Quién es usted?
—La mami de Sofí; perdón, su mamá.
—Es imposible…
—¿Cómo? No la entiendo, profesora…
Isaura entorna los ojos y fija toda su atención en la mujer del otro lado de la pantalla: aunque es joven, su rostro muestra los estragos de una vida de trabajo fatigoso en la cocina… mejillas coloradas, frente cansada y sudorosa, ojeras bajo los párpados y labios resecos es lo único que se deja ver… el cabello recogido de la “señora” poco tiene que ver con el peinado estilizado que ha estado viendo en la cámara de su alumna… por si fuera poco, la madre de Sofía no lleva encima ni una gota de maquillaje…
—Lo siento… debo de haberme confundido… Dígame, por favor: ¿quién ayuda a Sofía en clase?
—Nadie. Ella está sola casi todo el día…
—¿Alguna hermana?
—No; Sofí es hija única.
—¿Una tía? ¿Alguna prima?
—No… mis parientes viven lejos, y hace años que no vemos a la familia de mi exesposo… No comprendo ¿A qué vienen todas estas preguntas?
Convencida de que tanto Sofía como su madre la quieren hacer pasar por loca, Isaura frunce el ceño y vuelve a la carga con nuevas interpelaciones. ¿Explicar la situación? ¿Para qué? ¡Seguro que esas dos ya se pusieron de acuerdo para sacarla de sus casillas!
—Ya déjese de rodeos: ¿quién le da las respuestas a su hija cuando le toca mi clase? Si no es un familiar, seguro es una niñera o vecina o algo así... ¿Quién es?
—Profesora, a duras penas tenemos para comer… ¿usted cree que voy a gastar dinero en pagar a alguien que cuide a mi hija? Además, ya tiene 13 años; unos huevos revueltos y sopa sí es capaz de hacer…
La docente se frota el puente de la nariz, presa de la desesperación. Está molesta. Quiere que alguien pague los platos rotos, pero de pronto la madre de su alumna no parece la persona idónea para hacerlo…
—Maestra, ya dígame qué pasa… me está usted preocupando mucho…
«¿Será que en verdad esta mujer no sabe nada? Tal vez es momento de contarle todo lo que pasa con su hija en clase…»
Tras una necesaria inhalación y algunos segundos de silencio, Isaura decide explicar todo desde el principio:
—Su hija siempre ha sido una alumna ejemplar. En los exámenes es sobresaliente, y no tenga queja alguna de sus tareas. Sin embargo, jamás ha sido participativa en clase. Lo acepté de buen grado desde el año pasado y decidí no perturbarla exigiéndole que demostrara su conocimiento frente a los demás. Sin embargo, estas últimas semanas su comportamiento ha cambiado: pide la palabra constantemente y aporta datos que ni siquiera les he enseñado. Pensé que últimamente estaba leyendo mucho o algo parecido, pero hace tres clases la descubrí recibiendo información de alguien más: una mujer que vive en su casa.
—¡Es imposible! Solo ella y yo habitamos el domicilio… Y la verdad es que tenemos muy pocas visitas…
—Me es imposible creerle; he visto a esa señora no menos de cinco veces frente a la cámara… tiene un peinado estilizado, pero muy pasado de moda y siempre lleva sobre los ojos mucha sombra azul…
—¿Qué?
—Sí, ya sabe: maquillaje estilo “fiebre disco” o algo así…
—Yo… sí, entiendo, pero… es imposible…
—¡Es lo que yo pienso! ¿Quién se cree? ¿Una clase de superheroína o algo parecido?
—No, profesora, no me entiende… es que esa descripción… ¿de casualidad es una mujer delgada de pómulos muy marcados?
«¡Lo sabía! ¡No estoy loca! Ahora sí, en cuanto esta tipa me revele la identidad de la tramposa, me va a oír y va a tener que rogar mucho y muy fuerte para que no expulse a su hija de la escuela…»
—Entonces sí la conoce… —apuntó la docente, con una sonrisita irónica en los labios.
—Creo que sí… ¿Le puedo mandar una foto para que me diga sí es ella?
—¡Claro!
—Permítame un momento…
Tres segundos después, una notificación aparece en la parte superior del teléfono. Isaura tuerce la boca, satisfecha, y se prepara para dar el golpe final en la conversación…
Al abrir el archivo, su sonrisa se congela y la duda embarga su rostro. La fotografía, notablemente vieja, es sin duda alguna una imagen escaneada. Hay grietas en las esquinas y un marco blanco delimita el retrato…
—¿Es esto una broma, señora?
—No, no lo es… dígame: ¿es esa señora la mujer que ha visto en clases junto a mi hija?
—Sí, es ella, pero…
—Exacto; es mi madre… ella murió al darme a luz, en 1985. La foto que le mostré es de cuando ella tenía 27 años, ocho años antes de morir en el hospital.
—Esto no tiene sentido…
—¡Claro que no lo tiene! Usted me está diciendo que mi madre, muerta hace 35 años, se le apareció en una videoconferencia, y peor aún, afirma que la ha estado ayudando a Sofí a responder preguntas en clase…
—Es que así es…
—¡Por favor! ¿Se quiere usted burlar de mí? ¡Tengo muchas cosas qué hacer, profesora! Creo que esto de la pandemia la está afectando demasiado, y sinceramente pienso que está perdiendo los estribos… si quiere seguir adelante con esto, bien, lo hacemos. Pero, voy a ir con la directora y le voy a revelar toda esa conversación de locos que acabamos de tener… ¡A ver qué piensa de que una de sus docentes anda viendo fantasmas en las clases en línea!
—¡Pero, señora!
—¡Ningún “pero”! Esta conversación se acabó… mi hija le va a mandar sus “evidencias” y usted las va a calificar, porque eso es lo justo… ¿Estamos?
Silencio. Puro y llano silencio. Transcurren algunos segundos y entonces Isaura asiente débilmente con la cabeza.
—De acuerdo, así quedamos. Hasta luego, maestra. Y por favor, tómese algo para los nervios…
La llamada se termina e Isaura se deja caer sobre el sillón, entre confundida y asustada. El foco de la sala se enciende de pronto. La súbita iluminación —venida de una bombilla que ya estaba fundida— es la gota que colma el vaso. Sin pensarlo dos veces, la profesora corre al baño y abre el botiquín del espejo. Hay muchos frascos de pastillas de dónde escoger. Abrumada, toma algunos contenedores y busca refugio en el cubo de la regadera. Luego cierra la cortina y su silueta se pierde tras la manta plástica. Ahora lo único que se puede ver es una decena de girasoles impresos tan opacos, que ni siquiera dejan pasar la luz del sol.
***
—Muchachos: lamento decirles que hoy no habrá clase virtual de Geografía II— señala la directora de la secundaria 67—. Su profesora no se ha conectado en todo el día y no contesta el teléfono. Desconocemos las razones, pero prometemos mantenerlos al tanto.
—Deberían de ir a verla—añade sorpresivamente una niña de rostro pálido y cabello ensortijado—, seguro que algo no anda bien con ella…
—¿En serio, mi niña? ¿Cómo lo sabes?
La muchachita se encoge de hombros y dice sin más:
—Solo lo sé.
—Bien; seguiremos tu consejo… Pero no te preocupes, apuesto a que todo está bien. Dile a tu mami —que la acabo de ver pasar— que puede estar tranquila, seguro que mañana todo vuelve a la normalidad.
—Por supuesto, directora—responde la niña con una sonrisa— yo se lo haré saber…
#JDAbrego2020
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