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Un lecho de flores


Hay hojas secas afuera de nuestra tienda. ¿Será que ya ha llegado el otoño? ¿Tan pronto ha terminado el verano? ¿Llovió? ¿O el Anáhuac habrá sido azotado por la sequía? ¡Quién sabe! Al menos, yo no. Tampoco Cuauhtemotzin. Mucho menos el joven Coanacoch.
Hace ya mucho tiempo que no hablamos con el cielo ni con la tierra. Parecen gavillas de años las que llevamos presos bajo el yugo del invasor blanco. ¿Se habrán tornado blancos nuestros cabellos? ¿Los surcos dominarán ahora cada palmo de nuestros otrora lozanos rostros? ¿Se podrá ver la derrota en el reflejo de nuestros ojos? ¿Aún nos recordarán en Tenochtitlán? Es más, ¿existirá esta todavía?
Solo los dioses lo saben. Yo no. Tampoco Cuautemotzin. Y ciertamente no lo sabe Coanacoch. Tal vez ya ha caído el Quinto Sol, y ahora en el cielo solo se puede ver la pálida esfera traída por los hombres blancos. Quizá en estos días el único sol es “Tonatiuh” Alvarado, y las nubes, alguna vez dibujadas por el valiente Mixcoatl, han pasado a ser recuerdos difusos de tiempos olvidados, promesas rotas de un imperio que no pudo proteger a su gente, lágrimas de una camarilla de deidades a la que el Anáhuac se les fue de las manos.
¿Serán las hojas secas un aviso de que ha arribado el otoño? ¿O solo son vida mutilada que cayó de un desafortunado árbol? ¿Quién puede saberlo? Yo no, y tampoco Cuauhtémoc… ¿Está bien que me refiera a él sin el “tzin” en su nombre? Después de todo, ya no somos Señores de nada. La triple Alianza ya no existe, y el glorioso Imperio Mexica ha sido exterminado. No. No está bien. Pueden habernos privado de la tierra, pero jamás nos quitarán nuestro honor. Por poderosas que sean sus armas, nunca podrán doblegar nuestras almas. Nunca…
¿Cuauhtemotzin? Sí. Suena mejor así. El “águila que cae bajo su presa” jamás será olvidada. Tampoco su título, y mucho menos su heroica resistencia. Sé que el futuro le hará justicia, pero, ¿me hará justicia a mí? ¿Alguien me recordará cuando el tiempo alcance al hombre blanco y sea expulsado de esta tierra injustamente conquistada? Es más, ¿alguna vez será el invasor expulsado del Anáhuac? Yo… no sé qué pensar…
Las hojas de la entrada emiten un pavoroso crujido. Alguien las ha pisado. Son ellos. Los demonios que se ocultan bajo una máscara de dioses. Los invasores que se aprovecharon de nuestros enemigos y los convirtieron en sus supuestos aliados. Las hojas crujen nuevamente. ¿Será que ha llegado el otoño? No lo sé. Tampoco Cuauhtemotzin, y mucho menos Coanacoch. Tal vez el otoño no ha llegado afuera, pero si ha llegado a nosotros.
El barbado “Malinche” ha entrado primero. Les siguen otros tantos que ni siquiera reconozco. En el último año muchos más de los demonios blancos han llegado a nuestras tierras. ¿Nuestras? ¿O suyas?
Cuatro hombres armados con lanzas largas nos golpean los costados y después nos obligan a ponernos de pie. Coanacoch es derribado apenas se levanta, y luego es golpeado en el piso repetidas veces con sendos puntapiés. Los invasores ríen. “Malinche” los reprime débilmente y entonces estos devuelven al Orador Texcocano a la manta de arpillera donde se hallaba acostado.
En busca de un pronto desquite por la reprimenda recién recibida, uno de los soldados sujeta a Cuauhtemotzín por los cabellos buscando amedrentarlo. ¡Cobarde! Si el Señor de Tenochtitlán no estuviera atado de pies y manos, seguro daría cuenta de él con tan solo un par de golpes de maqahuitl. Dos invasores ríen, y sin querer, cierran los ojos. Cuauhtemotzin aprovecha la distracción e impacta un poderoso golpe de cabeza en la quijada del más cercano. Luego se lanza sobre el otro con todas sus fuerzas, derribándolo al instante. Dado que está sujeto de pies y manos, irremediablemente cae también.
Apenas tocar el suelo, tres caxtiltecas le caen encima y lo someten a punta de golpes. “Malinche” se enerva y los quita a empujones. Nuevamente llega la calma. Si es que a tal estado producido por la injusticia se le puede llamar así. Con el coraje contenido por la supuesta agresión del Señor de los Mexicas, los soldados terminan por levantarlo y presentarlo ante su cobarde líder. Le sujetan desde atrás apretando su cuello y lo fuerzan a levantar la cabeza, obligándolo a mirar hacia arriba al mal llamado “conquistador”.
–Señor Guatemoz, podemos acabar con esto cuanto antes si su merced responde mi pequeño cuestionamiento: ¿Dónde está el oro?
–Aquí– contesta Cuauhtemotzin señalando su corazón con la barbilla.

Un furioso puñetazo cae sobre su abdomen apenas emitida la respuesta. Esta vez, ninguno de los soldados es el responsable. No, en esta ocasión, el agresor ha sido “Malinche”…
–No estoy para juegos, Señor Guatemoz, si usted se niega a contestar, tendré que usar métodos más… persuasivos…
–Si no hablas de nosotros, los mexicas, entonces ignoro de qué tesoro hablas…

Esta vez es una bofetada la que aterriza sobre el rostro del orgulloso hijo de Ahuizotl. El golpe ha sido simplemente devastador. Sin embargo, la faz del “águila que cae sobre su presa” no se mueve ni un ápice. Sin saber por qué, Malinche retrocede un par de pasos. Cuando Cuauhtemotzin se da cuenta de la cobarde reacción del hombre blanco, sonríe y dice:
–Deja de buscar algo que no existe. ¿Querías oro? ¡Ya lo has tomado todo! ¡Quédate con tu inútil excremento de sol y déjanos en paz! ¡NO HAY NADA AQUÍ! Toma tus barcos, da la vuelta y no vuelvas más.
“Malinche” se ha quedado petrificado. Sus hombres le miran sin saber qué hacer, y transcurren instantes angustiosos en los que el tiempo se rehúsa a avanzar, pero el pasado se niega a volver. Un nuevo crujido de hojas. Son más soldados blancos. Traen consigo dos camastros y más sogas. Sin mediar palabra, nos amarran a ellos haciendo uso de la fuerza bruta. Acto seguido, nos cargan fuera de la tienda y colocan nuestros maltrechos cuerpos frente a la hoguera que se alza a la mitad del campamento.
Solo estamos Cuauhtemotzin y yo. Coanacoch se ha quedado atrás.
Miro alrededor. Hay más hojas secas. Montones de ellas. No estaba equivocado. El otoño ha llegado. Y no solo al Anáhuac, sino también a nosotros…
Las llamas de la fogata comienzan a debilitarse. El viento sopla y nos cala los huesos. ¿Dónde estaremos? ¿Será que nos han traído al norte y ni siquiera lo hemos notado? ¿O tal vez nuestros cuerpos se hallan tan debilitados que ya ni un pequeño frío soportamos?
El fuego crepita con lentitud y sosiego frente a nosotros. Chisporrotea de vez en cuando, pero más que vivo, parece dormido. Me recuerda a nuestro ya olvidado imperio, a Cuauhtémoc y a Coanacoch. Me recuerda al futuro que ya no fue. Sí, me recuerda que ya casi lo hemos perdido todo.
De la nada, surge un hombre de piel muy oscura y cara hinchada. No dice nada, solo se acerca a la hoguera y arroja un montón de hojas secas sobre el fuego. Las llamas se avivan y un montón de cenizas se eleva veloz hacia el cielo. Tan pronto alcanzan cierta altura, se pierden en la inmensidad del vasto azul.

Quisiera ser ellas y no volver a ver jamás el Anáhuac que fui incapaz de cuidar.
–Ahora vais a decirme donde está el tesoro de Montezuma… ya lo veréis, señor Guatemoz, hablarás… si no lo haces tú, lo hará tu amigo Deglepanguezal…
Trago saliva. No sé qué se propone Malinche, pero sus palabras claramente son una amenaza. Es más grande mi temor por sus actos que la molestia por haberlo escuchado pronunciar más mi nombre. (¿Es que acaso es demasiado pedir que me llame Tetlepanquetzal?)
–¡Acercadlos al fuego! ¡Si no quieren hablar con nosotros, tal vez quieran hablar con él!
Las risas se suceden unas tras otras. Todo el campamento parece carcajearse ante nuestra presencia. Hombres barbados, arrogantes texcaltecas, rencorosos totonacas y traidores texcocanos se mofan de nosotros y nuestra vergonzosa impotencia. Poco podemos hacer atados de manos y pies.Pero aún me queda una pizca de orgullo. Y no van a arrebatármela. No lo harán. No dejaré que…
–¡Quemad sus pies! Si estos indios valoran caminar, ¡será mejor que comiencen a hablar!
El dolor se apodera de mi cuerpo y no puedo hacer otra cosa que no sea gritar. ¡Madre Coatlicue! ¿Por qué permites que nos pase esto? El fuego ha hecho presa de mis pies, y mi piel es devorada por las llamas de forma salvaje y voraz, infame, casi infernal…
Un nuevo grito se escapa de lo más hondo de mi ser. El eco de mi aullido resuena en el bosque (creo que estamos en el bosque, porque hay muchos árboles de color marrón) y numerosos animales se asustan o se lamentan, porque oigo el correr de sus patas en busca de sus madrigueras o de un refugio al menos aceptable. Y los caxtiltecas ríen. También los texcatlecas y los totonacas.
El fuego ahora está en mis manos. Los invasores han puesto en nuestras palmas sendas brasas ardientes. Y mis lamentos se dejan oír de nuevo. El viento sopla y los recoge para regarlos por todo el Anáhuac. Sonoras carcajadas le suceden a mi suplicio, y yo, indefenso, no puedo hacer otra cosa que gemir de dolor.
–¡¿Dónde está el tesoro de Montezuma? – pregunta Malinche.
–¡No hay tesoro! ¡Ya todo te lo has llevado! – responde Cuauhtemotzin, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
El hombre de la piel oscura es llamado por Malinche y acude con presteza. Le ordenan avivar el fuego, y él lo hace de inmediato. Las llamas envuelven nuestros pies. Si Cuauhtemotzin no les dice algo pronto, perderemos las piernas. ¿Qué no es capaz de ver la gravedad de la situación? ¿Por qué no les dice donde hay más oro? ¿Por qué no les miente?

No puedo con esto. Tengo que hacerlo hablar. Quizá pueda convencerlo, sí. Tal vez se conmueva si ve el dolor dibujado en mi rostro, y entonces dirá cualquier cosa sobre el oro que desea “Malinche”…
–Noble Cuauhtemotzin, diles lo que sea, seguro que algo de lo que sabes puede serles de utilidad… ¿Es que no ves que van a acabar conmigo? ¿De verdad eres incapaz de compadecerte de mi dolor?
El hijo de Ahuizotl se muerde los labios y dibuja una pequeñísima sonrisa en su rostro. Luego abre la boca lentamente y responde:
–¿Es que acaso yo estoy sobre un lecho de flores?
No, no lo está… y aun así se porta como si lo estuviera. Me observo los pies, y apenas resisto la visión de mis miembros chamuscados. Sin embargo, me apena más que los hombres blancos me hayan dejado el orgullo lastimado. No sé cómo permití que pasara eso. Pero no volverá a pasar… aspiro muy hondo y reúno todas mis fuerzas. Poco importa si la vida se me va en este último esfuerzo, porque sé que si logro mi cometido, mi completa existencia habrá valido la pena:
–¡CORTÉS! –exclamo, visiblemente agotado.
“Malinche” fija su atención en mí, y dice:
–¡Ah! Don Deglepanguezal, ha entrado su merced en razón, decidme, ¿Dónde está el oro?
Suspiro lentamente, clavo la mirada en sus ojos, y contestó en su burdo y pobre idioma:
–Aquí no hay oro para ti, ¡Y NUNCA LO HABRÁ!
Ya no hay más carcajadas. Bueno, si hay una: la de Cuauhtemotzin, que aún herido, no puede parar de reír… luego todo se nubla. Creo que a ambos nos han golpeado la cabeza. No estoy seguro. Solo sé que hemos despertado en nuestra tienda, con vendajes en manos y pies, y con alguna clase de ungüento en la nuca y la frente. Coanacoch nos mira entre preocupado y orgulloso. Cuando le preguntamos qué ha sucedido, solo dice “nada” y ríe por lo bajo, haciendo mofa de “Malinche” y sus invasores.
Me pregunto qué pasará mañana. ¿Será que podremos ver una nueva primavera? ¿O tal vez solo nos quede por vivir un último invierno? ¿Quién puede saberlo? No lo sabe Cuauhtemotzin. Tampoco Coanacoch. Mucho menos lo sé yo…

Original de JD Abrego "Viento del Sur"

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